Itinerarios de literatura y deseo: la maestra de provincia en la Argentina del poscentenario

                                                                                                                           María Vicens  

Resumen

En La maestra normal (1914) Manuel Gálvez muestra los fantasmas y fantasías que se desencadenaron de la mano del proceso de “generización” del magisterio, aquella profesión que el Estado argentino había promovido desde finales del siglo XIX para las mujeres, presentándola como una extensión de la maternidad. A contrapelo de este discurso, Gálvez cifra en Raselda, su heroína, los temores que suscitaba en ciertos sectores de la elite y la dirigencia el crecimiento de una profesión que permitía a las mujeres letradas tener vidas independientes, estableciendo un diálogo indirecto con aquellas mujeres para quienes la docencia no solo fue un modo de mantenerse económicamente sino también el punto de partida para desplegar una trayectoria literaria. El propósito de este artículo es analizar cómo, en el doblez de la ficción de Gálvez, asoman dos itinerarios posibles para la maestra de provincia con aspiraciones autorales para intervenir en el campo cultural argentino de ese período. Las vidas de Carlota Garrido de la Peña y Alfonsina Storni (ambas docentes, formadas en la provincia de Santa Fe, y con hijos a cargo) funcionan como dos caras de ese momento bisagra que condensa la novela, así como de los dilemas que debieron resolver para convertirse en escritoras.

 

Palabras clave: maestras - literatura argentina - escritoras - sexualidad - mercado editorial

 

Literature and Desire Itineraries: the province teacher in Argentina's post-centennial

Abstract

In La maestra normal (1914) Manuel Gálvez shows the ghosts and fantasies that appeared as a result of the genderization process that the teaching profession went through in Argentine since the end of the 19th century, greatly propelled by the State, which presented this activity as an extension of motherhood. Contrary to this discourse, Gálvez condensed in Raselda, his heroine, the fears aroused in certain sectors of the elite by the growth of a profession that allowed literate women to have independent lives, establishing an indirect dialogue with those professionals for whom teaching was not only a way to support themselves economically but also the starting point to develop a literary career. This article analyses how, in the fold of Gálvez's fiction, appear two possible itineraries for the province teacher with authorial aspirations to participate in the argentine cultural field of thar period. The lives of Carlota Garrido de la Peña and Alfonsina Storni (both teachers educated en Santa Fe who supported their children alone) function as two sides of that hinge moment that encrypts the novel and the dilemmas that they had to solve to become writers.

 

Keywords: teachers - argentine literature - women writers - sexuality - editorial market

En 1914 Manuel Gálvez publicó La maestra normal, su primera novela. La historia de Raselda, la joven sensible e inocente que se enamora de Julio Solís, ese hombre escéptico que ha huido de Buenos Aires, sus pasiones y enfermedades aceptando un cargo como maestro en La Rioja, marcó un antes y un después en su carrera. Sus críticas al normalismo, los amores ilícitos de la pareja protagónica y la inclusión de un aborto en la trama provocaron varios debates que lo posicionaron como escritor y estimularon el interés del público por la novela. Décadas después, al evocar este debut escandaloso en Recuerdos de la vida literaria, Gálvez subrayaría su pretensión de objetividad a la hora de retratar ese mundo de provincia que él mismo había experimentado durante su infancia y sus años como inspector de escuelas, reivindicando la probidad moral de su historia. Destinada a advertir sobre los supuestos males de la educación laica y mixta y las consecuencias de la modernización en general, Gálvez (2002) incluye en sus memorias una de las cartas que había publicado en su momento para defenderse de los ataques, donde enfatizaba: 

 

La maestra normal no es un libro para niñas, sin duda alguna; quiero decir para niñas de dieciocho años. Pero las niñas no deben leer novelas. La novela, que ya no es sólo para divertir, tiene un trascendente propósito social, ajeno a las jovencitas, que suelen ser frívolas, egoístas y tímidas. Es decir: fueron tímidas, tal vez, en aquellos años, que ahora… […] En materia de novelas, en efecto, las más admirables obras maestras debieran estar vedadas para las niñas: Madame Bovary, Ana Karenina, El primo Basilio, Las ilusiones perdidas, Bel Ami… El novelista tiene que reflejar su visión de la vida, dar la sensación de la vida. ¿Y cómo pretender que tenga de la vida el concepto rosado de las jovencitas de dieciséis años? (409)

La aclaración de Gálvez sobre el público al cual estaba dirigido La maestra normal no llama tanto la atención por la referencia a esa “lectura bovarista” que asoció a la novela con las mujeres y la trasgresión sexual desde mediados del siglo XIX en adelante, sino más bien por la importancia que sigue teniendo el tema para él a principios de los sesenta —momento en que termina de publicar sus memorias— y los alegatos que suscita. Si, como señala María Teresa Gramuglio (2002), el gran aporte de Gálvez al desarrollo de la novela argentina fue “haber contribuido a la formación de ese nuevo público que a su vez dinamizó y amplió el espacio de la cultura letrada” (51), ¿qué pasa entonces con las mujeres? O, más precisamente, ¿cómo afecta esta posición del autor a aquellas mujeres que el propio Estado argentino se había encargado de alfabetizar e incluso entrenar para educar a otrxs? ¿No forman parte acaso de ese nuevo público moderno y ampliado que ayuda a construir Gálvez y, al mismo tiempo, lo convierte a él en un novelista profesional? ¿Es un público que lo lee a su pesar? ¿O es un público al cual él dice no dirigirse, aunque no pueda evitar interpelar? Porque tanto sus obsesivas aclaraciones sobre quienes no deben leer La maestra normal como el mensaje moral de la novela no dejan de exhibir una paradoja: Gálvez escribe sobre (y para) quienes supuestamente no deben leerlo. De hecho, esas “jovencitas frívolas, egoístas y tímidas” a las que evoca en sus memorias van a ser desde un comienzo el gran elemento perturbador en ese mundo estático y aislado que es la ciudad de La Rioja en La maestra normal, como percibe el propio Solís cuando llega a la ciudad:

 

Solís sentóse en un escaño de la plaza, despintado y rengo. Por la misma acera paseaban de a dos o tres, y en cabeza, algunas muchachas. Caminaban del brazo, pausadamente, con aire de abandono, y tenían, casi todas, ojos aterciopelados y melancólicos. Solís las miraba ir y venir, oyendo sus voces cálidas, su tonada provinciana. Sentía que la tristeza le abrumaba: una tristeza sutil, penetrante, enfermiza; una tristeza que se le impregnaba de languidez y de recuerdos sentimentales. (Gálvez, 1964: 23)

De ahí, de ese sujeto colectivo integrado por muchachas que circulan por las calles, se reúnen, secretean, despiertan fantasías y convierten el deseo en una enfermedad contagiosa, surge Raselda. Su heroína es tan melancólica y sentimental como las jóvenes de la plaza; carece de todo rasgo excepcional (no es particularmente bella ni virtuosa, a diferencia de muchas de las heroínas románticas de la novela decimonónica) salvo por su voz y su capacidad de generar emoción en quienes la escuchan. Raselda es una “nacida para amar”, como caracteriza Delfina Muschetti (1999) la subjetividad de las escritoras y lectoras de poesía sentimental en las primeras décadas del siglo XX, que se anima vivir un amor de novela y es castigada en consecuencia.[I]

En este sentido, tanto la fecha de publicación del relato como la historia de esta maestra de provincia se vuelven sumamente sintomáticas si se piensa el imaginario trazado por Gálvez en diálogo con el panorama modernizador que presenta la coyuntura argentina de ese período, especialmente en el caso de las mujeres jóvenes que trabajan (en la escuela, en la oficina, en la fábrica), que circulan por la calle, que se asocian, que reclaman.[II] Es decir, Gálvez cifra en La maestra normal los fantasmas que se habían ido consolidando en torno a la profesionalización femenina, y a la figura de la maestra en particular. Como han analizado Lucía Reyes de Deu (2016) y Laura Graciela Rodríguez (2018), la novela reproduce en detalle los discursos normalistas de la época para criticarlos, demostrando en este punto cómo se había expandido por el territorio nacional un sistema público de enseñanza que tenía como protagonistas a las mujeres.[III] Este protagonismo fue apuntalado por una batería de discursos que buscaba realzar la figura de la maestra al asociarla con la maternidad, estimulando el proceso de “generización” de la profesión.[IV] Este discurso maternalista (Nari 2004) encontró en la reivindicación de la maternidad una vía para legitimar y vehiculizar la participación femenina en la esfera pública, al mismo que reforzó una mirada esencialista de los roles de género. Así, las imágenes y figuraciones sobre maestras abnegadas y modestas circularon ampliamente en la prensa y la literatura de finales del siglo XIX y principios del XX como un modo eficaz de conjurar los temores provocados por una profesión que posibilitaba a las mujeres letradas tener vidas independientes y que el propio Estado argentino fomentaba en el marco de sus políticas normalistas.

Este nuevo imaginario, tensionado por la idealización y el miedo, incluyó también a las mujeres con aspiraciones literarias, ya que como ha señalado José Maristany (1998), el magisterio fue para ellas “otra vía de acceso a la ciudad letrada” que les permitió expresar sus inquietudes intelectuales y literarias (179). Desde Juana Manso en adelante, la alianza entre escritura y docencia presentó en el caso de las escritoras argentinas profusas y diversas modulaciones. Estas abarcaron un amplio arco de combinatorias, desde el desarrollo de esta actividad para mantenerse en paralelo a la construcción de una carrera literaria (como muestran las biografías de Juana Manuela Gorriti y Alfonsina Storni), hasta el uso de la figura de la maestra como una estrategia de afirmación autoral –como ha analizado Mónica Szurmuk (2007) en el caso de Ada María Elflein– o, directamente, la apuesta a convertir la escritura de manuales pedagógicos y libros escolares en una vía posible para iniciarse en el mundo de las letras.

Esta última variante fue específicamente impulsada por las asociaciones de mujeres y la prensa femenina a comienzos del siglo XX, sobre todo para las jóvenes que empezaban a acceder en esos años a ámbitos de educación superior o profesional (la universidad, pero también los terciarios, las escuelas profesionales y los cursos para oficios específicos). Así se observa, por ejemplo, en La Columna del Hogar, periódico vinculado con el Consejo Nacional de Mujeres, donde Laura Ratto (1902), entre otras colaboradoras, promueve con entusiasmo la profesionalización literaria femenina en el terreno educativo:

        

Puede decirse que, entre nosotros, la Literatura Pedagógica es para la mujer, una literatura de iniciación, dentro de lo que tiene de literario el carácter eminentemente didáctico de este género de producción.

En efecto, con raras excepciones, no menos meritorias, por ser tales, la mayor parte de las mujeres argentinas que escriben para el público, bajaron a la palestra por el noble pórtico de la enseñanza, comenzando con producciones didácticas, interpretación de preceptos pedagógicos, aplicaciones nuevas y originales de los grandes métodos, la tarea proficua y sistemática de vulgarizar los diversos credos filosóficos y las reveladoras conquistas de la fisiología experimental, en sus relaciones con la ciencia de la educación. (279)

Los libros vinculados con el mundo de la enseñanza y la pedagogía son para Ratto un verdadero nicho de escritura (Szurmuk & Torre 2015), un ámbito en el que las mujeres pueden desarrollar una trayectoria cómodamente, siguiendo la traza maternalista iniciada por el magisterio. Es el deber ser literario para las mujeres con aspiraciones autorales, la literatura apropiada para ellas, ya que mantiene un fuerte contenido moral y ejemplificador que evita desbandes y reclamos (en avanzada durante esos años) con la innovación fundamental de que sus contenidos se basan en un conocimiento técnico o científico para el cual es necesario prepararse y estudiar. De esta manera, las jóvenes con aspiraciones autorales y profesionales vieron en los libros de literatura pedagógica una verdadera oportunidad literaria en ese incipiente mercado de bienes culturales que, como ha analizado Alejandra Laera (2014), se caracterizó por la alternancia de prácticas de consumo cultural modernas con otros modos de financiamiento y distribución tradicionales.[V]

Sin embargo, a la sombra de este discurso promotor de una “apropiada” profesionalización literaria femenina afloraron, tanto las prevenciones y críticas sobre estos nuevos roles, como las voces de las propias escritoras que no querían verse sujetas necesariamente a ese discurso ejemplificador. Y estas tensiones encontraron en aquel mundo de las nacidas para amar un canal desde donde contar, ya no el deber ser femenino de la época, sino sus fisuras y pliegues, por lo general enfocados en el deseo y la sexualidad. Aquello que Gálvez cifra en la ficción como un peligro –esos cuerpos deseantes que se mueven con independencia por la ciudad sobre los que advierte sin poder desviar la mirada ni la escritura–, se traduciría en el plano de las prácticas en un código compartido entre las poetas jóvenes como Storni y su público, gracias a la construcción de un sujeto lírico que asumía abiertamente esa dimensión disruptiva de “lo femenino”.

En este sentido, es notable cómo, en el doblez de la ficción de Gálvez, se pueden recortar dos itinerarios posibles para las maestras de provincia que, más que leer sobre esas vidas de novela, quieren escribirlas. Las biografías de Carlota Garrido de la Peña y Alfonsina Storni funcionan como los opuestos complementarios de dos carreras literarias que, a pesar de compartir un punto de partida –la Escuela Normal Mixta de maestros rurales de Coronda–, se bifurcan en caminos contrapuestos ante el escenario modernizador de la Argentina del poscentenario. Maestras ambas, con inquietudes literarias e hijos a cargo, encarnaron en contrapunto las vías posibles para las mujeres de provincia que querían convertirse en escritoras: quedarse o huir, cumplir o romper. Y, también, sus consecuencias: el fracaso o el triunfo.

Corazones argentinos

Un año antes de publicarse La maestra normal, en 1913, Carlota Garrido de la Peña, editó su primer libro, Corazón argentino, una adaptación del clásico de Edmundo D’Amicis        que se convirtió en un éxito editorial tras ser incorporado como material de lectura en numerosas escuelas provinciales. En el origen de la idea, la escritora se habría hecho eco, según sugiere Fernando Degiovanni (2007), de las recomendaciones impulsadas por el Segundo Congreso de Bibliotecas Argentinas, que buscaban estimular la redacción de un libro “pedagógicamente tan bueno como el Cuore de D’Amicis y tan argentino que cultivase en los niños la emoción de las cosas nacionales y les habituase a la lectura de autores del país” (190). Así, Garrido de la Peña retomó el punto de vista infantil propuesto por D’Amicis y la escena construida en torno a la cotidianidad de la vida en el aula durante el año escolar, y reelaboró estos elementos en función del contexto argentino. Corazón pasa a ser Corazón argentino, y este agregado del gentilicio sintetiza de manera eficaz la habilidad de la escritora para exhibir sus vínculos con el clásico italiano y al mismo tiempo reinventarlo. Mientras respeta la estructura general propuesta por D’Amicis (la organización en forma de calendario y el punto de vista infantil, por ejemplo), Garrido de la Peña incorpora, ante todo, episodios y figuras del pasado argentino que sin duda apuntan a “nacionalizar” la versión original.   

Se podría afirmar incluso que la clave del éxito de este debut literario fue la capacidad de Garrido de la Peña de interpretar la coyuntura de su tiempo y lograr que el libro funcionara como una caja de resonancia en clave escolar de las ideas que habían ganado fuerza en el contexto del Centenario. Apalancado por el clima nacionalista en ciernes, el libro condensa un ideario político que excede los límites del aula y opera como un currículo oculto (Jackson 1968) a partir del cual se trasmiten principios cristianos, republicanos y liberales. Y este ideario sintonizaba a la perfección con un sector de la dirigencia política en avanzada durante esos años como de los “reformistas liberales” (Zimmerman 1995), que promovía la solidaridad entre clases, la meritocracia, el republicanismo y la defensa del orden para dar cauce a los reclamos sociales, políticos y laborales en eclosión durante esas primeras décadas del siglo XX.[VI]   

Pero, si las operaciones de apropiación del clásico italiano y los valores postulados hicieron de Corazón argentino un éxito editorial que alcanzó seis ediciones, sus comienzos no fueron tan alentadores, como destaca la propia autora. En Mis recuerdos Garrido de la Peña (1935) detalla haber financiado la primera edición del libro, a cargo de la firma valenciana Prometeo, de los hermanos Sempere, invirtiendo todos sus ahorros, y, en este punto, destaca la incertidumbre que esta apuesta le provocara:

 

Recuerdo todavía la emoción sentida al abrir el primero y mirar la obra prolijamente impresa e ilustrada.

Los editores, señores Sempere, acompañaban la remesa con una carta cálida de enhorabuena.

Varias noches de sueño no besaron mis párpados.

Había jugado a una carta todo un año de mis sueldos de maestra, y era natural mi intranquilidad, mejor dicho, mis dudas a propósito del éxito comercial del libro, no de su ideología.

¿Qué iba a hacer yo con toda esa mercadería espiritual, aprisionada en un pueblo de campo, ajena al negocio de libros, sin dinero para pagar la propaganda, ni agencia intermediaria para darlo a conocer y difundir?

[...]

Me puse a la tarea: solo una ayuda tenía, y una voz entonadora: la de mi madre; ese corazón henchido de fortaleza cuando se trataba de comunicar alientos a sus hijas y nietos. ¡Sea ella bendita!

Era la animosa viejita la que empaquetaba y pegaba etiquetas a cada paquete de libros. Yo entre tanto escribía cartas... a las estrellas, ofreciéndolo. (36-37)

El fragmento describe como pocos las dificultades enfrentadas por una mujer sola, que vivía de su trabajo y lejos de centros culturales como Rosario o Buenos Aires a la hora de encarar un proyecto autoral, y muestra qué implica ser una autora en la Argentina de principios del siglo XX cuando no se tienen linaje ni fortuna. En este contexto de formación del mercado de bienes culturales, publicar ya no es suficiente, hay que tener “éxito comercial”, llegar al público con la propia “mercadería espiritual”, conocer “el negocio”, tener fondos para financiar avisos y contratar agentes que puedan distribuir y hacer circular la obra. En síntesis, saber moverse y conocer los mecanismos internos de esa incipiente industria editorial que ve en el libro una mercancía y un negocio y de la que Garrido de la Peña dice haberse sentido completamente “ajena”, estando sola, viuda, con varios hijos a cargo y “aprisionada en un pueblo de campo”.[VII]

La sensación de desconcierto, sin embargo, no dura mucho. El escenario doméstico se transforma rápidamente, en su recuerdo, en una empresa familiar donde se gestionan éxitos editoriales a pura prepotencia de trabajo, y hasta la madre anciana se integra al engranaje pegando estampillas de correo. Esta atención dedicada a los tejes y manejes del mercado, lejos de ser una casualidad o un dato de color, delinea una impronta que identifica la autoría con la profesionalización y la construcción de una obra literaria, tomando distancia de esa zona de confort recortada para las mujeres letradas alrededor del magisterio. Porque, según descubrimos con el avance de las páginas de Mis recuerdos, el verdadero deseo de Garrido de la Peña es ser, más que una escritora, una novelista. O, mejor dicho, se podría pensar que, para ella, ser una escritora profesional implica ser novelista y, en contraste con aquel primer libro convertido en un best-seller escolar, este camino autoral se revelará mucho más arduo.

Una vez más, las distancias (geográficas y simbólicas) que imponen el pueblo de provincia y la vida familiar aparecen como los grandes obstáculos que frenan su vocación, según la propia autora destaca, al comentar su rutina luego de publicar Corazón argentino: “me hallaba sobre el sendero de los que día a día doblegan sus deseos a la tiranía de las circunstancias que los rodean sin poderlas vencer” (1935: 47). Recién cuando sus hijos dejen el hogar materno para trabajar en otras ciudades y su economía esté asegurada por su sueldo de maestra, Garrido de la Peña recupera, para ella y para su escritura, su propia casa y su propio tiempo. Escribe en “tres tardes consecutivas” Mar sin riberas (51), una novela corta sentimental, la remite a un concurso literario organizado por el diario El País y gana. A partir de este debut prometedor, decide perseguir esa ambicionada hazaña que había ido tomando forma a partir de las experiencias de otras escritoras y, más importante aún, del éxito de Stella, la popular novela de Emma de la Barra publicada en 1905: la posibilidad de convertirse en una novelista profesional.[VIII]

Como ya había demostrado con la experiencia de reescritura de Corazón, Garrido de la Peña exhibirá también en este caso una mirada atenta a las tendencias culturales de la época y, especialmente, a cómo debía posicionarse una mujer en sus circunstancias frente a estas. Crítica de “la tinta azul del romanticismo más exagerado” por su “solapada hipocresía de ocultar el lado feo de las pasiones humanas” (50) –estilo que identifica con una figura prestigiosa como la de Juana Manuela Gorriti–, la autora se pronuncia realista, aunque esta autodefinición no estaría exenta de reparos. Tanto sus ambiciones literarias como la corriente estética que, según interpreta, es la más adecuada para interpelar a lxs lectorxs de su tiempo serán cuidadosamente delimitadas a un segmento específico del público –el femenino–, afectando también el contenido de sus novelas. Este gesto de autocensura es además explicitado y justificado del siguiente modo:

 

Ya sabía que perseverando y depurando los defectos de que adolecía, podía llegar a ser una novelista aceptada por un sector distinguido del público femenino, sintiéndome con vigor mental para ensayar la única novela que hacía éxito de librería: la que, pongo por caso, en amor no rehúye las situaciones escabrosas para dar un desmentido rotundo a la virtud de las mujeres y al honor de los hombres.

Por mi condición de señora, por mis convicciones de mujer cristiana, no quise quitar fondo señoril a mi diálogo, ni deseaba en mis jardines “las flores del mal” de la escuela sensualista. (52)

Garrido de la Peña no solo se muestra interesada en responder a lo que prefieren las lectoras, sino que asegura saber qué “vende” sin expresar ningún tipo de pudor a la hora de pensar esa dimensión en su escritura, a diferencia de las prevenciones que habían mostrado antecesoras como Gorriti y Eduarda Mansilla frente a la profesionalización,[IX] y se lanza a la conquista de ese imperio de los sentimientos en ciernes que, como ha analizado Beatriz Sarlo (1985), eclosionó después del Centenario de la mano de la literatura folletinesca, la venta en quioscos y el consumo femenino. Sin embargo, esta franqueza no la libera de las limitaciones externas e internas que debe atender, al contrario: para obtener el título de novelista respetable también debe ser una “señora católica” y este posicionamiento determinará qué escribir y cómo.

Temerosa de ser asociada con la “escuela sensualista” y, pese a su defensa de autores que habían sido acusados de inmorales como Émile Zola y a la inclusión en sus novelas de escenas que “no rehúyen de situaciones escabrosas”, Garrido de la Peña incursiona finalmente en la veta más melodramática y moralista del género. Un breve recorrido por sus novelas evidencia esta decisión: todas ellas son historias de amor con personajes antitéticos atravesados por la pasión y protagonistas de finales trágicos, donde la denuncia social del realismo y la crudeza narrativa del naturalismo están ausentes. Y aunque el sentimentalismo es un ingrediente central en otros novelistas del período que se autodefinen realistas (como el propio Gálvez), en el caso de Garrido de la Peña los elementos melodramáticos barren cualquier dimensión en este sentido, al punto de que libros como El milagro del castillo (1942) proponen directamente escenarios alejados en tiempo y espacio de la realidad social. Los fantasmas en torno a la autoría femenina asoman nuevamente y la carrera de novelista de Garrido de la Peña nunca termina de despuntar, pese a lo prolífico de su producción e, incluso, a conseguir su propia “Biblioteca Selecta de la Mujer. Serie azul”, financiada por la editorial La Cervantina y creada para reeditar seis de sus novelas en el marco de un proyecto que se promueve con el lema “moralidad, emoción y amenidad”.

En efecto, la sensación que transmiten sus memorias en relación con su carrera de novelista es de frustración, ya que, según señala, sus libros "hoy duermen el sueño del olvido" (1935: 53). Reacia a admitir un problema de orden estético en sus obras (escribir novelas anticuadas o simplemente malas), Garrido de la Peña adjudica este “fracaso” a un problema de coyuntura, ya que en la Argentina de su tiempo, sostiene, “los libros firmados por mujeres, con excepción de los de carácter didáctico (ciencia y literatura escolar), no van más allá de una primera edición, por lo que la escritora profesional que viva holgadamente de su pluma no existe en la Argentina” (53). Si bien el comentario debe ser enmarcado en un contexto más amplio, en el que la profesionalización literaria aparecía por lo general asociada a la escasez y a la queja,[X] me interesa ir más allá de una alusión que puede ser entendida como parte de un “clima de época”, para detenerme en la jerarquización de los géneros literarios que la opinión de Garrido de la Peña presupone. Porque, sin explicitarlo, la cita avala la supuesta “inferioridad” de la literatura didáctica en el campo cultural y sus lógicas consagratorias, relegando por lo tanto a las mujeres que, como ella, habían sido reconocidas por este tipo de obras a un lugar subalterno y tranquilizador, el cual irá perdido prestigio intelectual con su progresiva expansión y feminización.[XI]

Si ser una autora en la Argentina de principios de siglo XX implica publicar varias obras y reeditarlas, tener un público definido y firmar contratos editoriales con adelantos, Garrido de la Peña conseguirá todos estos hitos, pero gracias a una obra considerada “menor” por su carácter pedagógico. Cuando intenta hacer pie en otras zonas literarias más prestigiosas como la novela, estos criterios de legitimación empiezan a mostrar fisuras y dobleces, ya que sus logros cuantitativos (como escribir varios libros, al punto de tener su propia colección) no implicarán necesariamente el reconocimiento de sus pares, quienes sí habían aplaudido Corazón argentino, y mucho menos la ambicionada profesionalización. En este punto, su trayectoria no deja de exhibir una ironía (y una de las tantas inflexiones del techo de cristal en el campo literario local): mientras que la diversificación y masificación del público permite a estas mujeres educadas por el Estado nacional con ambiciones literarias acceder más fácilmente a la publicación, –y, en especial, a determinados géneros como la literatura pedagógica y la novela sentimental–, este mismo proceso de “generización volverá a marginarlas de los mecanismos de consagración y de la “Literatura” con mayúscula.

Soltar el sentimiento

Sin embargo, habrá otro camino posible para aquellas mujeres jóvenes formadas en los magisterios públicos con ambiciones literarias. En 1920 Alfonsina Storni publica en su columna de La Nación el artículo “La mujer como novelista”, donde resalta “la multiplicación extraordinaria” de esta figura y vincula este cambio con la mayor participación pública de las mujeres en el mundo de posguerra, ya que “para escribir con alguna propiedad, hacía falta a la mujer abandonar, siquiera en parte, las tareas del hogar y asomarse a la vida” (2016: 76). En palabras de Virginia Woolf, hacía falta matar al ángel del hogar. Explica Storni:

 

Si la mujer, pongo por caso, educada en un ambiente familiar, limitado, honesto, en una palabra, quisiera escribir una novela, sus personajes no podrían ofrecer otro matiz y otro interés que el de su vida limitada; no podría, lógicamente, entrar a tratar fenómenos psicológicos que desconoce, y resolvería cuanto problema planteara su novela con las vulgares y comunes normas por las que su vida se rige.

Ahora bien: este criterio puede producir obras sanas, gentiles, delicadas, espirituales, poéticas, morales, bien escritas, etc.; pero carecerán siempre del gran rasgo que se advierte, justamente, por el atrevimiento con que el alma realmente profunda se sumerge en la vida para sacar a la luz sus verdades más tremendas y más ásperas. […]

Lo que se lee, lo que se observa no basta: nada se entiende tanto como lo que pasa a través del propio sentimiento; pero soltar el sentimiento, entregarlo a todos los impulsos, subir y bajar con la vida, avanzar y recular con ella, ascender hasta lo sublime y caer en la infamia es romper con los moldes morales que embellecen a la mujer. (77-78)

 

La argumentación entabla un dialogo indirecto (e imposible, ya que Mis recuerdos se publica décadas después) con las quejas de Garrido de la Peña ante la “falta de clima” para la literatura de mujeres en la Argentina del poscentenario, al mismo tiempo que bosqueja un identikit perfecto de la impronta novelística de su colega, quien siente, según ella misma cuenta, que no puede darse el lujo de exceder los límites impuestos a su condición de “señora católica”. Como el ying y el yang, ambas escritoras encarnan, como dijimos, dos itinerarios posibles para la maestra de provincia con ambiciones literarias: si Garrido de la Peña se queda en Coronda ejerciendo su profesión para mantenerse en la viudez y, desde ahí, con ayuda de su madre y eventualmente crecidos sus hijos, intenta profesionalizarse como una novelista correcta y moral a pura pulsión de envíos a concursos y cartas a colegas, Storni rechaza esa opción cuando se queda embarazada siendo soltera y decide abandonar a su amante y huir del pueblo, del qué dirán, y, también, de su destino de maestra rural.

Llegada a Buenos Aires poco antes de que se publicara La maestra normal, la vida de Alfonsina Storni es una de las de aquellas nacidas para amar, pero con muy distintas consecuencias. A diferencia de la novela de Gálvez, en la que viajar a Buenos Aires, en el caso de las mujeres, implica “perderse para siempre” (como se muestra a través de Amelia, la amiga de la juventud que huye del hogar, tiene varios amantes, se dedica a “la vida” y sugiere a Raselda la idea de abortar), esta nueva vida porteña significa para Storni, no solo alejarse de las habladurías, sino también, y más importante aún, darle un verdadero impulso a su carrera literaria. Es en la ciudad donde Storni encuentra un público, sobre todo, femenino, urbano y joven que la admira y compra sus libros, así como un grupo de pares que, pese al paternalismo y la desconfianza con que la miran –según han reconstruido en detalle Alicia Salomone (2006) y Tania Diz (2000; 2006)–, la incluyen en sus reuniones y la promuevan en revistas como Nosotros.

Esta ambigüedad ante la impronta rebelde de Storni se presenta con particular intensidad en el caso de Gálvez, quien al mismo tiempo que advierte sobre los peligros que la modernidad y la profesionalización femenina implican para la moral de “las jovencitas”, edita en la Cooperativa Editorial de Buenos Aires El dulce daño (1918), Irremediablemente (1919) y Languidez (1920), es amigo de la poeta y la respalda y conecta con sus círculos literarios. Una vez más Gálvez tensiona su discurso moral y sus prácticas literarias y editoriales, porque, como sugiere el escándalo que suscita La maestra normal, será precisamente el tono sentimental de esos primeros libros de Storni lo que los convierten en algunos de los títulos más populares de la editorial dirigida por él. Es más, son estas primeras obras las que le ofrecen a Storni una vía de consagración a partir de la cual alcanza cierta estabilidad económica alternando trabajos de enseñanza (en 1921 se crea para ella una cátedra especial de declamación en el teatro Lavardén y en 1923, en la escuela Normal de Lenguas Vivas) con la escritura asalariada (en 1919 empieza a escribir sus columnas para La Nota y en 1920 para La Nación).[XII]

Ante este panorama, el protagonismo de los poemas de amor en los magazines de la época como Caras y Caretas, Mundo Argentino o El Hogar adquiere otra dimensión, ya que si este imaginario logra interpelar a las lectoras de estas revistas gracias a la popularidad de ciertos lugares cristalizados del modernismo (la agonía, la languidez, la sensualidad, por ejemplo), al mismo tiempo da cuenta de una nueva subjetividad femenina y moderna. Un yo poético que, en el caso de Storni, ya no solo se enfoca en lo sentimental, sino también lo erótico (Sarlo 2007: 79), y que conecta desde ese tono con el perfil irónico que la escritora despliega en sus crónicas periodísticas, como han analizado Tania Diz (2006) y Mariela Méndez (2017). En esos primeros libros, el yo poético que construye Storni es el de la nacida para amar y el de la loba que se ríe del rebaño. Es el de la oveja descarriada que llama al amante –“No tardes esta noche que estoy sola” dice en “Nocturno” (1999: 124)–, y que al mismo tiempo puede afirmar “yo seré a tu lado silencio, silencio, / perfume, perfume, no sabré pensar, / no tendré palabras, no tendré deseos, / sólo sabré amar” (175), como impugnarlo y reírse de él una vez pasado el amor: “Ábreme la jaula que quiero escapar; / hombre pequeñito, te amé media hora, / no me pidas más” (189). De este modo, el “doble encierro” que, siguiendo el análisis de Alicia Salomone (2006), supone la estructura estereotipada del poema de amor para las poetas –el temático, pautado por lo amoroso y la efusión confesional, y el retórico, centrado en las imágenes emblemáticas de la doncella lánguida y el varón amado y cruel– se ve sistemáticamente tensionado por “irrupciones más o menos ruidosas de resistencia” (137), que critican las convenciones de la época, los destinos de las mujeres y consolidan un yo poético que se planta frente al mundo en términos de diferencia.   

Es en los pliegues de ese “doble encierro” donde se puede leer, como señala Muschietti (1999), “la ironía y la parodia del estereotipo” (16) y, también, donde emergen el cuerpo y el deseo sexual, aquello que tanto preocupaba a Gálvez al punto de vedar a las jóvenes la lectura de sus propias novelas. La retórica cristalizada tardomodernista opera en este punto de un modo disruptivo en su mostración erótica, sobre todo, debido a la clave autobiográfica en la que Storni es (y procura ser) leída. “Hice el libro así: / gimiendo, llorando, soñando, ay de mí” (1999: 109), dice el yo poético de “Así”, al comienzo de El dulce daño, en un gesto autobiográfico que la propia autora reforzaría nuevamente en los prólogos de Irremediablemente y de Languidez.

Pero más importante aún es el hecho de que ese lugar de enunciación atravesado por la pulsión de escribir la intimidad a partir de una subjetividad enfocada en el deseo, el cuerpo y la impugnación a quien no la ama y a quienes no la comprenden, es desde donde Storni conecta con el público femenino de la época. Un público masivo, además, dado que cumple con una de las premisas fundamentales que Richard Hoggart señala para este segmento cultural: a diferencia de la cultura popular (asociada a una clase en particular o a una identidad nacional), lo masivo puede interpelar a múltiples clases o sectores sociales, agrupados por otros criterios, como la edad o el género. Y a Storni, según cuenta sus propios colegas, la admiran desde las lavanderas para quienes recita en las reuniones del Partido Socialista (Nalé Roxlo 1964: 75) hasta las “niñas bien” de Recoleta (Gálvez 2002: 358).          

Es decir, Storni construye a partir del sentimentalismo una voz poética que, además de tener la capacidad de emocionar a su público (como las canciones de Raselda), recurre a la retórica tardomodernista para reivindicar su deseo, su sexualidad y una diferencia que, paradójicamente, interpela a los más diversos segmentos del público femenino. Más allá de que sus colegas hombres muestren reparos ante esta impronta erótico-sentimental –Luis María Jordán señala, por ejemplo, que La inquietud del rosal es un libro “para hombres que hayan mordido la vida” y no para las “jeunes filles” (cfr. Salomone, 2006: 56)– y la popularidad que alcanza, al evocar con sorna a “las incontables recitadoras de cuyo nombre nadie quiere acordarse” que hicieron de “Tú me quieres blanca” su “caballito de batalla” (Nalé Roxlo 1964: 77), lo cierto es que esa combinatoria produjo algo nuevo y poderoso. Porque, lejos dejarse recluir por el “doble encierro” que en ese tiempo implicaba el poema de amor, Storni aprovechó un repertorio popular como el de las nacidas para amar para desplegar un yo poético que encarnaba una nueva moral sexual. Y, en “eso nuevo” que detectó, encontró también a un público femenino, joven, urbano y masivo, esas lectoras para quienes, según Gálvez, nada de eso estaba destinado y sin embargo todo lo consumían.

Es así como, en este período inicial de la poesía de Storni, se entrecruzan dos rasgos aparentemente antitéticos que sin embargo confluyen: lo rebelde y lo cursi. Este último aspecto, a menudo asociado con la poesía de “sus años de formación” (Sarlo, 2007: 79), es identificado por lo general con su retórica repetitiva y sus finales de gran efecto, y sin duda constituye una lectura todavía extendida de Storni, al menos para una parte de su obra. Pero, más que discutir la categoría, me interesa lo que esta dice del potencial de estos primeros libros, ya que, como analiza Graciela Montaldo (2016), “el mal gusto” es uno de los tantos mecanismos que encontró la alta cultura para recortar y administrar los múltiples y variados efectos que produce la expansión del consumo y el desarrollo del mercado de bienes culturales en la Argentina de la época.[XIII] En este sentido, la popularidad “cursi” de Storni y como el erotismo que despliega en sus poemas se combinan en un cóctel explosivo que perturba la moral sexual de la época, al mismo tiempo que da cuenta de una nueva, emergente. Y es ahí, en ese punto de convergencia, donde la escritora exhibe una de las facetas más atractivas para pensar no solo su impronta autoral, sino ese nuevo público femenino masivo e inestable. 

El itinerario trazado por Storni, de maestra de provincia trasgresora a poeta reconocida, se podría pensar, además, en relación con otras figuras de la época como Salvadora Medina Onrubia, también maestra, también madre soltera y también poeta cuando recién llega a Buenos Aires. Su historia establece otro diálogo imaginario con La maestra rural y otro contra modelo al destino trágico de Raselda: nacido su primer hijo en 1912, Medina Onrubia decide no casarse con el padre, y deja Gualeguay un año después para instalarse en la capital con el proyecto de ser periodista. “Ansié gloria, luz y ruido, / y volé a la ciudad… y como todas / llegué a la luz y me quemé las alas” (1921: 91), dice en La rueca milagrosa, libro de poemas, de indudable inspiración modernista, publicado poco después de la seguidilla de éxitos de Storni.[XIV] Más allá de que la carrera de Medina Onrubia se enfocara finalmente en el teatro y el periodismo y, a diferencia de Storni, prácticamente no ejerciera su profesión de maestra, no deja de ser significativa la coincidencia de ambos recorridos. Y, sobre todo, la decisión de hacer de la poesía un espacio confesional donde un yo poético nucleado en el deseo y la sexualidad se desborda sistemáticamente en la experiencia sensorial de la vida. “El mundo late” escribe Storni en “Vida”, y esa experiencia de mundo que le permite “soltar el sentimiento” se percibe desde el cuerpo: “Mis nervios están locos, en las venas / la sangre hierve, líquido de fuego” (1999: 45).

“Hay en mí la conciencia de que yo pertenezco / al caos, y soy solo una forma material”, dice la voz poética de “Mi yo” en una de las tantas referencias que se acumulan en los poemas de Storni sobre un cuerpo que se ve atravesado por el afuera, por la experiencia (1999: 78). Esa corporalidad está velada por repertorio tardomodernista, con sus metáforas florales y su permanente alusión al alma, pero está y está en el centro de la reivindicación de la experiencia para acceder al mundo de la literatura. “Lo que se lee, lo que se observa no basta: nada se entiende tanto como lo que pasa a través del propio sentimiento”, afirma la propia autora, recordemos, en “La mujer como novelista”. Esta apuesta por una poesía centrada en la experiencia, la intimidad y la corporalidad será central porque, no solo es desde donde Storni conecta un público femenino emergente, sino también el punto de inicio de una genealogía de poetas argentinas fundada, como señala Muschetti (1999), “en el espacio intenso del deseo” (30) y que se extiende hasta Alejandra Pizarnik y escritoras de los ochenta como Susana Thénon y Diana Bellessi.

A contrapelo de lo que propone La maestra normal y de las apuestas literarias que ensaya Garrido de la Peña, el itinerario de Storni sigue al pie de la letra aquella premisa en la que tanto ella como Gálvez coinciden a medias: para poder escribir literatura hay que vivir y, para vivir, es necesario romper con los moldes morales.[XV] Es en el reverso de su huida del pueblo de provincia que Storni, más que perderse, se encuentra. Y se encuentra porque gran parte de esa llegada en fuga a la ciudad implica contactarse con colegas que tienen una mirada más desprejuiciada de su situación, pero, sobre todo, con lectoras jóvenes que viven, trabajan y sienten como ella. En esa Buenos Aires con ímpetu modernizador de las primeras décadas del siglo XX asoman por todos lados mujeres solas, que, lejos de esconderse o recluirse, intervienen en el espacio público, se asocian, reclaman y, también, consumen y se divierten. A ellas les escribe Storni, con ellas se conecta.  

 Frente al panorama trazado a lo largo de este trabajo, es interesante volver a aquella queja que planteara Carlota Garrido de la Peña en sus memorias sobre la “falta de clima” para una literatura escrita por mujeres en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX. Porque analizar los itinerarios autorales de la propia Garrido de la Peña y de Storni en contrapunto revela que, más que “falta de clima” lo que sucede en esos años es que cambian los parámetros estéticos y morales: escribir literatura para las mujeres ya no implicará negociar con los discursos maternalista a partir de figura mediadoras como la de la maestra, sino “soltar el sentimiento”, y el género privilegiado para explayar estos deseos no será la novela, sino la poesía. No es que no haya clima para la literatura de mujeres en la Argentina del poscentenario, sino que no hay clima para una literatura de “obras sanas, gentiles, delicadas, espirituales” (Garrido de la Peña, 1935: s/p) que Garrido de la Peña había publicado con ahínco en su intento de profesionalización. Por el contrario, serán los poemas de Storni de esos primeros libros, como La inquietud del rosal, El dulce daño, Irremediablemente y Languidez, los que agoten ediciones sucesivas y circulen de boca en boca gracias a la popularidad de los recitales de poesía y la participación de aquellas jóvenes que encuentran en los tonos eróticos-sentimentales y los finales de alto impacto de Storni su repertorio preferido. Más allá de las prevenciones morales que Gálvez cifra en la ficción, más allá de las apuestas literarias más tradicionales que exhiben perfiles como el de Garrido, la impronta rebelde y popular de Storni se impone en el público femenino de la época e irradia tonos, estilos, motivos hacia el futuro. En suma, lo que ha cambiado en ese escenario modernizador de la Argentina del poscentenario es el modelo de escritora y, con él, sus genealogías.

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[I] En el prólogo a las obras completas de Alfonsina Storni, Muschetti destaca el protagonismo de la poesía en la configuración de este sujeto lírico y la masividad que alcanzó a través de un soporte periodístico nuevo como el magazine: "Cualquiera que se acerque a hojear Caras y Caretas, Mundo Argentino, Atlántida o El Hogar en los escasos ejemplares que guardan nuestras bibliotecas descubrirá ese sorprendente lugar que ocupaba la poesía entonces junto a los adelantos de la última moda en París y los consejos domésticos de cómo llevar adelante 'el hogar'. Los poemas allí publicados, pertenecen siempre al mismo género literario: el poema de amor, y funcionaban del mismo modo que los relatos por entregas en la revista Para ti. Era un hecho inevitable si estos textos debían reflejar y doblegarse al estereotipo de lectora que estaba esperándolos y que ellos mismos ayudaban a forjar: el modelo de las nacidas para amar" (1999: 12). 

[II] Dora Barrancos (2002; 2007), Mirta Lobato (2007) y Graciela Queirolo (2018) han caracterizado este período como un momento de activismo político y asociacionismo femenino, así como una coyuntura de modernización e incipiente industrialización donde aparecen nuevas posibilidades laborales para las mujeres de los sectores populares y de clase media.

[III] Las políticas normalistas desarrolladas por el Estado argentino desde las últimas décadas del siglo XIX y su vinculación con el acceso de las mujeres a la profesión docente han sido extensamente analizadas desde el campo de la historia de la educación y los estudios de género. Para un estudio más amplio de esta temática, me remito, entre otros, a los trabajos de Silvia Yannoulas (1996), Lucía Lionetti (2001), María José Billorou (2015), Adrián Cammarota (2020) y, especialmente al dossier del Anuario de la Historia de la Educación (2016) coordinado Paula Caldo y Marcela Vignoli. Véase también Intelectuales de la educación y el Estado: maestros, médicos y arquitectos, tomo colectivo compilado por Flavia Fiorucci y Laura Graciela Rodríguez (2018).

[IV] José Amícola (2003) define el término “generización” como: “el proceso por el que el imaginario social en las diferentes culturas ha venido percibiendo un género sexuado en cada uno de los objetos del mundo, pero, al mismo tiempo, acordando al varón y a la mujer características supuestamente inmutables” (13).  

[V] El crecimiento de este nicho fue tal que incluyó no solo a escritoras menos conocidas, como Amelia Palma, Elia M. Martínez y la propia Garrido de la Peña, sino también a varias autoras que ganaron prestigio literario de la mano de la poesía o la ficción e incursionaron ocasionalmente en este terreno durante esos años, como Delfina Bunge, Emma de la Barra y la propia Storni, entre otras. Para un acercamiento a la escritura de manuales y libros escolares, ver: Alloatti (2007) y Mosso (2019).  

[VI] El libro trabaja, como en el caso de Cuore, sobre ciertos valores (la bondad, la libertad, la igualdad, el respeto por la autoridad) en una clave miserabilista, bastante común en los textos didácticos de la época, pero que en este caso adquiere una dimensión fundamental en su vínculo con el ejercicio de la ciudadanía. Sobre todo, si tiene en cuenta la coyuntura política y la escalada de la conflictividad social en esos años, como se observa en el siguiente fragmento: “Los que son malos ciudadanos son aquellos que impulsan a la revolución y al desorden: los que cometen depredaciones públicas y privadas, los que no andan por el camino de la honradez ni transitan por el sendero del orden, los que pasan la vida en la pereza y en el ocio y no realizan la tarea que les corresponde como ciudadanos de una nación trabajadora” (1919: 247-248). Para un análisis de Garrido de la Peña en otra línea, ver: Maristany (2019).

[VII] Es importante destacar que, pese a esta descripción de aislamiento y desconcierto, Garrido de la Peña ya había desarrollado para esa altura una destacada trayectoria en la prensa, a partir de sus periódicos –El Pensamiento (1895) y La Revista Argentina (1902-1905)– y colaboraciones en diversos medios. Fue también en la prensa donde mostró un perfil más polemista que moderaría en sus libros escolares y novelas, como se observa, por ejemplo, en el artículo “La Literata”, donde discute las teorías cientificistas, muy en boga durante el período: “Dejemos á Lombroso y á Darwin que piensen como quieran del cerebro de las mujeres pues ya se sabe que hay en el hombre deliberado partidismo á favor de su sexo, cuando niegan en esta época de luz que las mujeres sirvan para otra cosa que para hacer retoñar á la humanidad, y para adorno muy galano de la sociedad ultra chic como ahora se dice” (1901: 115).  

[VIII] Más allá de que varias escritoras (Manso, Gorriti, Mansilla, entre otras) habían incursionado ocasionalmente en el género desde mediados del siglo XIX, Stella agitó el campo literario del 900 por sus niveles de venta y el modo en que circuló en la prensa en diálogo con otros objetos de consumo (Batticuore 2007). De hecho, Emma de la Barra funciona en Mis recuerdos como un potencial modelo a seguir, cuya carrera se frustra, según Garrido de la Peña (1935), por los ataques de los críticos a su segunda novela, que su colega interpreta como temores machistas ante la aparición de "una nueva Corina" en referencia a la poeta griega (54).

[IX] Graciela Batticuore (2005) ha analizado en detalle los recorridos autorales de Mansilla y de Gorriti y cómo esta última, sobre todo, despliega diversos gestos que apuntan hacia la profesionalización, aunque no se percibiera de ese modo.

[X]  El caso paradigmático es Roberto Payró y sus diversas figuraciones del escritor profesional como un personaje asediado por el trabajo en el diario o la política que nunca puede dedicarse a la “verdadera” literatura (como se observa en El triunfo de los otros o en “Mujer de artista”). También es un tópico que circula en los textos de Gálvez y de Roberto Giusti. Para un panorama más amplio sobre esta cuestión, ver:  Altamirano y Sarlo (1983), Dalmaroni (2006) y Laera (2014).

[XI] Este proceso se observa de un modo tangible en revistas como El Hogar, a partir de artículos como los de Victorina Malharro (1919), quien señala, por ejemplo: “Cuando de mujeres intelectuales argentinas se habla, suele hacerse una mescolanza de las más divertidas si uno está de humor de risa; de las más tristes, si uno está de ánimo de meditar: [...] ahí entrarán en primer lugar, a toda mujer que haya publicado cualquier cosa que sea, en letras de molde y todas las directoras de establecimientos superiores de enseñanza y todas las médicas y, toda mujer que alguna vez haya hablado en público, así haya sido la inauguración de la farsa escolar, de alguna ‘Copa de leche’ o cualquier otra mentira o farolería de esas con que la escuela se desvía de su misión para no realizar ninguna otra. Ahora bien, en aquel sentido, yo me atrevería a decir que nuestro país ‘no’ tienen intelectualidad femenina y que me perdonen las pocas intelectuales que lo sean” (s/p).

[XII] He analizado más en detalle este en vínculo con Gálvez y la Cooperativa Editorial de Buenos Aires en “Poesía, publico y mercado: Alfonsina Storni en la Cooperativa Editorial de Buenos Aires” (2019).

[XIII] Señala Montaldo: “El gusto plebeyo, la vulgaridad, amenazaba a todos; fue uno de los males más temidos, por contagioso. Una sociedad que entraba en un proceso de democratización habría perdido sus árbitros ‘naturales’” (2016: 319).      

[XIV] Vanina Escales (2019), quien ha reconstruido en detalle la vida de Medina Onrubia, señala las similitudes en las biografías de estas escritoras y amigas. Para un acercamiento a la obra de Medina Onrubia, véanse también los trabajos de Lucía De Leone (especialmente su análisis de la producción temprana de la escritora).  

[XV] Uno de los grandes problemas que aquejan a Gálvez, según se observa en sus memorias, es la moral femenina, que todo lo complica y complejiza, ya que, al mismo tiempo que fue amigo de Storni y coincidió con ella en muchas de sus ideas sobre la literatura, Recuerdos de la vida literaria exhibe de un modo sistemático un doble estándar respecto de cómo los hombres y las mujeres debían intervenir en ese mundo. Hay temas que las mujeres –sobre todo, las jóvenes solteras– no debieran leer, y menos escribir, para mantener su probidad moral, a excepción, claro, de que se hayan quebrado esas reglas previamente, como el caso de Storni, quien, para cuando llega a Buenos Aires. Esa condición de “caída” es la que, como señala Vanina Escales, les permite a figuras como Medina Onrubia y Storni participar de los círculos literarios y periodísticos, de igual a igual y por fuera de las limitaciones que imponía la domesticidad, y “les dio la libertad de no tener nada que perder” (66).