La
“evaluación de riesgo” en el ámbito de la anticoncepción hormonal oral regular femenina: algunas controversias
actuales sobre sus efectos secundarios
Ángeles Alpe ⃰
Resumen
El presente
artículo vincula la medicalización con anticonceptivos hormonales orales
regulares femeninos y sus procesos de evaluación de riesgo (o risk
assessment), temas de protagonismo creciente en los debates públicos de las
últimas décadas. Desde esta perspectiva, diversos “paradigmas” se dibujan a lo
largo de los años, en tanto formas de priorizar beneficios o efectos
secundarios a la hora de comercializar o administrar “la píldora”, y que van de
la mano, por supuesto, de la evolución de los modelos de salud sexual y
reproductiva. Esta dimensión clave a estudiar pone de manifiesto el riesgo
no solo como un dato objetivo sino, y sobre todo, como resultado del cruce de
factores socioculturales, económicos y políticos. Dimensión que se inscribe, a
su vez, en una amplia bibliografía que ha problematizado la anticoncepción
hormonal femenina entre su cualidad liberadora de la mujer y su rol perpetuador
de desigualdades de género.
Palabras clave: Evaluación de riesgo – Género – Anticoncepción hormonal femenina
The risk assessment of daily oral hormonal feminine contraception: an overview of current controversies
Abstract
The following paper links the medicalization with daily oral hormonal feminine contraception and its process of risk assessment, issues whose importance has grown in the public debates of the last decades. From this point of view, diverse “paradigms” get shaped across the time, as ways of prioritizing benefits or side effects in the commercialization or administration of the “pill”. Those go together, of course, with the evolution of sexual and reproductive health models. This capital dimension of analysis, brings to light the risk, not only as an objective fact, but also and mostly as a result of the intersection of socio-cultural, economic and politic factors. Dimension which takes also place in a vast literature that questions the feminine hormonal contraception, its liberalizing quality for women and its role perpetuating gender inequalities.
Key words: Hormonal feminine contraception – Risk assessment – Gender
Introducción
Nuestras
investigaciones en curso se centran en los potenciales efectos secundarios de
los anticonceptivos hormonales orales regulares femeninos (en adelante AHORF),
la más comúnmente llamada “píldora”, y los procesos de evaluación de riesgo (risk assessment) por parte de
profesionales, agencias de la salud y compañías farmacéuticas. En este trabajo,
a partir de un repaso del estado de la literatura sociológica a nivel
internacional, nos centraremos en la hipótesis, ya empleada para el estudio del
mismo tópico en otros contextos, de que los estereotipos de género que informan
el ámbito de la anticoncepción hormonal regular han tendido a reproducir
asimetrías y desigualdades sociales y culturales y, como consecuencia, son
parte de la “feminización” de la salud sexual y reproductiva. No es casual que
en los medios de comunicación y, cada vez más, en las redes sociales, se
perciba un malestar respecto a la “pastilla”, considerada como un agente
liberador de las mujeres, uno de sus roles históricos desde su comercialización
masiva a partir de la década de 1960, y que ello esté siendo objeto[I] de
numerosos estudios sociológicos en desarrollo (notablemente en Francia y
Canadá) que han puesto el foco en los extendidos prejuicios de género –no
siempre conscientes ni obvios– que han tendido a situar el problema de los potenciales
efectos negativos de la AHORF como una consecuencia menor, tangencial y
“propia” de las mujeres. Es en ese cruce complejo donde el concepto de risk assessment, o de evaluación de
riesgo, ha demostrado ser una de las claves analíticas más fructíferas para
afrontar el problema. Como sugirió Rouzaud-Cornabas:
“A través del análisis de cómo la evaluación y
gestión de riesgos han transformado las políticas de salud pública en el campo
de la salud sexual y reproductiva, queremos cuestionar su acción neutral. Por
lo tanto, es importante demostrar cómo la biomedicina, basada en nociones de
objetividad y cientificidad, ha reproducido las desigualdades sociales y ha
reificado las distinciones sociales” (Rouzaud-Cornabas, 2015: 4).
A partir de
estas consideraciones, proponemos varias preguntas que pueden servir como
disparadores para encauzar una discusión que aquí solo desarrollaremos en
algunos de sus aspectos: ¿qué actores –y desde qué lugares, científicos y
legos– son los que determinan los potenciales efectos negativos de estos productos
farmacéuticos sobre la salud de las consumidoras?, ¿cómo se inscribe ese
proceso dentro de los paradigmas de salud sexual y reproductiva vigentes? En
esta misma línea, ¿hasta qué punto los prejuicios de género focalizados en el
rol o “condición” de mujer en la sociedad han ido incidiendo en los criterios
de asignación de riesgo? Vale la pena sumar otra pregunta, que entra
directamente en el caso de Argentina y de América Latina en general, en
contraste con los estados “centrales” o “desarrollados”: ¿por qué en algunos
países los efectos secundarios negativos de la AHORF han suscitado fuertes
polémicas en la esfera pública mientras que en otros permanecen en un área gris
y difusa?
En la
bibliografía local sobre salud sexual, el tópico no parece haber tenido un
papel protagónico hasta el momento, debido, creemos, a varios factores que
radican mayormente fuera del campo académico. Entre otras razones, cabe señalar
las circunstancias sociales y políticas que crean un contexto de
“vulnerabilidad programática” (Amuchástegui et al., 2018) para miles de
mujeres, tales como la escasa o nula capacidad económica y de acceso a la
información ginecológica –o al sistema de salud en su conjunto–, a los métodos
anticonceptivos (en adelante, MAC), o la ilegalidad del aborto, aspectos
medulares que promueven el uso extensivo de la píldora como una solución para
evitar embarazos no deseados o las consecuencias de un aborto realizado en
clínicas clandestinas. Situaciones similares pueden aplicarse a muchos países
“no desarrollados”[II].
De ahí que facilitar y ampliar el acceso a la AHORF (y a los MAC en general)
sigue siendo en muchos de ellos el objetivo prioritario de las políticas
públicas de salud sexual y reproductiva. No obstante, creemos que esta
situación no puede ir en detrimento, en primer lugar, de una correcta
evaluación de los riesgos potenciales que la AHORF puede tener sobre la salud
de las consumidoras ni, en segundo lugar, de su receta y administración
individualizadas en la clínica ginecológica. Finalmente, la lucha por la
efectividad de los derechos no reproductivos (Brown, 2009) no tendría por qué
conllevar la invisibilización de asimetrías de género operando dentro de la
industria farmacéutica y de los saberes médicos, y que han tendido a consolidar
la idea de la “pastilla” como “cosa de mujeres”. Ambas problemáticas deben ir
en la misma dirección. Resulta pertinente, por lo tanto, recuperar y revisar
por un lado el papel que la AHORF supuso y supone para la liberalización de la
mujer en toda una serie de dinámicas y, por otro, ponderar hasta qué punto
reprodujo, bajo otro discurso, los mismos estereotipos contra los que se
publicitó, como señala Ventola (2014) y ejemplifica Tarzibachi (2017) a
propósito de los productos de “cuidado femenino”. Después de todo, no es un
aspecto menor que las mujeres jóvenes de la actualidad, que desarrollaron su
sexualidad fuera de la retórica “revolucionaria” que acompañó la
comercialización masiva de la AHORF a partir de la década de 1960, revelen
otras agendas, intereses e ideas sobre sus cuerpos y derechos (Desjeux, 2008).
Del “malestar” al cuestionamiento del paradigma
“¿Por qué
las millennials [mujeres nacidas
entre aprox. 1980 y 2000] están dejando de tomar la píldora anticonceptiva?”
titulaba un artículo de El País de
Madrid este febrero de 2019[III].
Si bien en comparación al resto de los países europeos España ya denota un
consumo bajo de AHORF (un 17,3% de las mujeres en relación al 50% promedio de
Francia o Gran Bretaña[IV]),
esa cifra parece marcar un nuevo avance generacional, según apuntaron los
especialistas entrevistados. Entre las razones que la nota traía a colación
para explicar ese hecho, se encontraba la progresiva incomodidad de muchas
consumidoras respecto a los efectos secundarios considerados “típicos” de la
píldora desde su comercialización (incremento de peso, migrañas, náuseas,
depresión o pérdida de la libido), aspectos que hace décadas se consideraban
menores o irrelevantes en comparación a los riesgos de un embarazo no deseado,
pero que hoy en día están cambiando de estatus dentro de las consideraciones de
muchas mujeres. No obstante, el artículo también apuntaba a otros elementos más
“nuevos” desde el punto de vista de las percepciones, como la prescripción de
la píldora fuera de su uso como anticonceptivo para el tratamiento de síndromes
diversos, como el de ovario poliquístico, o de afecciones como el acné. Este
tipo de prácticas, que ejemplifican la paulatina medicalización (Foucault, 1977;
Conrad, 2007) de la AHORF, ha terminado por expandir el uso de las hormonas, a
veces de manera “arbitraria”, sin que medien otros estudios o se consideren
tratamientos alternativos (Roux, Ventola y Bajos, 2017). Asimismo, el artículo
aludía a motivos relacionados con los desarrollos de las teorías y movimientos
feministas que, entre muchas otras cuestiones, han censurado la demora en la
comercialización de una píldora masculina, pese a su “inminente” lanzamiento
que se prolonga desde hace décadas.
Si
observamos el panorama, es posible suponer que esta disconformidad no es una
mera impresión periodística volcada en una nota casual. En la opinión pública
francesa ya había ocurrido un episodio crucial, desarrollado a partir de
diciembre de 2012. En ese momento se abrió una intensa controversia a raíz de
la denuncia contra un laboratorio farmacéutico presentada por una joven que
había sufrido un grave derrame cerebral asociado al consumo de una píldora de
tercera generación. Por más que el producto volvió a circular tras una
suspensión parcial ordenada en marzo de 2013 por la Agence Nationale de Sécurité du Médicament, el impacto que tuvo el
evento en la opinión de las consumidoras fue palpable (Bajos, 2014). Por su
parte, en diciembre de 2015, la BBC daba cuenta de otra situación similar, en
esta ocasión en Alemania, en la que una consumidora demandaba a Bayer a causa
de una embolia pulmonar sufrida tras ocho meses de consumo de Yasminelle, uno
de los productos “insignia” de esa empresa en el área de la contracepción
hormonal regular. Por más que los voceros de la multinacional avalaron el
carácter seguro de su producto, la demanda se sumaba a otras numerosas cursadas
en USA, donde Bayer ya había pagado, según la misma fuente de la BBC, alrededor
de 1900 millones de dólares por daños y perjuicios.[V] En
Canadá había estallado una crisis todavía mayor en 2013 cuando un informe de
Health Canada reveló que al menos 23 muertes de mujeres –varias de ellas
adolescentes– ocurridas en los años previos, se vinculaban al consumo de los
anticonceptivos Yaz y Yasmin, por entonces los más difundidos. Esta situación
dio pie a una serie de demandas judiciales por considerar que las consumidoras
no habían sido adecuadamente asesoradas sobre el nivel de riesgos de coágulos sanguíneos,
que superaban, en estos de tercera y cuarta generación, a otros anticonceptivos
hormonales regulares.[VI]
Si nos
restringimos a la situación en Francia, las consecuencias del pill scare de
2012-2013 fueron casi inmediatas entre un segmento de la población de
consumidoras de AHORF de clase media con acceso a un capital informativo que
les permitía cierta capacidad de maniobrabilidad. Tal como sugiere Nathalie
Bajos, a partir de un estudio estadístico del episodio:
“El debate de los medios de comunicación a
fines de 2012 y principios de 2013 sobre las píldoras anticonceptivas no redujo
la prevalencia de los anticonceptivos, pero el uso de anticonceptivos orales
disminuyó, pasando del 50% en 2010 al 41% en 2013” (Bajos, 2014).
¿Demuestra
este tipo de eventos el inicio de un cambio de paradigma en el consumo de
métodos anticonceptivos femeninos, tal como se interrogaba la citada autora?
Por más que esta cuestión solo podrá comenzar a responderse en un futuro
distante con evidencia empírica y perspectiva, ese “miedo a la píldora”
(incluso sin llegar a considerar los casos más graves) permite traer a colación
la formas socio-culturales de producción y reproducción de los paradigmas de
salud sexual, que han ido definiendo un rol “específico” para las mujeres, un
poderoso imaginario que ha acabado por naturalizarse. Por una parte, está claro
que uno de los núcleos de la cuestión es el de la autonomía de las
usuarias/pacientes frente al consultorio ginecológico como espacio de poder,
elemento que nos lleva a explorar en clave histórica los “espacios de
maniobrabilidad” (Haney, 2002) que se han ido constituyendo en ese ámbito,
centrándonos en las experiencias y trayectorias ginecológicas de las
consumidoras[VII].
De la mano con esto, el malestar percibido constituye también un indicador de
cómo cada vez más mujeres no están dispuestas a caer en la “mala suerte de la
estadística”[VIII],
es decir a quedar comprendidas dentro de los potenciales efectos más graves de
la AHORF, como la trombosis venosa o el cáncer.
El rol del risk assessment en la configuración de paradigmas de salud sexual “feminizados”
Como
sostiene Jenns Zinn (2008), cada disciplina o área del saber establece sobre su
“fundación epistemológica” el tipo de definición de riesgo que toma. Por una
parte, se encuentran perspectivas “objetivas” o “realistas” que conciben el
riesgo como una serie de indicadores creados por fuera de la subjetividad,
capaces de ser medidos de manera estadística o matemática, algo propio de áreas
como la epidemiología, la toxicología o la ingeniería. Otras posturas sumaron
la posibilidad de influencia de sesgos
(subjectively biased), considerando que la noción misma de riesgo que cada
comunidad maneja puede ser condicionada por factores externos al modelo
inicial, como puede ocurrir con el análisis sobre evolución económica o de
riesgo/beneficio, que dependen también de comportamientos y pautas culturales.
Incluso posturas más radicales han llegado a proponer que en ciertos eventos la
idea misma de riesgo puede ser socialmente construida independientemente de “su
existencia objetiva” (Zinn, 2008: 4). A diferencia de estos enfoques, más o
menos reduccionistas, la perspectiva sociológica (sociological approaches) “cambia de riesgos objetivos y sesgos
subjetivos a riesgos mediados o construidos socioculturalmente”. El mismo
autor, exponiendo el planteo de Mary Douglas, agrega:
“La
selección y percepción del riesgo y la respuesta a los riesgos de un grupo
social serían determinadas por la organización institucional del grupo. La
realidad de un peligro es un requisito previo para los debates persistentes y
las actividades sobre riesgos, mientras que su politización está determinada
culturalmente.” (6).
Esto
implica traer a colación a múltiples actores que intervienen desde diferentes
sitios en los procesos de evaluación de riesgo, así como considerar
temporalidades diversas, sobre todo teniendo en cuenta que, pese a los
cuestionamientos que se pueden percibir hoy día en los modelos de salud sexual,
persisten tradiciones y esquemas de pensamiento sedimentados y retroalimentados
a lo largo de un extenso período que aún influyen en los diagnósticos e
intervenciones de agentes públicos y privados.
En esta
dirección, apuntaba Steven Shapin que las construcciones retóricas del orden
social ayudan a constituir el riesgo,
la confianza y el conocimiento, conocimiento que a su vez
va dando forma al orden social (Shapin, 1994). Dentro de ello, una evidencia
ampliamente trabajada por la literatura sociológica es que las ciencias
biológicas y médicas se han visto marcadas por estereotipos de género –entre
otros factores culturales, sociales, políticos, económicos– y, favorecidas por
unas estrategias y rasgos lingüísticos particulares, se consolidaron, todo lo
contrario, como un saber y un discurso neutros. Hipótesis que, además, a la luz
de los cambios de las mentalidades sobre identidades y derechos sexuales a los
que asistimos en la escena pública de nuestro país y de América Latina, se hace
necesario trabajar. Las hormonas siguen un camino inseparable de las
concepciones de género. Lejos de concebirse como compartidas por hombres y
mujeres, la preponderancia de unas u otras vino a incorporarse al binomio
preexistente de las concepciones entre cuerpo de hombre y cuerpo de mujer
(Grosz, 1994). Anne Fausto-Sterling ha detallado cómo los especialistas de las
ciencias duras empezaron a verse también como influyentes en los procesos
sociales –en temas como la homosexualidad, la prostitución y, marcadamente, el
control de la natalidad (2010: 210). De manera análoga, demuestra que el
aislamiento y tratamiento de dichas “hormonas sexuales” fueron promovidos por
toda una serie de intereses personales, ideológicos, institucionales,
científicos, financieros y políticos que se mezclaron de forma compleja[IX].
Vale decir, durante la “Fiebre del Oro de la Endocrinología”, entre los años
1920 y 1940, “La asunción de que las hormonas tenían ‘género’ estaba ya
profundamente implantada” (215). Glándulas, hormonas, dimorfismo sexual, rol
social, (dis)funciones sexuales, tratamientos, se vuelven entonces asociaciones
inherentes las unas a las otras. La AHORF no ha escapado a estas lógicas y su
estatus ambiguo, entre liberalizador social y reproductor de mecanismos de
dominación de género, puede pensarse como constitutivo de la propuesta del
fármaco-poder de Paul B. Preciado, donde “toda mujer debe al mismo tiempo ser
fértil (y serlo a través de la inseminación heterosexual) y ser capaz de
traducir en cada caso la posibilidad de su sexualidad de modo asintóticamente
próximo a cero, pero sin reducirlo completamente […] de modo que la concepción
accidental sea posible.” El “único problema”, continúa, sería que “la gestión
individual y autónoma de la píldora por la mujer parece introducir una
posibilidad de agenciamiento político” (2014: 151).
¿Cómo ha
impactado ello en la construcción de los modelos de gestión de la salud sexual
y reproductiva? En uno de sus varios aportes sobre el cruce entre tecnologías
farmacológicas, anticoncepción hormonal y género, Oudshoorn y Van Kammen han
sistematizado la evolución histórica del lugar ocupado por las mujeres dentro
de los diversos paradigmas de “planificación familiar” y de evaluación de
riesgo vigentes entre la década de 1960 y mediados de la de 1990.[X]
Partiendo de un modelo en el que la mujer era parte de un colectivo
socio-biológico responsable de la natalidad y cuyo mayor peligro en caso de no
consumir la “píldora” era la mortalidad materna, se fue pasando a una
configuración donde primaba la idea de “cuidado de calidad”, en el que se
integraban nuevas opciones de MAC y se perseguía una evaluación de
riesgo/beneficio inherente a cada método (i. e., la mayor falibilidad del
preservativo frente a su protección ante las infecciones de transmisión sexual
y su ausencia de efectos secundarios) y no frente a los riesgos, por ejemplo,
de un embarazo. El punto de llegada de ese proceso es un ámbito de “salud
reproductiva” que apunta a focalizarse en el bienestar de la mujer como
consumidora/paciente, donde el riesgo se evalúa en relación a su calidad de
vida y no como una pieza de un colectivo o de una función social (2002:
441-442). Sin embargo, el delay entre ese modelo y las prácticas y discursos
dominantes acerca de la píldora y sus riesgos/beneficios es perceptible y, en
muchos aspectos, la situación no parece haber cambiado tanto, como indican las
mismas autoras. Por el contrario, los estudios contemporáneos han tendido a
subrayar la inmutabilidad de los procesos de evaluación de riesgo de los MAC
establecidos por las agencias de salud y las corporaciones farmacéuticas a lo
largo de los últimos 40 años, pese a los innegables cambios socio-culturales.
Un repaso de los trabajos recientes puede ayudar a visualizar ese delay entre
nuevos contextos socio-culturales y la persistencia de formas de evaluación
periclitadas. Los primeros estudios científicos específicos, publicados en
1967, ya ligaban el riesgo de coágulos al consumo de pastillas anticonceptivas,
pero fue sobre todo el libro pionero de la feminista estadounidense Barbara
Seaman, A Doctor's Case Against the Pill
(1969), el que generó mayor controversia en su llamado de atención sobre los
efectos negativos de la AHORF. No obstante, su investigación emergió en un
contexto poco propenso a la crítica, marcado por la prohibición del aborto y el
miedo a la “explosión demográfica”, que generaban un ambiente refractario al
análisis del “lado oscuro” de la píldora (Geampana, 2016)[XI].
Asimismo, una postura controversial podía resultar, al menos en esa etapa
inaugural, incómoda para la noción clave que acompañaba la pastilla,
considerada como agente de liberación femenina, uno de los puntos clave del
nuevo producto.
En el campo
de la salud, las perspectivas más técnicas de la evaluación del riesgo (que se
centran en los ensayos clínicos y opiniones estandarizadas y cuantitativas de
científicos farmacéuticos y/o médicos) normalmente tienden a despolitizar el
problema, como anotó Mary Douglas (1992), al pretender que solo se trata de una
cuestión de asignación de variables en función de pruebas de laboratorio
neutras y mensurables, cuando en realidad lo que también debemos comprender es
cómo se articulan esos juicios científicos de cara a las consumidoras y por qué
medios o canales de comunicación se establecen los mensajes[XII].
¿Qué peligros se subrayan y cuáles se consideran secundarios o poco
preocupantes? Al momento de proponer balances teóricos entre elementos
perniciosos y positivos asociados al consumo de AHORF, ¿de qué paradigma de
salud sexual y reproductiva parten las agencias de control de medicamentos o
los laboratorios para “establecer” los niveles de riesgo?
La pastilla anticonceptiva: riesgos con prioridades
Alina
Geampana apuntaba que “El despliegue de discursos de riesgo tiene el poder de
‘transformar’ una tecnología de riesgosa a segura o viceversa” (2016: 11). La
autora estudió la controversia sobre la drospirenona, entre 2010 y 2014,
basándose en los comunicados y recomendaciones de varias organizaciones de
salud públicas y privadas de Canadá y Estados Unidos y empleando herramientas
de análisis crítico del discurso. Los elementos de género que traducen esas
evaluaciones quedaron expuestos en la asociación naturalizada que ese corpus
hacía de las mujeres como procreadoras, faceta considerada como la vertebradora
a la hora de establecer el riesgo/beneficio de la pastilla. Casi todas las
recomendaciones, por ejemplo, subrayaban que los eventos de complicaciones en
el parto y post-parto son muy superiores a los riesgos que implica el consumo
de AHORF, conclusión que sintetizaba un reporte de 2013 de la American Congress of Obstetricians and
Gynecologists: “La mitad de las mujeres desconocen que el embarazo es más
peligroso que la anticoncepción”. Entre otras cosas, este tipo de juicios
perdía de vista que había un problema de fondo, relacionado con el potencial
incremento del riesgo de las píldoras de cuarta generación respecto a las
anteriores, al tiempo que se transmitía “un mensaje de género” al subrayar el
peligro permanente de quedar embarazadas que acecha a las mujeres, sin
considerar los demás efectos secundarios. Se seguía midiendo, por ende, el
riesgo de un medicamento con un embarazo, y no con otros MAC, que tampoco se
traían a colación, como el preservativo u otros sistemas de barrera. Un
documento análogo, suscripto por la Society
of Obstetricians and Gynecologists of Canada (2013) iba más allá, al
responsabilizar a los medios de comunicación de crear “miedo y confusión” en su
“cobertura de eventos raros” (embolia o coágulos), promoviendo el abandono de
las pastillas, lo que impactaba en un crescendo de la tasa de embarazos no
deseados. En suma, como anotaba Geampana, el sesgo ideológico que impregna el
discurso de estos organismos de salud al establecer su risk assessment bascula en un maniqueísmo: “una mujer tiene dos
opciones: ser usuaria de anticonceptivos hormonales o quedar embarazada.”
(Geampana, 2016: 13). Por otra parte, el manual de Recomendaciones sobre
prácticas seleccionadas para el uso de anticonceptivos de la Organización
Mundial de la Salud del año 2018 viene a confirmar dicha escala de prioridades
en la evaluación de riesgo:
En el caso
de mujeres sanas, no hay exámenes ni análisis esenciales ni obligatorios antes
de iniciar el uso de AOCs [Anticonceptivos Orales Combinados], del parche o del
AVC. Sin embargo, la medición de la presión arterial merece una consideración
especial. Es aconsejable medir la presión arterial antes de iniciar el uso de
AOCs, del parche y del AVC. Es importante tener en cuenta que, en situaciones
en que no es posible medir la presión arterial, no se debe negar el uso de
AOCs, del parche o del AVC a las mujeres simplemente porque no se les puede
tomar la presión arterial. (50)
Conclusiones
similares extrajo Amsellem-Mainguy, cuando subrayó los mecanismos de presión
–del personal médico y de grupos de sociabilidad- que crean una retórica
unanimista respecto al necesario consumo de AHORF, que se manifiestan también
en la reticencia de los prescriptores/ginecólogos a tomar en cuenta aquellos
efectos secundarios considerados por las propias consumidoras como intolerables
(2010, 106-107).
Otro vector
particularmente fructífero para analizar “en movimiento” cómo operan de manera
asimétrica esos estándares feminizados de risk
assessment es el del retraso comparativo entre el desarrollo de la AHORF y
la comercialización de una píldora análoga para hombres. Desde un inicio, ello
no es extraño si tenemos en cuenta, como propone Desjeux, que el uso de MAC
(incluyendo métodos barrera, como el preservativo) por parte de varones en
parejas heterosexuales estables “es principalmente un paliativo que los hombres
usan cuando la pareja experimenta negativamente la anticoncepción hormonal”
(2013: 107). En varias investigaciones de los últimos años, Oudshoorn y Van
Kammen han apuntado la manera en que las pruebas clínicas para testear la
píldora masculina se realizaron empleando criterios más estrictos y
personalizados, que atendían posibles impactos negativos sobre la psique y
estado físico de los consumidores. La posible pérdida de libido o el incremento
de los lípidos y el colesterol fueron vistos como impedimentos serios cuando,
en el ámbito de la AHORF femenina, se los supuso como males menores, asociados
al producto desde un inicio (2002). Nelly Oudshoorn (2003 y 2004), tomando como
referencia definiciones de género de Judith Butler, también ha señalado el
carácter performativo que sobre la idea hegemónica de masculinidad conllevaron
la planificación y el ensayo clínico de la píldora para hombres, entre fines de
los años 1980 y mediados de los 1990. Este proceso, si bien no afectó la idea
dominante de masculinidad, demostró el papel de las tecnologías de prueba como
espacios para la renegociación de nociones de género. Los procesos de selección
de los candidatos para testear la píldora para hombres, así como las primeras
pruebas, se vieron condicionados por la irregularidad y los abandonos por parte
de los usuarios. Finalmente, la muestra abarcó hombres con parejas estables e
incluyó un diálogo con sus compañeras. Los discursos que generaron los individuos
participantes en esos ensayos se centraron en una autopercepción altruista, de
hombres comprometidos, que aceptaban cargar con el consumo de la píldora y sus
riesgos implícitos, una idea que sigue siendo minoritaria respecto a la
masculinidad hegemónica, pero que demuestra el carácter construido y mudable de
esos mismos tópicos socialmente arraigados, entre ellos el de la
“irresponsabilidad” (traducido a menudo como una condición “natural”), que los
imposibilitaría para un uso regular del producto (Oudshoorn, 2003). En ese
sentido, la idea tan extendida de que existe una “falta de constancia” entre
los hombres para tomar una pastilla diariamente puede reflejar un hecho social
“real” operativo hoy día, pero en todo caso es una construcción cultural y, por
ende, susceptible de cambiar gracias a políticas públicas y educativas.
A manera de conclusión
El repaso
de los temas y problemas que hemos realizado arriba parece consagrar la idea de
una cierta “impermeabilización”, práctica y discursiva, de las ciencias
biomédicas ante los cambios de contexto socio-cultural o, si lo colocamos en el
plano de la gestión, de una pugna entre, por un lado, los criterios de la
corporación de prescriptores y las agencias encargadas del risk assessment y, por otro, una nueva serie de concepciones sobre
salud sexual promovidas por las generaciones de mujeres jóvenes consumidoras de
AHORF. Aquí radica la importancia, para el desarrollo futuro de nuestra
investigación, de abordar las experiencias y trayectorias ginecológicas de las
mujeres, en tanto se sitúan en una confluencia de espacios médicos y discursos
promovidos por diversos actores y agencias de salud, públicas y privadas. En
esos cruces se tejen nociones clave acerca de la evaluación de riesgo de la
AHORF y se dibujan y reconstituyen de manera permanente las ideas de género y
de salud sexual. El seguimiento de los periplos de pacientes/consumidoras nos
permite entonces recuperar la idea de autonomía o, como propuso Lynne Haney
(2002), de “espacios de maniobravilidad” de que disponen dentro del campo de la
salud para tomar decisiones, exigir información o negarse a seguir protocolos
poco personalizados. Por ello es pertinente preguntarse también por el revés de
esta situación: hasta qué punto muchas usuarias de AHORF reproducen en sus
opciones aparentemente “autónomas” el discurso médico hegemónico, mientras que
otras elaboran estrategias y alternativas “contestatarias” a esos modelos
vigentes. No es un hecho fortuito que los consultorios o el ámbito de los
ensayos clínicos estén siendo considerados con interés creciente por los
estudios sociológicos como espacios donde se reproducen, negocian y
reconfiguran las identidades de género y los derechos sexuales (Oudshoorn,
2003; Bajos y Ferrand, 2004; Draghi, 2010).
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⃰ Becaria
Doctoral Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas. Doctorado en Sociología del Instituto
de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín. Contacto: alpecaselli@gmail.com
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ISSN, 2545-6504 Recibido: 29 de junio 2019; Aceptado: 21 de octubre 2019 |
[I] Nuestro trabajo de campo, aún en curso, se centra en la realización de entrevistas en profundidad a mujeres usuarias de AHORF y del relevo de posts en redes sociales. No obstante, aquí solo nos limitaremos a un repaso crítico de la bibliografía.
[II] Cfr. Fernand Bationo, Bouma (2012) “Les rélations entre les professionels de la santé et les jeunes filles au Burkina Faso. Stigmatisation, normes et contrôle social”, Presses de Sciences Po, 2012/2, núm 61, pp. 21-33.
[III] “¿Por qué las millennials están dejando de tomar la píldora anticonceptiva?”, El País, Madrid, 25/2/2019: https://smoda.elpais.com/belleza/millennials-dejando-de-tomar-pildora-anticonceptiva/
[IV] Datos brindados por la Sociedad Española de Contracepción.
“Presentada la Encuesta Nacional 2018 sobre la Anticoncepción en España”. Cfr. http://sec.es/presentada-la-encuesta-nacional-2018-sobre-la-anticoncepcion-en-espana/
[V] “Bayer sued in Germany over contraceptive pill
risks”, BBC News, 17/12/2015: versión online: https://www.bbc.com/news/world-europe-35120035.
[VI] Varios informes periodísticos dieron cuenta de esa crisis: “Yaz, Yazmin birth control pills suspected in 23 deaths”, CBS News, 11/6/2013: En este reportaje se puede acceder a los documentos oficiales de Health Canada en el que se informa de las muertes constatadas, así como otras situaciones (hospitalización, tratamientos y casos en los que hubo “amenaza de vida”): “Canada Vigilance Summary of Reported Adverse Reactions” https://www.cbc.ca/news/canada/british-columbia/yaz-yasmin-birth-control-pills-suspected-in-23-deaths-1.1302473]
[VII] Sobre esta la “noción de autonomía” resultan especialmente esclarecedoras las reflexiones de Brown, Gattoni, Pecheny y Tamburrino (2013), que la exploran para el caso del aborto y otras nociones sensibles; así como las de Josefina Brown en “Qué democracia para cuáles mujeres. Abriendo el debate” (2007) y “Los derechos (no) reproductivos y sexuales en los bordes entre lo público y lo privado. Algunos nudos del debate en torno a la democratización de la sexualidad” (2009).
[VIII] Expresión que le dirigió su ginecólogo a Soledad luego de verse afectada a los 25 años de edad por una trombosis venosa profunda, que su hematóloga vinculó al consumo de tres meses de AHORF. Entrevista a Soledad, 29 años, 24/4/19.
[IX] Fabíola Rohden (2014), basándose en una cuidada selección de documentos publicados en Brasil, pone de manifiesto el énfasis de algunos grupos, muy entrados los años 2000, en demostrar la diferencia biológica (por tanto, innata) entre mujeres y hombres, y, particularmente, por divulgarla desde plataformas de dudosa consistencia científica pero con un enorme alcance de audiencia. Publicaciones que pretendían esgrimir la “verdad” frente a los consensos “políticamente correctos” (siendo estos últimos la igualdad de capacidades entre hombres y mujeres).
[X] Para el proceso de introducción de la AHORF en Argentina en la década de 1960, véase Felitti, Karina (2012) La revolución de la píldora, Edhasa, Buenos Aires.
[XI] El aborto fue legalizado en 1973 en USA y en 1988 en Canadá.
[XII] Para el caso argentino, contamos con la tesis de Ianina Lois, que ha explorado las articulaciones del discurso sobre salud de las mujeres desde la perspectiva del género. LOIS, Ianina (2013) Políticas públicas de comunicación sobre salud de la mujer, Tesis de Maestría, FLACSO.