La ontología acuosa de Luce Irigaray. Aportes para un nuevo materialismo hidrofeminista

Ariel Martínez  

Resumen

Las ideas feministas de Luce Irigaray señalan críticamente la existencia de un orden simbólico falogocéntrico. Se ha enfatizado que sus aportes explican cómo las mujeres no logran emerger bajo sus propios términos, sino a condición de los grilletes de una mediación representacional que las entrampa como otredad degradada respecto de lo Mismo. Mucho menos se han señalado sus reflexiones ontológicas que postulan la peligrosidad de la potencia gestacional y generativa de la materia respecto de un orden que abstrae el origen y sostiene la pretensión desencarnada del Logos. Ante el prisma del postestructuralismo feminista norteamericano —desde las últimas décadas del siglo XX—, la continuidad entre feminidad y materia fue pobremente interpretada y, consecuentemente, su propuesta en torno a la diferencia fue denostada bajo la noción de esencialismo. El presente aporte pretende poner en acción el nuevo materialismo feminista de Astrida Neimanis. Su preocupación ontológica por la materialidad del Agua nos provee de herramientas que permiten, por un lado, hacer justicia a la complejidad de la propuesta líquida y acuosa irigarayana y, por otro lado, consolidar una mirada posthumana y transcorpórea para un hidrofeminismo que cultive una responsabilidad con el mundo y reconozca nuestra deuda y continuidad material con él.

 

Palabras clave: nuevos materialismos, agua, cuerpo, feminismo, falogocentrismo

Luce Irigaray’s aqueous ontology. Contributions for a hydrofeminist new materialism

Abstract

Luce Irigaray’s feminist ideas critically signal the existence of a phallogocentric symbolic order. The emphasis has been on her contribution’s explanations concerning women’s inability to emerge under their own terms, and only in the shackles of representational mediation that traps them as a degraded otherness of the Same. Far less attention has been granted to her ontological reflections that postulate the dangerousness of the gestational and generative potential of matter regarding an order that abstracts the origin and sustains the disembodied pretense of the Logos. Under the prism of North American feminist post-structuralism —from the last decades of the 20th century— the continuity between femininity and matter has been poorly interpreted and, consequently, her proposal on the subject of difference was reviled under the notion of essentialism. The current contribution intends to put in action Astrida Neimanis’ new feminist materialism. Her ontologic concern about Water’s materiality provides us with tools that allow, on the one hand, to bring justice to the complexity of Irigaray’s liquid and aqueous proposal and, on the other hand, to consolidate a post-human and transcorporeal look for a hydrofeminism that cultivates a responsability towards the world and acknowledges our debt and material continuity with it.

 

Keywords: new materialisms, water, body, feminism, phalogocentrism

 

Introducción

Es indiscutible, el pensamiento de Luce Irigaray forma parte de las tensiones conceptuales que integran el canon de la teoría feminista. Identificada como la representante por excelencia del pensamiento de la diferencia sexual, la intelectual francesa constituye un hito ineludible en el trazado de una cartografía tendiente a guiarnos en la complejidad de los principales debates feministas. Lamentablemente, las poderosas impregnaciones del posestructuralismo en el feminismo norteamericano durante las dos últimas décadas del siglo XX, hicieron de Irigaray el epítome del esencialismo. Así, la complejidad y las prolongaciones ontológicas de la polifonía, característica de su propuesta filosófica, han sido injustificadamente desdeñadas. Al mismo tiempo que el construccionismo cultural abonó el campo feminista sobre el cual floreció la categoría de género, la oscuridad del esencialismo fue sistemáticamente invocada como índice de la peligrosidad a la que el feminismo se enfrentaba cada vez que las categorías de diferencia, cuerpo, materia y sexo ganaban protagonismo.

El propósito de este aporte consiste en fracturar la identificación espuria entre diferencia irigarayana y esencialismo que flota libremente en la superficie de las aproximaciones poco matizadas de la teoría feminista. También se propone un acercamiento amplio hacia los nuevos materialismos críticos feministas —que, como se explica más abajo, aquí caracterizamos como no fundacionalistas—, pues el pensamiento especulativo que vertebra tales propuestas permite una operación de rescate respecto a las ideas de Irigaray —aquí nos empeñamos por identificar en sus escritos los prolegómenos de una preocupación ontológica por la materia alejada de cualquier esencialismo. Ante las frecuentes acusaciones de la despolitización intencional que anida en cualquier aproximación e interés ontológico respecto a la materia, y su actividad más allá de la agencia exclusivamente humana, nos centramos en el agua como forma de problematizar tal supuesto —tópico que, por otra parte, protagoniza el pensamiento fluido y acuoso de Irigaray.

 

Luce Irigaray y el representacionalismo falogocéntrico

Astrida Neimanis (2017a) se interesa por el límite que las aguas oceánicas imponen a la cognoscibilidad. El artefactualismo que la racionalidad moderna despliega para alimentar su maquinaria representacionalista se topa con el límite de una alteridad radical que el mar materializa y alegoriza al mismo tiempo. Neimanis señala:

La oscuridad de los confines más profundos del Pacífico, en su inaccesibilidad, es menos conocida que la luna. Incluso las imágenes recientes de estas profundidades reunidas en sumergibles biónicos solo pueden iluminar con sus faros una pequeña porción de esta oscuridad. ¿Qué podría revelar la unión de estas porciones en algún mosaico ocular? Nada definitivo. A medida que se revela la porción siguiente, la anterior se vuelve diferente. Más del 60 por ciento de la tierra está cubierta por océanos con más de una milla de profundidad, lo que lo convierte, por mucho, en el hábitat más grande de la tierra. Sin embargo, lo que se encuentra debajo de la superficie de nuestros océanos sigue siendo, en gran parte, desconocido (Neimanis, 2017a: 83-84).

 

Resulta claro que, a criterio de Irigaray, el empeño por conceptualizar lo incognoscible configura uno de los bastiones del pensamiento falogocéntrico. El imperativo de trascendencia propio del Logos se entrama con la tendencia racional —que opera mediante la representación como pretendido reflejo de la realidad— a nombrar, contener y controlar lo múltiple mediante el cierre conceptual que reduce lo imprevisible e impone la unidad y la totalidad (Canters y Jantzen, 2014). La diferencia que se gesta por fuera de aquellas exigencias representacionales es descartada, erradicada, en virtud de las formas en que lo simbólico modela la diferencia. Irigaray señala que:

Pretender que lo femenino puede decirse en forma de un concepto es dejarse recuperar en un sistema de representaciones ‘masculino’, en el que las mujeres quedan atrapadas en una economía del sentido que sirve para la autoafección del sujeto (masculino) (Irigaray, 2009: 92).

 

En reiteradas oportunidades, la escritura de Irigaray (2007, 2009) presenta el cuerpo femenino vinculado con la materialidad, como aquella diferencia impensable e irrepresentable. Esto no llama la atención, pues el orden simbólico falogocéntrico produce tal identificación y, justamente, la fuerza política de la filosofía feminista de nuestra pensadora se gesta como contraataque de tal operación. Proximidad, cercanía y diferencia material contrasta en su pensamiento con la identidad y la representación. Aún más, lo femenino es producido como una figurabilidad concreta —aunque simbólicamente mediada— de la materia en aquel contraste simbólicamente conferido. En este contexto, algo de lo irreductible a la representación se filtra en lo femenino y lo materno —rúbricas labradas como estrategia simbólica y forma de dominio de la potencia productiva y gestante de la materialidad de algunos cuerpos—, y es capaz, incluso, de herir la unicidad y mismidad que la clausura circular de la autorrepresentación, la autodeterminación y la autoidentificación producen.

María del Mar Pérez-Gil (2011) señala la retórica que envuelve el relato bíblico de la virgen María, quien no sólo concibió milagrosamente un hijo sino que permaneció virgen aún después del parto. Las interpretaciones al respecto permiten sondear estrategias simbólicas que resultan ampliamente perjudiciales para quienes son marcadas simbólicamente como mujeres. El orden simbólico falogocéntrico al que Irigaray se enfrenta, conduce a un sistema de diferencia y exclusión que extrae su fuerza de la espiritualización del cuerpo. De esta forma, la materialidad del cuerpo, en general, y el cuerpo de las mujeres, en particular, se vuelven el foco de los intentos de ocultar o desmaterializar la carne mediante la idealización que el lenguaje y la representación falogocéntricos promulgan.

Ante este panorama en el que la representación se exalta a sí misma a partir de una escisión fundamental respecto de la materia y el cuerpo, Irigaray (2009) apuesta por una recuperación de la inmanencia del cuerpo sin que esto suponga un despojo radical del lenguaje. Es conocida la advertencia que Irigaray realiza respecto a que las mujeres no cuentan con palabras para dar cuenta de, o expresar, la particularidad de su existencia. Al respecto, la propia autora ofrece un espectro analítico amplio que incluye el problema de la materialidad y su relación con el lenguaje. Irigaray afirma que el cuerpo que da vida no es capaz de ingresar en el lenguaje, y, puesto que el cuerpo que da vida puede entenderse literalmente como el desdoblamiento de la materia a partir de procesos intrínsecos, podemos detectar en su pensamiento algunas claves para develar aquel proceso falogocéntrico que desmaterializa lo simbólico y, al mismo tiempo, entrampa aquellas corporalidades que literalizan la amenaza de la materia y su potencial desborde respecto a los límites que impone la representación.

Irigaray advierte la imposición de imágenes y metáforas que elevan al ideal la figura del padre como representación y reflejo de la realidad. Al operar bajo un sentido profundamente fálico, confinan la feminidad, y el desborde material que alegoriza, al dark continent {continente negro}” (Freud, 1979: 199) que, como tal, debe ser extirpado del lenguaje y cercado como amenaza para la unicidad y totalización fálica que el orden simbólico produce como reflejo de sí mismo. Irigaray vincula el orden simbólico que gravita en torno al Falo como ley simbólica pétrea —lo que Shannon Winnubst (1999) denomina como la estructura represiva del falo— con el ocultamiento del poder de dar vida de la madre. Así, el carácter patrilineal de las genealogías masculinistas ubica al hombre como único creador. Una vez más, nuestra pensadora devela una operación medular del patriarcado: exaltar la racionalidad, y sus carriles representacionales propios del lenguaje, y su capacidad de engendrar ideas y, al mismo tiempo, degradar ontológicamente la materia, y sus procesos productivos, hasta el punto de recubrirla con representaciones que la postulan como un sustrato inerte y carente de agencia.

Si Irigaray detecta y critica la constante supresión simbólica del cuerpo de la madre, es posible conducir las mismas observaciones hacia una afirmación más radical y productiva: la constante supresión de la materia —cuya represión deviene gesto fundacional de la autoexaltación del carácter puramente simbólico de las representaciones. La situación de subalternidad de las mujeres encuentra, probablemente, una de sus raíces, o muestra ser concomitante con un orden simbólico que se eleva hacia la trascendencia del Logos (Fálico) en detrimento de la materia. Se trata de un orden simbólico donde

lo femenino sólo tiene lugar en el interior de modelos y de leyes promulgados por sujetos masculinos. Lo que implica que en realidad no existen dos sexos, sino uno solo. Una sola práctica y representación de lo sexual. Con su historia, sus necesidades, sus reversos, sus carencias, su/sus negativos… cuyo soporte es el sexo femenino (Irigaray, 2009: 65).

 

Así, la agencia de la materia, en continuidad representacional con lo femenino, es relegada al silenciamiento simbólico, confinada a la oscuridad de la caverna y a lo Otro como reflejo distorsionado de lo Mismo. Por ejemplo, el relato del origen divino de Cristo echa por tierra la materialidad del parto. Ante este matricidio fundante del patriarcado, Irigaray (1985) propone recobrar la dimensión carnal de la subjetividad, indisociable de la reconstrucción de genealogías femenino-maternas, tanto verticales —recomponiendo la separación que el patriarcado efectúa entre madre e hija— como horizontales —recomponiendo la ruptura misma de los vínculos entre mujeres (Irigaray, 1993).

El feminismo de Irigaray cabalga sobre la gesta de un nuevo lenguaje      capaz de anudarse con la materialidad corpórea. Si con cada acto y operación simbólica patriarcal se produce una pérdida de la materialidad del cuerpo —que, a criterio de Irigaray, no es otra cosa que el asesinato materno que late en el corazón de este orden político—, la posibilidad de recobrarla implica la producción de un lenguaje que reconozca sus anudamientos ontológicos con la materialidad silenciada y prohibida. En el contexto falogocéntrico la potencia del cuerpo materno es domeñada por las representaciones simbólicas que hacen de las mujeres recipientes, receptáculos pasivos, una versión subsidiaria y defectuosa de la potencia del Logos masculino. Enceguecidas por la distorsión de estos significados, las mujeres desconocen la potencia de la materialidad que sus cuerpos contienen y, así, se ven conminadas a parirle la estirpe al varón y perpetuar la genealogía patrilineal —cuyos nombres operan una expropiación fálica que relanza la compleja estratagema simbólico-patriarcal.

Entonces, el juego de la representación (falogocéntrica) requiere la reducción de la materialidad, y este requerimiento garantiza la articulación de un sujeto idéntico a sí mismo y de un orden político incapaz de reconocer la diferencia. Así, a criterio de Irigaray, resulta indudable que aquella diferencia no reductible a lo Mismo se inscribe en el ámbito de la materialidad. Si la exaltación de la representación se logra pagando el precio de la represión de la materia —sofocada bajo innumerables capas de conceptos mediadores—, entonces un orden —trascendental sensible— estructurado a partir de principios que no requieran dicha operación implica conmover la arquitectura simbólica que bajo la apariencia de la diferencia entrona, en rigor, el dominio de un solo término.

Ya desde sus primeros escritos, Irigaray (2007) recurre a Platón y su alegoría de la caverna. La separación entre la materialidad de la caverna y el mundo inteligible de las formas puras y simples nos enfrenta con la operación simbólica que suprime la conexión entre ambos registros. Lo inteligible/masculino (brillante mundo de las ideas) se despega de la materialidad/femenina (oscuridad de la caverna) y se apropia del origen para justificar y legitimar su independencia de la productividad material —paroxísticamente alegorizada en la potencialidad de dar vida del cuerpo gestante. Irigaray señala que:

 Sócrates cuenta que unos hombres (…) residen bajo tierra, en una morada en forma de caverna. (…) Este antro posee a modo de entrada un largo pasadizo, pasaje, corredor, conducto, que lleva hacia arriba, hacia la luz del día, hacia el ver la luz, conducto en cuya dirección converge toda la caverna. El hacia arriba indica, desde el principio, que la caverna platónica funciona como tentativa de reproducción, representación, orientadas, de un haber estado siempre allí de antemano del antro (Irigaray, 2007: 221).

 

Considerando “la dificultad del pasaje” y del “brusco cambio de lugar al que se ve sometido” quien logra salir de la caverna y elevarse hacia la luz de la razón, Irigaray agrega:

¿Y de qué transición puede tratarse? (…) ¿qué recubre semejante práctica de alumbramiento? (…) no perdamos de vista por ello los hechos, las realidades, los ‘entes’. El prisionero no estaba ya en una matriz, sino en una caverna, tentativa de figuración, de metaforización, de la cavidad uterina. Retenido en un lugar que era, que quería decir, que tenía sentido de ser, como una matriz. Que hay que suponer reproducida, reproducible, reproductiva, por proyección(es). Sometida de antemano a las leyes de simetría, de analogía, que le habrían dado la forma de una gruta, la habrían, de antemano, trans-formado en caverna. Por/para representación(es) (Irigaray, 2007: 252).

 

El origen es metaforizado como caverna, y la matriz material productiva y creadora es desplazada hacia la luz de las ideas. La producción simbólica de las dicotomías muestra ser una pieza clave de la estratagema falogocéntrica, pues configura el gesto inaugural que escinde idea y materia. Al respecto, Irigaray refuerza la existencia de un entre, pasadizo entre los términos que se postulan como opuestos. La obliteración de ese pasadizo que conecta, y anuda, lo inteligible y lo sensible produce

el endurecimiento de todas las oposiciones dicotómicas, de todas las diferencias categóricas, de todas las distinciones tajantes, discontinuidades cortadas de todos enfrentamientos de representaciones irreductibles. Entre el ‘mundo de afuera’ y el ‘mundo de adentro’, entre el ‘mundo de arriba’ y el ‘mundo de abajo’. Entre la luz del cielo y el fuego de la tierra (…) Entre la verdad y la sombra (…) Entre … Entre … Entre lo inteligible y lo sensible (…) Entre Lo Uno y lo múltiple (Irigaray, 2007: 224).

 

Irigaray señala el olvido respecto al pasaje. La “ruta, marcha posible o el paso practicable, la transición se han olvidado, y con motivo. El corredor, el desfiladero, el paso” (Irigaray, 2007: 224). El olvido del pasaje explica la mediación simbólica que exalta la representación. Si el pasaje permite la conexión entre la materia y las ideas, su olvido consagra el poder omnímodo de la representación. Ya desde los orígenes (simbólicamente ofrecidos) de la historia de la humanidad, la materialidad es degradada ontológicamente, arrojada a las sombras de lo irrepresentable y desde allí opera como exterior constitutivo de la totalidad de un orden simbólico pretendidamente desencarnado.

Luce Irigaray ¿una pensadora (neo)materialista?

Es ampliamente conocida la forma en que la distinción sexo/género se ha incrustado en el discurso feminista. Ante el problema del esencialismo y el universalismo que el posestructuralismo diagnosticó en torno a la categoría Mujer, la categoría Género trajo consigo la promesa de hacer justicia a la potencia política de las herramientas de la teoría feminista. El proyecto teórico inicial de Judith Butler (2007, 2008) bien podría entenderse como el ataque más espectacular a la distinción sexo/género —adoptada por ciertos feminismos. Butler lanzó su fuerte crítica hacia el fundacionalismo biológico subyacente a aquellas explicaciones que toman la categoría de género como el conjunto de significados socio-histórica y geopolíticamente variables que se inscriben sobre el sexo —cuando sexo significa una superficie neutra, pasiva sobre la que se inscriben los significados socio-culturales de género.

Sin embargo, señala Butler, mientras el binomio sexo/género se ofrece con la posibilidad de contrarrestar nociones ahistóricas, universales, biologicistas y esencialistas de la categoría Mujer, reingresa, al mismo tiempo y de forma casi inadvertida, aquello que intenta exorcizar. Así, la exaltación del género desplaza al sexo del ámbito político y del análisis crítico, y admitir el carácter históricamente variable del género supone conceder al sexo un carácter neutro, fijo y estable. Butler denuncia la hipersaturación de sentido que recubre al sexo. Desde las sombras, el sexo continúa operando como un fundamento que impone y proyecta un potente principio de inteligibilidad cultural: el dimorfismo sexual connotado como natural. A los ojos de Butler, las versiones del género que requieren necesariamente de la compañía incómoda del sexo reciclan discursos naturalistas y producen al sexo como un marco restrictivo mucho más sutil y peligroso.

Durante el último tramo del siglo XX, mediante una lectura particular de Michel Foucault (2008), Butler (2008) llega a afirmar que la materialización de los cuerpos se producen en el discurso. Nos encontramos, al menos en los inicios de su producción, ante una apelación paroxística al ámbito de la significación como forma de conmover al sexo en tanto fundamento esencializado del género, arrastrándolo hacia los dominios discursivos. Dicho claramente, Butler devela el carácter discursivo del sexo. Una vez puesta en marcha esta operación, el sexo se desvanece como fundamento naturalizado e inadvertido del género sencillamente porque la diferencia entre sexo y género pierde sentido bajo los dominios de su monismo lingüístico. Consecuentemente, dentro de los dominios de aquel género butleriano —que no cuenta con el respaldo de la naturaleza, sino con la fuerza del poder omnímodo del lenguaje—, la materialidad de los cuerpos parece no contar en absoluto

Si el sexo es una construcción discursiva, ¿cómo debemos pensar el cuerpo? ¿Hay cuerpo más allá del sexo? ¿El cuerpo se diluye absolutamente en el lenguaje? Si admitimos el carácter histórico social del sexo, afirmar la existencia del cuerpo como sustrato material excedente respecto del sexo devenido marco normativo ¿entraña riegos políticos? Sostener la existencia de materialidad corporal más allá de los límites del lenguaje ¿implica conservar y consolidar los fundamentos que Butler se empeña en atacar? Algo resulta claro, en el pensamiento de Irigaray, aquella diferencia no reductible a lo Uno no encuentra sitio en el imperio de la representación. La dimensión ontológica de la diferencia que le interesa a Irigaray debe rastrearse en los márgenes del orden simbólico falogocéntrico. Y no puede ser de otra forma puesto que, como hemos señalado, su preocupación por la materialidad concibe la posibilidad de la mediación material como forma de transformación del orden simbólico imperante. Si aplicamos, sin más, la grilla posestructuralista butleriana, no llama nuestra atención que la preocupación irigarayana sea etiquetada sencillamente como esencialista.

Lejos de los dominios butlerianos, la materia, y su intrínseca actividad productiva, nos conducen hacia la diferencia irigarayana. Los nuevos materialismos críticos feministas, un movimiento teórico emergente a inicios del siglo XXI, ofrecen claves interpretativas renovadas para abordar las ideas de nuestra pensadora. La emergencia, consolidación y crecimiento de este nuevo foco de debates en el interior de la teoría feminista reúne a intelectuales como Myra Hird (2004), Rosi Braidotti (2002, 2010); Diana Coole y Samantha Frost (2010), Elizabeth Grosz (2010), Vicki Kirby (2011) y Elizabeth Wilson (2015). Pero fueron particularmente influyentes dos extensos ensayos publicados por Karen Barad (2007) y Jane Bennett (2010), quienes ofrecen, desde estrategias argumentativas muy diferentes, una actitud epistemológica y ontológica construida a partir de una fuerte crítica al postestructuralismo de Butler. Estas autoras no están dispuestas a silenciar la materialidad mediante el privilegio del discurso, de la representación y del lenguaje. Barad señala:

Se le ha concedido demasiado poder al lenguaje. El giro lingüístico, el giro semiótico, el giro interpretativo, el giro cultural: últimamente, cada ‘cosa’, incluso la materialidad, se ha convertido en una cuestión de lenguaje o de alguna otra forma de representación cultural (2007: 132).

 

Agrega: “El lenguaje importa. El discurso importa. La cultura importa. Lo único que ya parece no importar es la materia” (Barad, 2007: 132). En este sentido, la posición de Butler parece conducir a un fundamentalismo lingüístico (Bordo, 1993) o a un esencialismo narrrativo (Femenias, 2003)[I]. Así, surge el interrogante: “¿Cómo llegó a ser el lenguaje más confiable que la materia?” (Barad, 2007: 132). Como mencionamos, la fuerte y aguda crítica al posestructuralismo feminista butleriano, ubicada en los cimientos de este foco conceptual emergente, reclama un compromiso con la materialidad que sopese las conceptualizaciones excesivamente centradas en aspectos lingüísticos, discursivos y socioculturales. En una búsqueda por considerar la realidad de la materia, los nuevos materialismos convocan a aquellas feministas que insisten en la existencia de la realidad más allá del lenguaje —claro que no en el sentido ingenuo de una realidad objetiva e independiente. Así, configuran una clara respuesta al giro lingüístico —que ha vertebrado a los feminismos posfundacionalistas y a la teoría queer de amplia proliferación en la última década del siglo pasado. Enfilados en el pensamiento especulativo, no conceden que la materia sea reductible al lenguaje. Su interés por un examen crítico —no representacionalista— de la ontología alejan definitivamente a este nuevo materialismo de aquellas versiones praxiológicas enraizadas en el marxismo.

Es así que los nuevos materialismos feministas intentan señalar y compensar la excesiva preocupación por el lenguaje, la significación, lo social y lo discursivo, por un lado, y el consecuente descuido de la materialidad y de la agencia de la materia, por otro lado. El hecho de que no podamos acceder a la materia en sus propios términos no debe alejarnos, afirman, de las formas en que la materialidad, incluida la materialidad del cuerpo, está en acción más allá de cualquier inteligibilidad cultural. Ahora bien, el objetivo de considerar la materialidad (del cuerpo), al margen del exclusivo protagonismo de los juegos del lenguaje en el proceso de materialización, puede resultar atemorizante. ¿Se trata de un retorno a la naturaleza? ¿O más bien se trata de teorizar una vinculación compleja entre lo discursivo y lo material desde nuevos marcos epistemológicos que, incluso, intentan desplazar los términos materia y lenguaje? Una vez más, se trata, nos dicen, de reconocer la agencia de la materia, no solo del cuerpo, el sexo y el género, sino de todos los aspectos del mundo material y de aquello que se designa como naturaleza en oposición a aquello que se denomina como social.

Aunque los escritos de Irigaray son anteriores a la irrupción de los nuevos materialismos críticos feministas, el hecho de que su trabajo anticipa esta orientación teórica emergente nos permite ubicarla dentro de las genealogías —multivalentes y transversales— de los feminismos posthumanistas y neomaterialistas. Astrida Neimanis (2017a) detecta en el trabajo de Irigaray una concepción de materia dinámica y productiva que no descuida los sistemas simbólicos de poder. Figuraciones del pensamiento irigarayano que han sido tradicionalmente interpretados como referencias esencialistas a un cuerpo naturalmente sexuado —tales como la referencia a los labios que se tocan—, son abordadas por Neimanis como complejas alusiones alegóricas que escapan a las posiciones dicotómicas esencialismo-construccionismo. Se trata, más bien, de un colapso entre las categorías de materia y significación —con las que frecuentemente se ordenan los debates— que los términos de realismo agencial de Barad (2007) o de la vitalidad de la materia de Bennett (2010) permiten comprender.

La materia, señala Barad, se encuentra enredada de forma intra-activa[II] con representaciones “a través de las cuales la materia-en-proceso-de-devenir se sedimenta y se envuelve en materializaciones posteriores” (Barad, 2007: 170). La materia posee agencia puesto que es capaz de articularse de forma “iterativa y diferenciada, reconfigurando el campo material-discursivo de posibilidades e imposibilidades en la dinámica en curso de su intra-actividad” (Barad, 2007: 170). La reconfiguración material del mundo, desde esta perspectiva, deviene en una reconfiguración continua, después de todo

el dinamismo de la materia es inagotable, exuberante y prolífico (…). La materia es un devenir dinámico intra-activo que nunca se queda quieto, una reconfiguración continua que supera cualquier concepción lineal de la dinámica en la que el efecto sigue a la causa de un extremo a otro (…). El dinamismo de la materia es generativo no solo en el sentido de traer cosas nuevas al mundo, sino en el sentido de traer nuevos mundos, de participar en una reconfiguración continua del mundo (Barad, 2007: 170).

 

Acudiendo a otras referencias filosóficas, Bennett (2010) sugiere que solemos perder de vista aquellas ocasiones en que la materia se resiste a ser absolutamente instrumentalizada por nuestras prácticas humanas y, desde allí, nos insta a reflexionar sobre el nervio que agita a la materia en una vitalidad vibrante. Bennett señala un carácter obstinado en la vitalidad de las cosas[III]. Por lo tanto, busca herramientas especulativas para dar voz (no específicamente humana) a una materialidad irreductible a la subjetividad humana. Después de todo, el nuevo materialismo trae consigo una fuerte crítica a las miradas antropocéntricas que encriptan el mundo en representaciones que justifican y habilitan su dominio.

Al igual que Barad, Bennett reprocha a la tradición imperante dentro del campo del feminismo aquella actitud epistémica representacionalista que atribuye a las palabras el poder de reflejar una materialidad preexistente. Aquellas propuestas teóricas que cabalgan sobre el representacionalismo, se edifican sobre el supuesto de que la materia cobra actividad sólo a partir de la interpretación social o, en las versiones radicales propias del giro lingüístico que vertebran tanto a los feminismos posfundacionalistas como a la teoría queer, afirman que la materia misma cobra existencia en las tramas del lenguaje (Neimanis, 2017b).

Admitir la cabal existencia de la materia no reductible al lenguaje resulta algo muy próximo a lo que Irigaray anticipó al mencionar que “algunas propiedades de lo ‘vital’ habrán sido mortificadas en la ‘constancia’ requerida para darle forma” (2009: 86). Las posibilidades abiertas que ofrece la materia configuran un motor para la teoría irigarayana de la diferencia y el devenir. La materia, entendida como una oportunidad y una fuerza generadora, constituye un telón de fondo promisorio para el sistema filosófico-político irigarayano, en el cual cobra especial relevancia debido a su identificación falogocéntrica con la feminidad. La construcción de otredad que envuelve materia y feminidad, ontológicamente degradadas, configura un intento representacionalista de domeñar el temor ante lo incognoscible.

Tal como ya hemos referido, el abordaje de los textos de Irigaray a partir del prisma ontológico de los nuevos materialismos críticos permite desenredar en modo espurio en que circula su trabajo. Del mismo modo en que Barad lo plantea explícitamente, la materia y el significado se entrelazan en la mirada de Irigaray. Sin ir más lejos, la noción de trascendental sensible que la autora promulga supone un cuestionamiento a la exaltación del Logos racional, abstracto y representacionalista, en virtud de un enredo persistente de ideas y propiedades materiales —ambos registros ejercen límites y ninguno de ellos resulta prioritario causalmente respecto al otro. Esto no implica postular la materia como sustrato plano, inerte y pasivo que auspicia de fundamento del lenguaje.

Irigaray (2007, 2009) advierte la imposibilidad de concebir una mirada sobre la materia lejos de cualquier forma de esencialismo en el interior de un orden simbólico falogocéntrico. Ella misma insiste en que la “materia […] debe una y otra vez alimentar la especulación” al mismo tiempo que “ese recurso es rechazado a su vez como desecho de la reflexión” y colocado “en el exterior de aquello que se resiste a la misma” (2009: 57). Es decir, a pesar de los empeños falogocéntricos por degradar ontológicamente la materia, y reducirla a un recurso instrumentalizado o una facticidad finita, ésta muestra ser soporte activo del pensamiento. 

Irigaray se anticipa a las numerosas producciones feministas actuales que reclaman una concepción de materialidad sujeta a un diálogo complejo capaz de reconocer su carácter creativo y su capacidad de acción. En este contexto, el desafío que Irigaray plantea supone arrebatar la materialidad al registro de la presentación sin retornar a una ontología sustancialista. La apuesta de Irigaray ofrece las bases para lo que podemos denominar como nuevo materialismo crítico feminista no fundacionalista[IV]. Esto supone reconocer agencia en el mundo material, corporal, no mediada por los significados sociales, sin que esto implique determinismo, fundacionalismo, y sin que esta opción ontológica suponga la eliminación de la capacidad de agencia humana necesaria para la consecución del proyecto político feminista.

El agua como figuración material para una ontología acuosa

A criterio de Irigaray, la exaltación de la significación se vincula con una economía de sólidos. La metafísica de la sustancia o de la presencia, subsidiaria de la economía representacional falogocéntrica, requiere de la proyección de una corteza sólida (Irigaray, 1999). Sus consideraciones respecto a la fluidez, por ejemplo, se entraman en consideraciones más generales sobre la fluidez y sus figuraciones como medio para una profunda crítica del orden simbólico sacrificial que, interesa enfatizar una vez más, escinde en oposiciones insalvables materialidad y representación. El mismo sistema de representaciones oculta la materialidad generativa, y proyecta en su sitio una superficie sólida y estática.

Al invocar la fluidez Irigaray resalta el carácter flexible y abierto de la materialidad que se anuda de forma indisociable con la subjetividad, lo simbólico y la actividad de la representación. La fluidez conecta de forma dinámica la materialidad y las ideas. Irigaray (1993) concibe una continuidad material con el entorno del que formamos parte. Aún más, como sugiere Barad, la materia nunca es materia bruta. La materialidad corporal, al superponerse y transitar por un medio elemental más expansivo, es también semiótica y simbólica. No es posible trazar límites ontológicos taxativos entre los vectores de poder y subjetivación, inevitablemente encarnados, y los vectores de intensidad que vibran en el plano de inmanencia material. La materia siempre es una mezcla híbrida y contaminada de mundo y palabra.

Neimanis (2017a) no identifica fluidez con feminidad del modo en que sí lo hacen los abordajes tradicionales. Veamos, la diferencia producida por la lógica binaria representacionalista identifica lo femenino como otredad degradada respecto del Sujeto masculinista falogocentrado. Dentro de los límites del falogocentrismo, la potencia (re)productiva de la materialidad corpórea se trueca en dominio degradado de las mujeres, pero tal identificación de ningún modo es esencial sino, más bien, una cripta simbólica que permite el rechazo de la “peligrosa” potencia generativa de la materia.

Es cierto que el énfasis en la morfología femenina que puebla la obra irigarayana ha crispado también a varias pensadoras feministas posestructuralistas. Pero, afortunadamente, lecturas comprometidas con los nuevos materialismos críticos feministas no fundacionalistas permiten detectar en las ideas de nuestra pensadora la potencia de una gestacionalidad posthumana vinculada con la agencia de la materia y, de este modo, hacer a un lado el conveniente énfasis en la feminidad como una esencia biológica, o como un dato fáctico ingenuo, según la cual las mujeres se definen por una morfología anatómica.

La apelación a la morfología corporal femenina como alegoría de la productividad de la materia resulta una estrategia retórica con fines políticos. Por lo tanto, la aparente dicotomía que Irigaray instala entre lo femenino como fluido y lo masculino como estático y sólido debe entenderse como un recurso retórico que intenta señalar aquello que la representación excluye de forma radical. Del mismo modo que las propiedades dinámicas y productivas de la materia, aquellos seres corporizados con capacidad de gestar no pueden encontrar sitio dentro del falogocentrismo. Lo simbólico envuelve y produce la virtualidad desbordante de la materia bajo la identidad representacional Mujer como lo Otro. Materia y feminidad necesitan ser degradas y controladas representacionalmente dentro de una lógica falogocéntrica —donde las verdades sólidas y las entidades cognoscibles son sostenidas en formas rígidas y estáticas.

La continuidad irigarayana entre fluidez y feminidad es un emergente falogocéntrico que se propone cercar simbólicamente el carácter rebelde e incontenible que destella alegóricamente en las corporalidades producidas como mujeres. Irigaray postula que la fluidez de una ontología que abraza la virtualidad de la materia es ajena a la ontología falogocéntrica, por tanto esta fluidez es lo que debemos recuperar si nos interesa reconfigurar una concepción de diferencia capaz de lidiar con lo radicalmente ajeno. Una refiguración ontológica en torno a los fluidos nos permite enfrentar la diferencia desde el enfoque, no siempre comprendido, de Irigaray. La fluidez produce diferencia bajo una lógica que engendra un continuo devenir. La fluidez supone un tipo de diferencia ontológica que, lejos de las diferencias que la representación produce, evaden la desigualación y la subordinación.

Lo fluido permite figurar la complejidad material en la que se incrusta la noción de diferencia de Irigaray. En una dimensión ontológica, el agua anima, conecta y sostiene la proliferación de otro tipo de diferencia que aquella que el falogocentrismo implanta. A partir de Gilles Deleuze (2002), podemos entender la fluidez como diferencia positiva, no aquella que requiere de identidades. Esto implica dimensionar que “la diferencia está detrás de toda cosa, pero no hay nada detrás de la diferencia” (Deleuze, 2002: 102). La diferenciaź positiva deleuziana entraña un desafío indefinido, es radical, incluso monstruosa, un caos sin forma, sin tierra, que no tiene otra ley que su propia repetición, su propia reproducción en el desarrollo de lo que diverge y desciende. No hay lugar para identidades —tales como una esencia femenina— en este proceso de diferenciación o divergencia continua.

Más allá de sus referencias a los fluidos, la constitución acuosa de la materialidad corporal se vuelve explícita en Marine Lover of Friedrich Nietzsche (1991). Allí, Irigaray señala que las aguas hacen posible la gesta de la materialidad carnosa del cuerpo. Desde un enfoque francamente neomaterialista, Neimanis (2013, 2017a) conduce el enfoque de la fluidez de Irigaray hacia un elemento muy real y material: el agua. El agua es materia. Pertenece a lugares específicos y se transforma de manera específica. Tiene estados de fase, se comporta de formas químicas y físicas específicas. El agua cambia de forma y logra materializar algo que sólo suele ser considerado como una propiedad abstracta: lo fluido. Si la fluidez es una cualidad abstracta, el agua, enfatiza Neimanis, es una sustancia viva que sustenta esta tierra, con la cual tenemos obligaciones.

Una atención profunda y detallada a las capacidades materiales, o las lógicas específicas, del agua pueden inspirarnos a re-imaginar cómo emergemos como sujetos. Dentro de tales circulaciones, el agua no se mueve ni a una velocidad uniforme ni como una masa coherente. En cierto sentido, el agua es un sistema cerrado: nuestro planeta no gana ni renuncia al agua que alberga, sino que solo es testigo de su continua reorganización y redistribución. Esta economía ontológica encierra nuestra existencia material en la inmanencia donde todo emerge y se hunde cíclicamente. El agua, que compone y sostiene temporalmente a cualquier cuerpo, trae consigo una historia que tiene al menos 3.900 millones de años y continuará mucho más allá del lapso de la vida de cualquier cuerpo y especie. El agua es a la vez peligro y salvación, amenaza y boya. Tememos ahogarnos y tememos la sed (Mielle y Neimanis, 2013). El agua es vulnerable en formas específicas a la actividad humana, pero el agua también posee una poderosa capacidad de agencia: una sola ola rebelde puede aniquilar a cientos de miles de humanos, o una retirada abrupta puede matar de hambre por sequías a varias comunidades.

La mayor parte de nuestro cuerpo está compuesto por este elemento material. Somos cuerpos de agua (Neimanis, 2013, 2017a). Nuestra existencia como cuerpos de agua es un hecho biológico. Esta dimensión carnal/acuosa se incrusta en un mundo que compartimos con otros cuerpos humanos, animales, vegetales, geofísicos y meteorológicos también constituidos fundamentalmente por agua. No sólo somos cuerpos efectivamente conformados por agua, también residimos dentro y somos parte de una hidro-comunidad global, poderosa y frágil, donde el agua, vital para los humanos y todos los demás cuerpos en este planeta, se contamina, mercantiliza y reorganiza peligrosamente (Neimanis y Loewen Walker, 2014). La materialidad del cuerpo emerge de diversas formas del agua, depende fisiológicamente de este elemento agua y vuelve a él. El agua es necesaria para mantener nuestra estructura celular y las reacciones químicas que allí acontecen, para transportar nutrientes y oxígeno y para permitir la eliminación de desechos. Bebemos, orinamos, salivamos, menstruamos, eyaculamos, transpiramos. El cuerpo proviene y está en deuda con el agua, por lo tanto no debemos buscar un momento claro de separación de la materia corporal y el agua.

Inevitablemente debemos acudir al agua en busca de sustento, pero, de un modo más radical, el agua nos impregna constitutivamente. Nuestros cuerpos están inmersos en un medio acuoso y nuestros cuerpos son acuosos. El agua, entonces, constituye un aspecto material que corporealiza nuestra existencia carnal. Las consideraciones ontológicas de Irigaray —atentas a desmontar la ontología pétrea masculinista en pos de una concepción acuosa y dinámica de la materia— abordan el agua como materialidad y no como la propiedad abstracta a la que acude el discurso posmoderno. Pensar el agua desde la propuesta filosófica de Irigaray no sólo nos conduce a la materialidad de los cuerpos, también a las formas en que estos cuerpos se funden, en una fluida continuidad material en un ambiente hidro-común elemental (Neimanis y Loewen Walker, 2014). Esta mirada nos conduce, inevitablemente, hacia una lectura material y posthumana de los cuerpos.

 Irigaray presta atención al ámbito material y acuoso del cual proviene la vida. Tal como hemos sugerido al inicio de esta propuesta, tanto el mar como el útero constituyen profundidades abismales e incognoscibles para la representación, un continente oscuro, un fondo que nunca se ha sondeado. La matriz generativa que anida en la materia no es otra cosa que la oscuridad incognoscible donde encontramos nuestras condiciones de posibilidad, un más allá más peligroso para la luz de la racionalidad fálica (Mielle y Neimanis, 2013). Las profundidades abisales de nuestros inicios acuosos —que Irigaray llama alegóricamente maternos—, nunca se revelarán completa y definitivamente debido a la incapacidad del ámbito de la representación para contener o hacer lugar a la materia. La ficción epistemológica que el falogocentrismo hace rodar afirma la posibilidad de un pasaje del reino de lo oculto hacia el reino de lo revelado mediante la representación (Neimanis, 2017b). La producción de nuestra materialidad en el medio amniótico es siempre ambigua y, por tanto, convenientemente empaquetada por la otredad que lo simbólico edifica sobre el temor a lo incognoscible.

El temor del origen material de la pretensión desencarnada del Logos pone en continuidad feminidad y materialidad, ambas envueltas en una otredad representacional que intenta lidiar con la alteridad radical con la que el ámbito de lo simbólico siempre tropieza. Comprender el carácter gestacional de las aguas posthumanas y transcorpóreas nos permite expandir el pensamiento de Irigaray más allá del reduccionismo biológico o esencialista vinculado con la potencia humana maternal que yace en el útero como sede de la feminidad. La mirada posthumana y transcorpórea aborda los cuerpos bajo una noción de diferencia siempre incrustada en la continuidad material, en la relación e interconexión. Pese a lo que el falogocentrismo se empeña por implantar: identidades representacionalmente segmentadas, desigualadas y jerarquizadas, nuestros cuerpos de agua —gestados en agua, contenidos en aquella corteza gaseosa de vapor de agua a la que llamamos atmósfera, nutridos e hidratados— siempre están en el agua. Nuestros cuerpos de agua se continúan en otros cuerpos de agua en un sentido radicalmente material (Neimanis, Åsberg y Hedrén, 2015). Estos ciclos complejos y compartidos, cuerpo a cuerpo, componen nuestra trans-corporealización en una hidrocomunidad planetaria (Alaimo, 2008; Neimanis y Loewen Walker, 2014). 

En tanto sujetos corporealizados, la agencia de nuestra materialidad corporal supone que todos somos acuosos, esto es: todos albergamos potencia de la gestacionalidad acuosa. Los cuerpos acuosos señalan la imposibilidad de establecer una frontera o límite ontológico entre nuestras corporalidades carnosas y el agua. Todos los existentes compartimos una fluidez material común. Las capacidades gestacionales del agua sostienen desdoblamiento en una continuidad carnal que se confunde con la unidad material de la cual florece lo múltiple —productividad de la materia que resuena estruendosamente en la capacidad gestante de algunos cuerpos. El agua es el elemento que sustenta fundamentalmente estas relaciones: somos gestados en un saco amniótico en aguas amnióticas que pertenecen a la materialidad concreta de un cuerpo que, incluso, permanece materialmente conectado en continuidad ontológica con una hidro-comunidad planetaria. El agua que inunda, produce y sostiene nuestros comienzos amnióticos se prolonga en un medio gestacional más amplio que continúa sosteniéndonos, protegiéndonos y nutriéndonos, tanto intra, inter como transcorporalmente.

Este pasaje de un medio gestacional a otro, en continuidad, libera al útero del sitio fijo y esencial que fundamenta la feminidad, ahora cobra relevancia como aquella propiedad que anida en la materia, es decir: la matriz que produce y sostiene la vida humana y no humana. Los cuerpos de agua vivientes —arqueas, bacterias y eucariontes— deben su existencia corporal a la gestación en un medio acuoso en una pluralidad de procesos que se extienden más allá de úteros humanos. El carácter gestacional de la materia se expande aún más si consideramos los cuerpos en continuo tránsito y transformación de nuestros ciclos hidrológicos planetarios: océanos, acuíferos, granizo, rocío matutino, entre tantos otros. Cada uno de estos cuerpos acuosos emerge, se prolonga, se desprende y se disuelve en los otros. Nuevamente, la gestacionalidad posthumana nos aproxima a una noción de diferencia que no depende de las identidades que la racionalidad falogocentrada traza mediante su cuadrícula representacionalista.

Reflexiones finales: hacia un nuevo materialismo hidrofeminista

Neimanis (2013, 2017a) está dispuesta a dialogar con la ciencia sin que esto suponga el abandono del pensamiento crítico, ni una fusión irreflexiva con un realismo ingenuo. En contra de las restricciones epistémicas que se desprenden de los monocultivos conceptuales (Wilson, 2015), Neimanis afirma que los datos de la ciencia deben tomarse en serio, pero no literalmente. La ciencia señala una serie de formas en las que reposicionarnos frente al agua, en su dimensión material y no abstracta, puede abrir nuevas posibilidades para reflexionar y encarnar la subjetividad feminista.

Desde el prisma del feminismo poshumanista de Neimanis, el cuerpo de agua resulta una figuración material prometedora[V] ante el apremiante requerimiento de construir relaciones ecológicamente responsables con el agua —y, consecuentemente, con toda forma de materia, humana y no humana, viva y no viva. Así, Neimanis (2017a, 2017b) despliega el cuerpo de agua como una figuración materialista crítica capaz de crear un espacio epistemológico, ontológico y ético para una praxis política sostenida en esta subjetividad feminista acuosa. El materialismo ontológico al que Neimanis (2017a) adscribe no abreva en ninguna forma de fundacionalismo. La autora se inscribe en una política de posición cincelada por las vicisitudes históricas a través de las cuales las identidades son producidas e investidas de poder y significado —en intercambios físicos y químicos, que sostienen el tránsito de materia entre cuerpos humanos y no humanos, en diálogo intra-activo con flujos de significación (Barad, 2007).

Neimanis (2017a) afirma que el pensamiento feminista debe reflexionar con más cuidado sobre la complejidad de los flujos de la bio-materia, flujos no ajenos a las dinámicas más persistentes de poder. Ambas dimensiones se imbrican mutuamente en lo que Myra Hird (2004) concibe como una tensión superpuesta e irresoluble entre la cultura de la naturaleza y la naturaleza de la cultura. Por lo tanto, Neimanis afirma la necesidad de sostener en nuestras reflexiones y prácticas aquel registro ontológico para el cual —en las observaciones de Irigaray (1991)— el agua constituye un suelo líquido, siempre cambiante, para la vida. Al estar encarnados, estamos ineludiblemente ubicados dentro de un mundo para el cual el agua es una condición de posibilidad originaria así como fuente de diferenciación e incognoscibilidad. El agua permite comprender este contínuum ontológico material inmanente para el cual el cuerpo que soy se extiende a través de mí, y más allá de mí, de modo material y político. A partir de aquí, Neimanis se interroga: ¿cómo se complejizan, complican y enriquecen mis obligaciones con el mundo, con las demás, así como mi comprensión de mí misma y de mi ‘ubicación’ política?

Concebir nuestras existencias carnales como cuerpos de agua encuentra su potencia política en razones muy concretas. Neimanis (2013) enfatiza que la capacidad del agua para mantener la vida está en progresivo y grave peligro. El cuerpo de agua, como figuración política, se propone desnaturalizar el corte que hacemos entre nuestras aguas humanas y las aguas ecológicas, y también reclama atención a las aguas que con demasiada frecuencia quedan relegadas en un fondo irreflexivo de nuestras vidas. En 2025, 1800 millones de personas vivirán en países o regiones con escasez absoluta de agua, y dos tercios de la población mundial podrían estar bajo condiciones de estrés por este motivo. El 60% de los desechos líquidos peligrosos se inyectan directamente en el suelo, debajo de la capa freática del agua potable, y los contaminantes emergen de manera persistente en los suministros de agua que consumimos. Existirá una sostenida intensificación de tormentas catastróficas, inundaciones y sequías en las próximas décadas. Los eventos climáticos, la escasez de agua y la contaminación están interconectados. Pero más concretamente, nunca operan solo sobre el medio ambiente.

En el contexto local: cuatro millones de argentinos viven en zonas con aguas contaminadas por arsénico. Prácticamente, 1 de cada 10 argentinos está expuesto a este elemento químico cancerígeno, según un informe del Instituto Tecnológico de Buenos Aires. Detectaron agua contaminada en un 72% de la zona de Sierra de los Padres y un análisis confirmó que la mayoría de los vecinos tienen agua no apta para consumo humano. El Río Reconquista, el segundo cauce más contaminado de la Argentina baña 18 municipios bonaerenses, que deja a más de cinco millones de personas expuestas a 12 mil industrias que usan sus márgenes como cloaca o como basural. Se ha denominado como ruta del agua mala al modo en que el arsénico acecha a los pobladores del Norte del país. En términos generales el atraso en la cobertura de agua expone a 20 millones de argentinos a múltiples enfermedades. Una cosa queda clara, política y materia alimentan la relevante figuración para el campo del feminismo que Neimanis expone (Ahlersa y Zwarteveen, 2009).

En suma, el cuerpo de agua que Neimanis propone como figuración feminista está firmemente arraigado en las preocupaciones urgentes y diversas relacionadas con el agua de nuestro siglo XXI. Su fuerza crítica no sólo configura un tropo discursivo relevante sino también reconoce una deuda con las aguas reales (ampliamente en peligro) —materialidad de la que obtiene su poder figurativo. A su vez, la atención a las capacidades materiales del agua informa un nuevo modo de pensar sobre la subjetividad en términos colectivos en lugar de individuales. Neimanis traza los contornos del mapa de un sujeto feminista que recurre a la especificidad del agua como ayuda para comprender su situación en un mundo acuoso cargado con las corrientes de ideología, cultura, historia, política y economía (Ahlersa y Zwarteveen, 2009). Neimanis (2013, 2017a, 2017b) enfatiza cómo los cuerpos acuosos (humanos y no humanos) construyen una política de ubicación que nos enfrenta con la responsabilidad situada en relación con aguas concretas y específicas[VI]. La figuración del cuerpo de agua es, por lo tanto, un cultivo de conciencia ecológica, pero claramente en formas que no pueden disociarse de la política, la economía, la colonialidad y el privilegio de ciertas localizaciones subjetivas en función de múltiples ejes de poder.

La lucidez y potencia de las ideas de Irigaray admiten ser interpretadas desde el prisma de los nuevos materialismos. Así, nos brinda elementos para pensar los cuerpos en un devenir continuo, siempre abiertos a una reconfiguración intra-activa (Barad, 2007). Al mismo tiempo, la ontología acuosa que propone reverbera con el hecho de que estamos compuestos principalmente de agua. Desde allí emerge el imperativo de preguntarse cómo nuestras teorías de la encarnación y la corporealización pueden fomentar, o fracturar, el cuidado, la preocupación y la responsabilidad hacia los diversos cuerpos de agua que nos sustentan. Es cierto, los nuevos materialismos han suscitado temor y fuertes críticas. ¿Se trata de volver a la naturaleza? ¿O más bien de teorizar una vinculación compleja entre lo discursivo y lo material desde nuevos marcos epistemológicos? Preguntas que nos desafían a poner en remojo, de forma crítica, los marcos teóricos con los que contamos.

 

 

 

Bibliografía

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⃰ Doctor en Psicología por la Universidad Nacional de La Plata. Profesor en la Facultad de Humanidades y Ciencias de las Educación de la UNLP. Investigador del Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG), perteneciente al Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS, UNLP/CONICET). Contacto: arieles21@hotmail.com

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[I] Agradezco estas referencias a los meticulosos comentarios y observaciones de unx de lxs revisorxs del artículo.

[II] Por intra-acción debemos entender el carácter de mutua implicación entre lo material y lo discursivo. En palabras de Barad: “Las prácticas discursivas y los fenómenos materiales no tienen una relación de externalidad entre sí; más bien, lo material y lo discursivo están mutuamente implicados en la dinámica de la intra-actividad. La relación entre lo material y lo discursivo es de vinculación mutua. Ni las prácticas discursivas ni los fenómenos materiales son ontológica o epistemológicamente anteriores. Ninguno de los dos puede explicarse en términos del otro. Ninguno de los dos es reducible al otro. Ninguno tiene un estado privilegiado para determinar al otro. Ninguno de los dos es articulado o articulable en ausencia del otro; materia y significado se articulan mutuamente” (Barad, 2007: 152).

[III] Al respecto, cabe señalar que algunas autoras pertenecientes al campo de las Epistemologías Feministas también han cuestionado, desde hace ya varias décadas, la dicotomía sujeto-objeto (Fox Keller, 1985). Aunque desde otra perspectiva a la de Bennett, Donna Haraway (1999) ha desarrollado la metáfora del coyote para subrayar la vitalidad del objeto de estudio. (Una vez más, agradezco este punto a los señalamientos de unx de lxs revisorxs del artículo).

[IV] Propongo la denominación de nuevos materialismos críticos feministas no fundacionalistas a las miradas teóricas preocupadas por la agencia de la materia más allá de los dominios del lenguaje y que consideran la complejidad del enredo ontológico entre materia y significación. Por varios motivos, el modo en que estos enfoques retornan a la materia no pueden considerarse esencialistas.

[V] Neimanis postula el cuerpo de agua como una figuración política feminista. Las figuraciones son constructos estratégicos y potentes que permiten la praxis política. Nos dice Neimanis que, en el seno de los nuevos materialismo feministas, una figuración adquiere su fuerza a partir de un elemento material (Agua) que compromete directamente a aspectos de nuestra subjetividad (encarnada) que el régimen falogocéntrico arroja fuera de sus límites (es decir, fuera de la representación). Neimanis rastrea múltiples figuraciones de la subjetividad feminista que prestan atención a la materialidad de nuestra subjetividad: el cyborg de Donna Haraway, la viajera del mundo de Maria Lugones, la mestiza de Gloria Anzaldua, el sujeto nómade de Rosi Braidotti, entre otros. Todos ellos nos enfrentan con nuestra pertenencia y responsabilidad en un mundo donde lo político y lo material se abrazan complejamente.

[VI] Esta política de ubicación se sostiene en los aportes de Donna Haraway (1995), quien propone la noción de conocimientos situados. Ella enfatiza el carácter situado y encarnado de toda subjetividad. Haraway desconfía de las prácticas de representación, pues ellas no reflejan, sino que difractan, lo que tienen ante sí. Haraway afirma que los conocimientos situados no reproducen lo que ya se ha promulgado, sino que produce formas novedosas que producen nuevos patrones de interferencia políticamente prometedores. Por su parte, Linda Alcoff (1988) propone el concepto de posición para señalar que los sujetos no se definen por un conjunto particular de atributos sino por una posición particular en un contexto. El carácter posicional inscribe al sujeto en una red de elementos que involucran a otros, condiciones materiales objetivas, instituciones e ideologías culturales y políticas. Asimismo, ante la insistente preocupación por quiénes somos, Adrienne Rich (2001) señala el imperioso requerimiento de prestar atención a dónde estamos. Nombra este interés como política de ubicación, y propone comenzar por el cuerpo, nuestra geografía más cercana.