Melissa Fernández Chagoya ⃰
Resumen
En los últimos años la mediatización de la
agenda feminista ha cobrado una fuerza insospechada y un tema efervescente y
afortunadamente no concluyente resulta ser el lugar que ocupan las personas
trans en los feminismos. Dicho de otra manera, parece que la pregunta (y
batalla) que se pretende responder (y ganar) es la siguiente: ¿a quién le
pertenece el feminismo? O bien ¿quién puede ser feminista?.
Este texto busca retomar las nociones que las feministas materialistas ofrecen
sobre `sexo´, se trata de responder por qué prefieren llamar al género
`diferencia sexual´ y, finalmente, retomar la discusión sobre la
materialización del sexo. Es un esfuerzo por dotar de entendimiento y nutrir
los debates que hoy en día se agotan en sí mismos, y en su propia retórica.
Palabras clave: feminismo materialista, diferencia sexual, sexo,
transexcluyente
Discriminatory feminism? Notes in relation to «sex»: A most necessary review of materialist feminism
Abstract
Mediatization of the feminist agenda has gained an unexpected strength in the past few years, and a fortunately effervescent issue in such a context is the place of trans people within feminisms. In other words, it seems both the question —and struggle— to be answered —and won— would be either: to whom does feminism belong? Or Who can be a feminist? This paper attempts to retake those notions that materialist feminists propose on the subject of «sex», and to answer why they prefer to talk about «sexual difference» over «gender», and, finally, to take up the discussion on the materialization of sex. This paper also constitutes an effort to provide an insight and aid nurture the debates that presently exhaust themselves and within their own rhetoric.
Keywords: materialist feminism, sexual difference, sex, transexclusive
A
manera de introducción: desde dónde se escribe y para qué
No son pocos los debates actuales sobre la
exclusión de las personas trans en los feminismos, incluso en singular: la
disputa sobre la cabida de lo trans en el feminismo. Me refiero a lo trans desde su prefijo lingúístico, a una transición: al hecho de ubicarse en un
lugar simbólico, físico y/o emocional, para desalojarlo y conducirse a otro;
remite, en este caso, a la posibilidad de habitar identidades transitorias no
fijas.
En palabras de Itziar Ziga:
“La desdramatización del género provocada por las insurgencias queer y por la
noción butleriana de la performatividad han
posibilitado más que nunca que las identidades sean estratégicas, no esenciales”
(Ziga, 2014: 84). Sin embargo, lo trans, no es una
problemática que deba ser abordada para su análisis desde, exclusivamente, la
teoría queer o el posestructuralismo, por el contrario, existen otros marcos
teóricos menos conocidos que pueden ofrecer planteamientos tanto o incluso más
complejos.
El discurso del feminismo transexcluyente
evoca una lectura a contrapelo de ciertos planteamientos del Feminismo Radical
anglosajón de los años 70 del Siglo XX. A contrapelo, recalco, porque en muchas
ocasiones esos planteamientos son tergiversados y sacados de contexto, lo que
ha abonado en buena medida a la creación y reproducción de discursos de odio
hacia una población en particular. En estos discursos pareciera que la
categoría mujer, o como las feministas materialistas denominan, la clase social mujeres mas adelante definida, es una identidad política y una
condición histórica a la que hay que aferrarnos, defendiéndola a capa y espada
porque es nuestra, porque es el único
marco de existencia y por alguna extrañísima razón se desea mantener.
Lo trans quizá hoy más que nunca viene a
desvelar la materialización del sexo y la retórica del género que ideológica y
discursivamente lo refuerza, revelando su politización y arbitrariedad,
demostrando, también, que el sexo nunca ha sido natural, y mucho menos
esencial. Sirva el análisis sobre lo trans para recurrir a las propuestas del
materialismo feminista, aquellas que hacen alusión a que el sexo y el género
operan como discursos, dogmas incluso, que históricamente han estratificado y
jerarquizado los cuerpos consolidando consigo clases sociales -de sexo generizado-.
En ese tenor, este texto busca retomar las
nociones que las feministas materialistas ofrecen sobre `sexo´, identificar por
qué prefieren llamar al género `diferencia sexual´ y, finalmente, citar la
discusión sobre la materialización del sexo. Lo anterior busca nutrir los
debates sobre el `sexo´ a propósito de `lo trans´ que hoy en día se agotan en
sí mismos y en su propia retórica. Con este objetivo, echo mano del Feminismo
Materialista Francófono ya que esta corriente de pensamiento hace alusión a una
serie de reflexiones y propuestas políticas que hallan su fundamento
epistemológico en el Materialismo Histórico, lo anterior resumidamente equivale
a decir que desde esta óptica la historia construye la materia, la suerte de
materialización es un contínuum histórico que en su afán de establecerse
dogmático recurre a la naturalización,
dicho de otro modo, a la politización de la “naturaleza”.
El materialismo feminista, pues, historizará lo que asumimos como “natural” bajo una
concepción materialista de la historia misma que asume que no es la esencia la
que determina la materia sino que una superestructura
representada por las relaciones económicas hacedoras de relaciones politicas y de modos de producción, produce -valga la
redundancia- las relaciones sociales entre los individuos. En este sentido, el
Feminismo Materialista da importancia a la suprestructura,
entendida en este texto como las rapports sociales de
sexo -que definiré más tarde- y a su forma de materialización en los
cuerpos; cuerpos que no nacen
`mujeres´ ni `hombres´ ni tampoco son determinados por su biología. Se trata,
por el contrario, de una estratificación entre clase social hombres y clase
social mujeres no exclusivamente determinada por sus característícias
biológicas. Pero, vamos por partes.
Las Feministas Materialistas Francófonas no son
todas ellas francesas, a lo largo del texto revisaremos algunos de sus
planteamientos y mencionaremos su lugar geográfico de enunciación; por el
momento cabe resaltar, por lo que respecta a la geneaología
de su pensamiento, las propuestas de las estadounidenses Donna Haraway, zoóloga y filósofa, y Gayle Rubin,
antropóloga, así como los aportes de la filósofa francesa Monique Wittig, ya que éstas resultan fundamentales para
adentrarnos en las reflexiones feministas materialistas.
Este trabajo se situa
desde el Feminismo Materialista del Sur Global y, como sabemos, el Sur Global
no es un término nuevo sino que fue acuñado en la
década de los años 60 a manera de sucesor de la nomenclatura “tercer mundo”. En
todo caso, seguimos siendo el 80% de la humanidad, nos llamen como nos llamen,
y es por ello que en esta ocasión me sitúo desde mi país, México, como
participante de ese Sur Global y al feminismo que se practica en esta latitud
una suerte de alianza latinoamericana no premeditada sin embargo hermanada, a
merced de las similitudes de condiciones en las que muchas mujeres vivimos y,
probablemente, también nos una el mundo que deseamos construir. Dicho de otro
modo, escribo desde los márgenes de occidente haciendo alusión a nuestra forma
de pensamiento geolocal y a los acontecimientos que
se sitúan en este lugar político de enunciación.
Diferencia
sexual y no `género´: el `sexo´ construye al género
La socióloga francesa Christine Delphy (1985) insiste en desvelar que las rapports sociales
de sexo se refieren a la estructura ideológica y
material que permite y promueve la opresión sexual
de las mujeres, como clase social, por parte de la clase social dominante
compuesta por los hombres, y se trata de un nivel de análisis
macrosocial; a diferencia de les relations sociales mismas que hacen referencia a las
relaciones sociales de género, es decir, a la interacción, a las relaciones interpersonales, y en un
nivel de análisis microsocial.
Prestar atención al análisis de las relaciones sociales de género,
como lo hacen los llamados “estudios de género”, es excluir precisamente lo que
el análisis de las rapports sociales de sexo evidencian,
es decir, la opresión estructural y sistemática de las mujeres por parte de los hombres.
Exploremos lo que Danièle Kergoat
apunta sobre lo anterior:
Las rapports sociales
de sexo y la división sexual del trabajo son dos términos indisolubles que forman epistemológicamente
un sistema; la división sexual del trabajo es la cuestión focal de las rapports
sociales de sexo (...) ese constructo social tiene una base material y no es
solamente ideología –en otros términos,
el cambio en las mentalidades no se hará jamás espontáneamente si se
mantiene la división sexual del trabajo concreto–,
podemos hacer una aproximación histórica
y de periodización; esas rapports
sociales de sexo reposan en primera y última
instancia en una relación jerárquica
entre los sexos; que de hecho es una relación de
poder, de dominación (Kergoat,
2000: 39-40)[I].
Algunos de los estudios de género, al obviar
las rapports sociales de sexo, en buena medida abonan
a la construcción de nuevos mecanismos discursivos
de la lógica de género, es decir, aquello que
exacerba lo deseable o autorizado de la masculinidad y de la feminidad y que
opera por medio de la tan citada “equidad de género”, la diversidad de las
masculinidades y feminidades y las diferentes formas de ser hombres y mujeres.
Desde este marco de análisis,
éste que busca las rapports sociales de sexo, no
existen masculinidades ni feminidades alternativas a la lógica de género hegemónica, que más adelante denominaré “razón de género”;
más bien, lo que existen son matices de la hegemonía en la forma de vivir la relación social de sexo:
“y no «entre los sexos», ya que si no fuera por las relaciones de poder que las
construyen, tales sexos no tendrían relevancia (no existirían socialmente, no «anteceden» las relaciones)” (Falquet,
2020:8).
Al respecto, la antropóloga
social Nicole Claude Mathieu (2005) habla de tres modos de conceptualización
de lo que conocemos como sistema sexo-género. El
modo uno se refiere a la identidad sexual basada en una consciencia
individualista del sexo. Desde esta apreciación el género traduce el sexo; el comportamiento sexual forma
parte de la definición de sexo. Dicha interpretación de acuerdo con la autora, es determinante
para la psicología y el psicoanálisis.
La feminidad es impuesta naturalmente a las mujeres y la masculinidad se asume
como aprendizaje para los hombres. De ahí que desde
esta noción en las relaciones homosexuales y lésbicas haya relaciones de poder activo-pasivo que son
“naturales” para poder ser pareja.
El modo dos se refiere a la identidad sexuada y
está basada en la consciencia de grupo; existe una correspondencia analógica entre sexo y género
donde el género simboliza el sexo (y viceversa).
Desde esta postura entendemos dos categorías
sociales del sexo: mujer y hombre, por lo que el género
es un modo de vida colectivo, una imposición de
comportamientos sociales con base en el sexo biológico.
Asumir la identidad sexuada implica una correspondencia analógica
de la elaboración cultural de la diferencia: el sexo
utilizado como símbolo del estatus de género que nos enfrenta con la anatomización
de lo político. Este modo de conceptualización se
puede encontrar también en el análisis que establece la propia Gayle Rubin en su conocido texto “Tráfico de mujeres: notas sobre
la economía política del sexo” (Rubin, 1986).
Por último, el modo
tres hace referencia a la identidad de sexo basada en la consciencia de clase.
Desde este modo existe una correspondencia sociológica
entre sexo y género por lo que el género construye al sexo. La heterogeneidad del sexo y del
género asume a éste último como identidad sexuada, es decir, la bipartición de las sociedades en dos grupos de sexo por lo
que la autora referirá que el género
construye al sexo, es decir, implica una politización
de la anatomía.
De esta forma, las sociedades ocupan la ideología de la definición biológica del sexo para construir jerarquías
de género, manipulan la realidad biológica
del sexo con el fin de obtener esta diferenciación
social y el uso de la categoría “género”
refuerza y legitima las diferencias sexualizadas. Desde esta lógica de género,
la diferencia es igual a oposición, dicho de otro
modo, el género naturaliza al sexo, lo que abona a que éste se asuma como innamovible a partir de una serie de elementos biologizados que encuentran su eternización a través del discurso, o en mi
palabras, a merced de `la razón´ de género.
Por lo anterior, es impreciso suponer que el
feminismo, y la consolidación de su sujeto político, deba estár
anclada en la biologización del sexo; es más concreto
dar cuenta de que esta bilogización perpetúa la eternización de la desigualdad entre
cuerpos políticamente sexuados; dicho sea de paso la sexualización no depende
de los genitales sino de la experiencia
minoritaria (Mathieu, 1985; 2005); experiencia que no se refiere a la
minoría en términos de cantidad, sino a la social, es decir, a la poca garantía
del ejercicio de derechos, al lugar de enunciación marginal y a la vulneración
de la vida. La experiencia minoritaria es lo que, en todo caso, nos conforma, a
las mujeres y a otras identidades históricamente vulnerabilizadas,
como una clase social apropiada y oprimida.
Clase
social y no desigualdad social: el sexo y la raza de los cuerpos estratificados
Entender que el sexo es la unidad mínima para
comprender la dialéctica de la razón de
género puede que descanse en dos conceptos imbricados bajo un esquema
económico en particular, tal como lo manifiesta Jules Falquet,
y que a su vez es una idea vastamente trabajada desde el pensamiento descolonial de María Lugones: “[en] la modernidad eurocentrada capitalista, todos/as somos racializados y
asignados a un género” (Lugones, 2008 :82).
La razón de género radica precisamente en el
contínuum de la naturalización de lo político-económico-capitalista, lo que
antes referí como “eternización”, en nuestra materialización del sexo enclasado y racializado desde el pensamiento
moderno-colonial:
(…) la clase (concepto aceptado, aunque a
menudo mal definido), el sexo (erróneamente
naturalizado, pero dado por sentado por la mayoría
de las personas) y la “raza” (tema tan sensible que a veces utilizaré comillas).
(…) El sistema capitalista sería aquel que produciría las clases sociales. El sistema patriarcal produciría definiciones arbitrarias de lo que
supuestamente son las mujeres y los hombres, y en consecuencia empujaría a las niñas y los niños hacía estos modelos a través de la socialización
“positiva” y de ser necesario, el castigo. El sistema racista mantendría la marginalización y
opresión de ciertos grupos humanos por otros, bajo
el pretexto que apariencias físicas diversas corresponderían a “razas” con aptitudes diferentes. (…)
Cada una de estas relaciones sociales crea dos grupos antagónicos
principales, dialécticamente vinculados uno al otro
por intereses contradictorios (Falquet, 2020:
2).
De acuerdo con Falquet,
podemos observar una imbricación entre clase, sexo y raza. Lo anterior equivale
a la estratificación de los cuerpos en un sistema patriarcal hacedor de las
categorías políticas que nos permiten la existencia plena, o más o menos plena,
en tanto que individuos. En palabras de Wittig el
sistema patriarcal permite las condiciones para el Regimen
Heterosexual, aquel que nos posibilita vivir en sociedad en tanto que hombres y
mujeres.
Por un lado, la clase clasifica los cuerpos; por otro, el sexo jerarquiza y refuerza esa clasificación desigual y promueve la
opresión de una clase social; finalmente la raza asegura la naturalizacion de dicha opresión
de tal suerte que los cuerpos devienen naturalmente adoctrinados bajo la lógica
de género misma que, en última instancia y como lo refieren las autoras, es una
traducción política del sexo.
Para ampliar esta imbricación, sobre todo de
sexo y raza, es necesario repasar el proceso de naturalización a la luz de los
planteamientos de Paola Tabet y Collette Guillaumin, como ya lo he demostrado en otro trabajo
(Fernández, 2019). Tabet, antropóloga de origen
italiano, plantea que existe una suerte de homologación
entre el proceso de sexización y el de racialización, a saber, las mujeres al asumir que tienen
funciones naturales, les es delegado el ámbito de lo
que consideramos privado así como a las personas de
piel negra se les asigna una serie de características
supuestamente naturales que legitimaron su esclavitud, de tal suerte que
naturalizar atributos sociales legitima la apropiación
de los cuerpos.
Guillaumin consiera que “lo que es dicho y lo único
que es dicho a propósito de los seres humanos
hembras, es su posición efectiva en las relaciones
de clase: la de ser primera y fundamentalmente mujeres” (Guillaumin,
1981: 22). La sociológica argumenta que lo que desvela la naturaleza específica de la opresión de
las mujeres, lo que nos hace entender a las mujeres en tanto que “clase”, es la
“apropiación”. La apropiación
en dos sentidos imbricados; la apropiación colectiva
de las mujeres por medio de la familia, la religión
y el servicio sexual, en el sentido de que esas mujeres (madres e hijas, monjas
y prostitutas) son mujeres de alguien (del padre, del hijo, del esposo, de dios
y de los hombres tratantes o consumidores de sexo) y todas ellas al servicio de
la comunidad.
El otro nivel de apropiación
es el individual, a partir del cual se entiende a cada mujer como una unidad
material productiva de la fuerza de trabajo. Este tipo de apropiación
individual se manifiesta por medio de la apropiación
física a causa del “sexaje”,
-o más claramente, la economía doméstica
moderna-, el uso del tiempo, la apropiación de los
productos del cuerpo y la violencia sistemática
contra las mujeres, la obligación sexual – en el
matrimonio, por ejemplo– y el control sexual manifestado sobre todo por la violación o el miedo a la violación,
en otras palabras, la apropiación individual
equivale a asumir que ser mujer en una sociedad como la nuestra representa, en
sí, la obligación de atender, servir o cuidar a los
demás, e implica, también,
la perenne posibilidad de ser violada.
Las feministas materialistas ofrecen un análisis que retoma la pirámide
de clases sociales que aporta la lectura del marxismo clásico
para proponer que por debajo de la clase social “burguesía”,
“pequeña burguesía”,
“proletariado” y “lumpen proletariado”, existe otra que ellas denominan la
“clase social mujeres”. En la clase social mujeres podemos encontrar a los
cuerpos socializados como mujeres, así como a los niños y las niñas, los cuerpos
con discapacidades y las ancianas y ancianos, por su condición
de ser sujetos vulnerabilizados dentro del sistema de dominación masculina:
El alarde público de
esta posesión, el hecho de que ella reviste ante los
ojos de muchos, y en todo caso de los hombres en su conjunto, un tal carácter “natural”, casi “evidente”, es una de esas
expresiones cotidianas y violentas de la materialidad de la apropiación
de la clase de las mujeres por parte de la clase de los hombres. Porque el
robo, la estafa, la malversación se ocultan, y para
apropiarse de los hombres-machos se necesita una guerra. No así
de los hombres-hembras, es decir las mu- jeres...
Ellas son ya propiedad. Y cuando nos hablan de “intercambio” de mujeres, ya sea
que se dé aquí o en otra parte, se nos expresa esta
verdad, puesto que lo que se “intercambia” se posee ya; las mujeres son ya,
anteriormente, propiedad de quien las intercambia (Guillaumin,
2005: 19).
En esta cita, Guillaumin
está obviando lo que antes se esclarecía: la apropiación de la clase social
mujeres que hace alusión a los cuerpos socializados como mujeres, tanto como a
los cuerpos feminizados, ergo, apropiables. Poco tienen que ver los genitales,
poco tiene que ver la sexualización política de los cuerpos; la clase social
mujeres evoca la posibilidad de apropiación.
Otra obviedad, y quizá de ésta se derivan
algunas tergiversaciones, es que cuando el Feminismo Materialista habla de
`mujeres´ y `hombres´, no alude necesariamente a personas de carne y hueso -en
particular- sino a cuerpos adoctrinados desde el regimen
heterosexual, es decir, se hace alusión a la clase social que representan
dichos cuerpos. Mismo caso para el entendimiento de la categoría `género´,
donde puede hallarse otro malentendido.
Desde el Feminismo Materialista el género debe
ser entendido como el modo de producción del sistema
patriarcal a través de su unidad básica, es decir, a través de la institución
familia. En ésta, el género opera como el espacio de reproducción
de los roles; el trabajo es considerado una labor y por tanto no tiene valor,
es “natural”; las labores de cuidado y sexuales son “naturales” para la clase
social oprimida (Delphy, 1989, 1998a y 1998b). Al
respecto, la filósofa argentina Luisina Bolla
considera que “(…) el concepto de “modo de producción
doméstico”, [es] un fenómeno
que co-existe con el capitalismo y que se basa en la explotación del trabajo de las mujeres a través de la institución
matrimonial. El mismo constituye “la extorsión, por
parte del jefe de familia, del trabajo gratuito de los miembros de su familia”
(Delphy, [1982]: 142 citada en Bolla, 2018:124).
Retomo lo anterior y lo tejo hasta ahora para
esclarecer que el género ha sido la forma más acabada de la naturalización del
sexo, eternizándo la opresión de la clase social
mujeres; así también el género es, por excelencia, el modo de producción de los
cuerpos en un sistema económico y político de orden capitalista en el cual la
propiedad privada permea las relaciones públicas, privadas e íntimas, es decir,
la apropiación de la clase social mujeres a merced de la división sexual del
trabajo.
División
sexual del trabajo: la naturalización del `sexo´
Paula Tabet, 20 años antes de los planteamientos del afamado Pierre
Bourdieu y su Dominación Masculina,
habla de dicho sistema de dominación pero naturalizado,
es decir, examina en qué momento la dominación, por parte de los hombres -y
todo aquello considerado masculino- hacia las mujeres -y todo lo considerado
femenino- dejó de ser un proceso histórico para convertirse en una dominación
supuestamente natural. Para tal fin, la autora tiene a bien remontarnos a las
condiciones que propician la evolución hacia el
humano anatómicamente moderno y, a diferencia de
Bourdieu, ella problematiza antes de la historia, interpela la propia verdad
sobre la evolución desde la cual se asegura la dominación masculina.
El humano anatómicamente
moderno data de aproximadamente 195 mil años según fuentes de las ciencias biológicas
tales como la propia antropología física o biológica. Y es desde esta
disciplina que Tabet intenta desmitificar la historia
a la que Bourdieu interpela. La antropóloga plantea
que la distribución de los trabajos dependía de la fuerza de los cuerpos y de sus habilidades
por lo que la división sexual del trabajo de hoy en día no puede datar de tiempos remotos y más bien refiere a una politización
de la naturaleza de la especie.
En principio, la “familia” no existía, ni como concepto ni como práctica, por el
contrario, nuestros antecesores se organizaban por medio de hordas en las que no
se identificaban roles “familiares”. No existía una
figura madre-cuidadora encargada de una familia nuclear
sino que los cuerpos capaces de parir y amamantar, ejercían
sus posibilidades con la cría que necesitara de su
alimento y su cuidado, aleatoriamente.
Del mismo modo, no existía
un padre-proveedor de alimentos sino que los cuerpos capaces de salir a la caza
mayor, ejercían esa capacidad y cabe recalcar que
ese tipo de caza dependía de factores climáticos y geográficos por lo
que la idea del hombre de las cavernas volviendo a las cuevas con el mamut a
cuestas se refiere, por el contrario, a una interpretación
abusivamente modernizada, llevada a tiempos prehistóricos,
para legitimar los supuestos roles naturales entre hombres y mujeres modernos.
Los medios de difusión
de las ciencias naturales se han encargado de hacernos creer que a la ingesta
de carne le debemos el proceso evolutivo que tenemos hoy en día,
no obstante, la autora tiene a bien recordar que nuestros antecesores eran nómadas, grupos siguiendo animales-no-humanos para
propiciar su caza, lo que implica que había
temporadas de caza mayor y largas temporadas de ausencia de ingesta de carne. Tabet propone que un factor determinante que mantuvo a
nuestra especie con vida fueron los productos derivados de la recolección de insectos, raíces
y hojas, toda vez que la ingesta de carne proveniente de la caza mayor era esporádica y, en todo caso, la ingesta de carne constante
fuera la derivada de la caza menor (pequeños roedores, por ejemplo).
Otra afirmación que
abona a la doxa de la dominación masculina es
aquella que nos remite a la producción de armas e
instrumentos. Tabet insiste en desvelar que los
hallazgos pueden revelar que los cuerpos asumidos hoy en día
como hombres se encargaban de la creación y manipulación de herramientas, de tecnología
y de armas para la caza y la guerra, sin embargo, otras herramientas que también implican tecnología
para caza y guerra pudieran ser creadas con materiales orgánicos
mismos que el paso del tiempo se encargó de
desaparecer. El hecho de que no se hallen hoy en día
no significa que no hayan existido, y si es verdad que los cuerpos que hoy
asumimos como mujeres se encargaban de la caza menor, es decir, la caza de pequeños animales, y de la recolección,
eso no implica que no tuvieran acceso o capacidades para la tecnología
y destreza para la caza mayor de animales grandes.
Para Tabet la división sexual del trabajo no data, pues, de los tiempos
remotos de nuestra especie sino a la relación política entre los sexos por lo que ésta
se perfila como la base de la desigualdad social entre hombres y mujeres
(modernos); la división sexual del trabajo hoy en día se asume como natural,
necesaria y complementaria, no obstante, la autora argumenta que, por el
contrario, ésta no es neutra sino orientada y asimétrica.
La historia moderna de la humanidad ha
favorecido a los hombres por medio de los instrumentos de producción,
mientras que las armas han sido prohibidas para las mujeres. A éstas por el contrario, se les
han asignado las actividades residuales, estrechamente vinculadas con la
familia y su cuidado.
La
materialidad del sexo: ¿seguir siendo eso que hicieron de nosotras?
El sexo existe, pero existe en la medida en que ha sido construido material, histórica y
discursivamente en nuestras experiencias corporales desde una: “(…) defensa de
lo que Wittig llama el “mito de La Mujer”, es decir
una defensa de la femineidad y de todos sus componentes tal como son definidos
por el sistema patriarcal vigente” (Falquet, 2020:
8).
Falquet ofrece
la lectura que Guillaumin propicia sobre el simil entre el sexo y la lógica
“sindical” definida como: “la defensa de las mujeres, por supuesto, pero
igualmente la adquisición de derechos mejores o más equitativos, en definitiva, una conquista y una recomposición de la distribución
social, aquella de los roles y de los bienes, de manera tal que hombres y
mujeres alcancen una suerte de equilibro estatutario de socios, sin que el
estatus de “mujer” y de “hombre” se vean cuestionados” (Falquet,
2020).
En ese sentido, esta lógica
no cuestiona la existencia misma de las mujeres y de los hombres, aunque busque
aquello que a veces se nombra ‘equidad’. La autora propone: “La perspectiva
difiere aún más si
consideramos el feminismo como un movimiento “político”,
es decir como un movimiento que tiene, o que busca producir, un proyecto de
sociedad” (Falquet, 2020).
Suponer la existencia de una “biología de la
mujer”, uno de los argumentos más recurrentes para sostener que el feminismo
deba ser transexcluyente, no contempla que el proceso
de eternización de la razón de género se logra a través del reforzamiento
constante de la dominación masculina; suponer que nuestros genitales
(particularmente la vulva) son pieza clave de nuestra condición histórica
equivale a naturalizar la clase social oprimida:
Una de las principales características
de esta corriente es afirmar que las mujeres no son una categoría
biológica sino una clase social definida por relaciones
sociales estructurales de sexo, histórica y geográficamente variables, organizadas alrededor de la apropiación individual y colectiva de la
clase de las mujeres por la de los hombres, a través
de lo que Colette Guillaumin (1978) ha denominado las
relaciones sociales estructurales de sexaje.
Esas relaciones están sólidamente
apoyadas en lo que llamó la ideología de
la Naturaleza, que también sostiene las
relaciones sociales estructurales de “raza” (Falquet,
2018:179).
Dicho lo anterior, apelar a las “biomujeres”, noción ocupada para definir a los cuerpos con
vagina políticamente asignados al sexo mujer y socializados desde lo
considerado femenino, equivale a defender nuestro lugar “natural” en la clase
social mujeres y, lo que se busca, paradógicamente,
es el desmantelamiento de la dialéctica de la razón de género que hace
necesaria nuestra existencia -estratificada- para beneplácito y beneficio de la
clase social hombres, es decir, de la clase opresora.
La experiencia
minoritaria (Mathieu, 1985 y Falquet, 2018) de
los mecanismos de la opresión de las mujeres en tanto que clase, por parte de los hombres en
tanto que clase, no depende de los genitales ni de la experiencia de vida con
los mismos. Biologizar los debates en torno a lo
anterior de alguna manera simplifica peligrosamente los avances que han tenido
los feminismos, tanto aquellos que apelan a la reconciliación y/o negociación
de la categoría “mujer” tanto como aquellos cuya voluntad radica en la abolición de la razón de género, es decir, la abolición del
discurso naturalista que eterniza nuestra opresión.
Esta voluntad de abolición del sexo y del
género empalma las propuestas del Feminismo Radical y del Feminismo
Materialista: “[e]ntender a las mujeres como “clase”
subraya además la denuncia del carácter
social del sexo. Si aceptamos que no hay naturaleza,
sino naturalizaciones y cosas naturalizadas, el esfuerzo antinaturalista
aparece como una de las apuestas más fuertes del
feminismo materialista” (Bolla, 2018: 118-119).
Si bien, la clase social mujeres no nos remite
unilateralmente a los feminismos, sí nos dota de entendimiento en torno al
sujeto político del feminismo, en singular, mismo que basándonos en el
feminismo materialista no puede ser, para el caso que tratamos, transexcluyente en tanto que: “(…) no hay un “sujeto” único ni esencializado del
feminismo, sino un conjunto de posiciones socio-políticas
lo que, con Colette Guillaumin (1981) y Danièle Juteau (1981), Mathieu
llama la experiencia minoritaria y a partir de las cuales se elaboran análisis y se llevan a cabo luchas que no son, en ningún caso, monolíticas” (Falquet, 2018:180).
Dicho de otra manera, sería correcto reconocer
la existencia de diversos feminismos en tanto que rizomas, en éste cada uno
tendrá su andamiaje, búsqueda y lugares geopolíticos de enunciación, sin
embargo, para efectos de esclarecer al sujeto político del feminismo es
prudente repasar las posiciones socio-políticas que
conforman la experiencia minoritaria.
Sin respuestas definitivas, ni apuestas
garantizadas, las resistencias que nos ayuden a vivir mejor y entender cómo se
entrecruzan distintas redes de poder que afectan, de diferentes maneras, la
vida de las que formamos parte de la clase social mujeres, no puede ser la
defensa de la clase social que nos mantiene oprimidas. La clase social mujeres
existe a partir de lo que nos permite el régimen, replicando lo que él mismo
espera de nosotras: mantenernos y aferrarnos a lo que hicieron de nosotras.
A lo largo de los tiempos, en el Sur Global y
en tantas fronteras como culturas, tenemos claro que somos -en palabras de Wittig- lo que no es, la creación del género por oposición,
pero complementario. Somos mujeres en contra parte de los Otros, que son los
hombres. Y en el mundo uno de cada dos hombres es una mujer (Wittig, 2010), insistiendo ser eso que no es.
Las experiencias trans que se pretenden excluir
como parte de la clase social mujeres, nos conduce a una eternización del sexaje; nos hace, efectivamente, darle razón a la razón de género, defendiéndo
al amo. Es el amo, su discurso y sus instituciones, lo que obnubila la
capacidad de entendimiento de la experiencia minoritaria, precisamente esa que
nos coloca en la clase social oprimida.
Defender el `sexo´ es reforzar nuestra
desigualdad histórica y dotarnos de razón de género equivale a naturalizar lo
político, es decir, a naturalizar la opresión a la que como clase social
estamos sometidas. El feminismo materialista resalta que “es la opresión la que crea el
sexo, no viceversa” (Wittig, 2010), en tal
sentido el sexo es histórico, por tanto, tiene -o debe tener- potencialidad de
abolición: ¿por qué defender como nuestra la clase social mujeres?, ¿es acaso
seguirla perpetuando?
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⃰⃰ Profesora-investigadora de
tiempo completo en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Doctora en
Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana – Unidad
Xochimilco, Magíster en Estudios de Género y Cultura Mención Ciencias Sociales
por la Universidad de Chile, Master 2 en Género y Desarrollo por la Université Diderot Paris 7 y Antropóloga Social por la
Escuela Nacional de Antropología e Historia. Contacto: m.fernandezc@universidaddelclaustro.edu.mx
Fernández Chagoya, Melissa. “¿Feminismo transexcluyente? Breves apuntes en torno al `sexo´. Un
repaso necesario al feminismo materialista” en Zona Franca. Revista del Centro de estudios Interdisciplinario sobre
las Mujeres, y de la Maestría poder y sociedad desde la problemática de
Género, N°29, 2021 pp. 78-96. ISSN, 2545-6504 Recibido: 17 de marzo 2021;
Aceptado: 01 de julio 2021. |
[I] Les rapports sociaux de sexe et division sexuelle du travail sont deux termes indissociables et qui forment épistémologiquement système ; la division sexuelle du travail a le statut d ́enjue des rapports sociaux de sexe (...) ce construit social a une base matérielle et pas seulement idéologique –en autres termes, le « changement des mentalités » ne se fera jamais spontanément s ́il reste déconnecté de la division du travail concrète-, on peut donc en faire una approche historique et le périodiser ; ces rapports sociaux reposent d ́abord et avant tout sur un rapport hiérarchique entre les sexes ; il s ́agit bien là d ́un rapport de pouvoir, de domination (Traducción propia).