La ontología acuosa de Luce Irigaray. Aportes para un nuevo materialismo
hidrofeminista
Ariel Martínez ⃰
Resumen
Las ideas feministas de Luce Irigaray señalan
críticamente la existencia de un orden simbólico falogocéntrico.
Se ha enfatizado que sus aportes explican cómo las mujeres no logran emerger
bajo sus propios términos, sino a condición de los grilletes de una mediación
representacional que las entrampa como otredad degradada respecto de lo Mismo.
Mucho menos se han señalado sus reflexiones ontológicas que postulan la
peligrosidad de la potencia gestacional y generativa de la materia respecto de
un orden que abstrae el origen y sostiene la pretensión desencarnada del Logos.
Ante el prisma del postestructuralismo feminista
norteamericano —desde las últimas décadas del siglo XX—, la continuidad entre
feminidad y materia fue pobremente interpretada y, consecuentemente, su
propuesta en torno a la diferencia fue denostada bajo la noción de
esencialismo. El presente aporte pretende poner en acción el nuevo materialismo
feminista de Astrida Neimanis.
Su preocupación ontológica por la materialidad del Agua nos provee de herramientas
que permiten, por un lado, hacer justicia a la complejidad de la propuesta
líquida y acuosa irigarayana y, por otro lado,
consolidar una mirada posthumana y transcorpórea para un hidrofeminismo
que cultive una responsabilidad con el mundo y reconozca nuestra deuda y
continuidad material con él.
Palabras clave: nuevos materialismos, agua, cuerpo, feminismo, falogocentrismo
Luce Irigaray’s
aqueous ontology. Contributions for a hydrofeminist
new materialism
Abstract
Luce Irigaray’s feminist ideas critically signal the existence of a phallogocentric symbolic order. The emphasis has been on her contribution’s explanations concerning women’s inability to emerge under their own terms, and only in the shackles of representational mediation that traps them as a degraded otherness of the Same. Far less attention has been granted to her ontological reflections that postulate the dangerousness of the gestational and generative potential of matter regarding an order that abstracts the origin and sustains the disembodied pretense of the Logos. Under the prism of North American feminist post-structuralism —from the last decades of the 20th century— the continuity between femininity and matter has been poorly interpreted and, consequently, her proposal on the subject of difference was reviled under the notion of essentialism. The current contribution intends to put in action Astrida Neimanis’ new feminist materialism. Her ontologic concern about Water’s materiality provides us with tools that allow, on the one hand, to bring justice to the complexity of Irigaray’s liquid and aqueous proposal and, on the other hand, to consolidate a post-human and transcorporeal look for a hydrofeminism that cultivates a responsability towards the world and acknowledges our debt and material continuity with it.
Keywords:
new materialisms, water, body, feminism, phalogocentrism
Introducción
Es indiscutible, el
pensamiento de Luce Irigaray forma parte de las tensiones conceptuales que
integran el canon de la teoría feminista. Identificada como la representante
por excelencia del pensamiento de la diferencia sexual, la intelectual francesa
constituye un hito ineludible en el trazado de una cartografía tendiente a
guiarnos en la complejidad de los principales debates feministas.
Lamentablemente, las poderosas impregnaciones del posestructuralismo en el
feminismo norteamericano durante las dos últimas décadas del siglo XX, hicieron
de Irigaray el epítome del esencialismo. Así, la complejidad y las
prolongaciones ontológicas de la polifonía, característica de su propuesta
filosófica, han sido injustificadamente desdeñadas. Al mismo tiempo que el
construccionismo cultural abonó el campo feminista sobre el cual floreció la
categoría de género, la oscuridad del esencialismo fue sistemáticamente
invocada como índice de la peligrosidad a la que el feminismo se enfrentaba
cada vez que las categorías de diferencia,
cuerpo, materia y sexo ganaban
protagonismo.
El propósito de este
aporte consiste en fracturar la identificación espuria entre diferencia irigarayana y esencialismo que flota libremente en la
superficie de las aproximaciones poco matizadas de la teoría feminista. También
se propone un acercamiento amplio hacia los nuevos materialismos críticos
feministas —que, como se explica más abajo, aquí caracterizamos como no fundacionalistas—, pues el pensamiento especulativo que
vertebra tales propuestas permite una operación de rescate respecto a las ideas
de Irigaray —aquí nos empeñamos por identificar en sus escritos los
prolegómenos de una preocupación ontológica por la materia alejada de cualquier
esencialismo. Ante las frecuentes acusaciones de la despolitización intencional
que anida en cualquier aproximación e interés ontológico respecto a la materia,
y su actividad más allá de la agencia exclusivamente humana, nos centramos en
el agua como forma de problematizar tal supuesto —tópico que, por otra parte,
protagoniza el pensamiento fluido y acuoso de Irigaray.
Luce Irigaray y el representacionalismo
falogocéntrico
Astrida Neimanis (2017a) se
interesa por el límite que las aguas oceánicas imponen a la cognoscibilidad. El
artefactualismo que la racionalidad moderna despliega
para alimentar su maquinaria representacionalista se
topa con el límite de una alteridad radical que el mar materializa y alegoriza
al mismo tiempo. Neimanis señala:
La oscuridad de los
confines más profundos del Pacífico, en su inaccesibilidad, es menos conocida
que la luna. Incluso las imágenes recientes de estas profundidades reunidas en
sumergibles biónicos solo pueden iluminar con sus faros una pequeña porción de
esta oscuridad. ¿Qué podría revelar la unión de estas porciones en algún
mosaico ocular? Nada definitivo. A medida que se revela la porción siguiente,
la anterior se vuelve diferente. Más del 60 por ciento de la tierra está
cubierta por océanos con más de una milla de profundidad, lo que lo convierte,
por mucho, en el hábitat más grande de la tierra. Sin embargo, lo que se
encuentra debajo de la superficie de nuestros océanos sigue siendo, en gran parte,
desconocido (Neimanis, 2017a: 83-84).
Resulta claro que, a
criterio de Irigaray, el empeño por conceptualizar lo incognoscible configura
uno de los bastiones del pensamiento falogocéntrico.
El imperativo de trascendencia propio del Logos se entrama con la tendencia
racional —que opera mediante la representación como pretendido reflejo de la
realidad— a nombrar, contener y controlar lo múltiple mediante el cierre
conceptual que reduce lo imprevisible e impone la unidad y la totalidad (Canters y Jantzen, 2014). La
diferencia que se gesta por fuera de aquellas exigencias representacionales es
descartada, erradicada, en virtud de las formas en que lo simbólico modela la
diferencia. Irigaray señala que:
Pretender que lo
femenino puede decirse en forma de un concepto es dejarse recuperar en un
sistema de representaciones ‘masculino’, en el que las mujeres quedan atrapadas
en una economía del sentido que sirve para la autoafección
del sujeto (masculino) (Irigaray, 2009: 92).
En reiteradas
oportunidades, la escritura de Irigaray (2007, 2009) presenta el cuerpo
femenino vinculado con la materialidad, como aquella diferencia impensable e
irrepresentable. Esto no llama la atención, pues el orden simbólico falogocéntrico produce tal identificación y, justamente, la
fuerza política de la filosofía feminista de nuestra pensadora se gesta como
contraataque de tal operación. Proximidad, cercanía y diferencia material
contrasta en su pensamiento con la identidad y la representación. Aún más, lo femenino
es producido como una figurabilidad concreta
—aunque simbólicamente mediada— de la materia en aquel contraste simbólicamente
conferido. En este contexto, algo de lo irreductible a la representación se
filtra en lo femenino y lo materno —rúbricas labradas como estrategia simbólica
y forma de dominio de la potencia productiva y gestante de la materialidad de
algunos cuerpos—, y es capaz, incluso, de herir la unicidad y mismidad que la
clausura circular de la autorrepresentación, la autodeterminación y la
autoidentificación producen.
María del Mar
Pérez-Gil (2011) señala la retórica que envuelve el relato bíblico de la virgen
María, quien no sólo concibió milagrosamente un hijo
sino que permaneció virgen aún después del parto. Las interpretaciones al
respecto permiten sondear estrategias simbólicas que resultan ampliamente
perjudiciales para quienes son marcadas simbólicamente como mujeres. El orden
simbólico falogocéntrico al que Irigaray se enfrenta,
conduce a un sistema de diferencia y exclusión que extrae su fuerza de la espiritualización
del cuerpo. De esta forma, la materialidad del cuerpo, en general, y el cuerpo
de las mujeres, en particular, se vuelven el foco de los intentos de ocultar o
desmaterializar la carne mediante la idealización que el lenguaje y la
representación falogocéntricos promulgan.
Ante este panorama en
el que la representación se exalta a sí misma a partir de una escisión
fundamental respecto de la materia y el cuerpo, Irigaray (2009) apuesta por una
recuperación de la inmanencia del cuerpo sin que esto suponga un despojo
radical del lenguaje. Es conocida la advertencia que Irigaray realiza respecto
a que las mujeres no cuentan con palabras para dar cuenta de, o expresar, la
particularidad de su existencia. Al respecto, la propia autora ofrece un
espectro analítico amplio que incluye el problema de la materialidad y su
relación con el lenguaje. Irigaray afirma que el cuerpo que da vida no es capaz
de ingresar en el lenguaje, y, puesto que el cuerpo que da vida puede
entenderse literalmente como el desdoblamiento de la materia a partir de
procesos intrínsecos, podemos detectar en su pensamiento algunas claves para
develar aquel proceso falogocéntrico que
desmaterializa lo simbólico y, al mismo tiempo, entrampa aquellas
corporalidades que literalizan la amenaza de la
materia y su potencial desborde respecto a los límites que impone la
representación.
Irigaray advierte la
imposición de imágenes y metáforas que elevan al ideal la figura del padre como
representación y reflejo de la realidad. Al operar bajo un sentido
profundamente fálico, confinan la feminidad, y el desborde material que
alegoriza, al “dark continent {continente negro}” (Freud, 1979: 199)
que, como tal, debe ser extirpado del lenguaje y cercado como amenaza para la
unicidad y totalización fálica que el orden simbólico produce como reflejo de
sí mismo. Irigaray vincula el orden simbólico que gravita en torno al Falo como
ley simbólica pétrea —lo que Shannon Winnubst (1999)
denomina como la estructura represiva del falo— con el ocultamiento del poder
de dar vida de la madre. Así, el carácter patrilineal de las genealogías masculinistas ubica al hombre como único creador. Una vez
más, nuestra pensadora devela una operación medular del patriarcado: exaltar la
racionalidad, y sus carriles representacionales propios del lenguaje, y su
capacidad de engendrar ideas y, al mismo tiempo, degradar ontológicamente la
materia, y sus procesos productivos, hasta el punto de recubrirla con
representaciones que la postulan como un sustrato inerte y carente de agencia.
Si Irigaray detecta y
critica la constante supresión simbólica del cuerpo de la madre, es posible
conducir las mismas observaciones hacia una afirmación más radical y
productiva: la constante supresión de la materia —cuya represión deviene gesto
fundacional de la autoexaltación del carácter puramente simbólico de las
representaciones. La situación de subalternidad de las mujeres encuentra,
probablemente, una de sus raíces, o muestra ser concomitante con un orden
simbólico que se eleva hacia la trascendencia del Logos (Fálico) en detrimento
de la materia. Se trata de un orden simbólico donde
lo femenino sólo
tiene lugar en el interior de modelos y de leyes promulgados por sujetos
masculinos. Lo que implica que
en realidad no existen dos sexos, sino uno solo. Una sola práctica y
representación de lo sexual. Con su historia, sus necesidades, sus reversos,
sus carencias, su/sus negativos… cuyo soporte es el sexo femenino (Irigaray,
2009: 65).
Así, la agencia de la
materia, en continuidad representacional con lo femenino, es relegada al
silenciamiento simbólico, confinada a la oscuridad de la caverna y a lo Otro como reflejo distorsionado de lo Mismo. Por ejemplo, el relato del
origen divino de Cristo echa por tierra la materialidad del parto. Ante este
matricidio fundante del patriarcado, Irigaray (1985) propone recobrar la
dimensión carnal de la subjetividad, indisociable de la reconstrucción de
genealogías femenino-maternas, tanto verticales —recomponiendo la separación
que el patriarcado efectúa entre madre e hija— como horizontales —recomponiendo
la ruptura misma de los vínculos entre mujeres (Irigaray, 1993).
El feminismo de Irigaray cabalga sobre la gesta de un nuevo lenguaje capaz de anudarse con la
materialidad corpórea. Si con cada acto y operación simbólica patriarcal se
produce una pérdida de la materialidad del cuerpo —que, a criterio de Irigaray,
no es otra cosa que el asesinato materno que late en el corazón de este orden
político—, la posibilidad de recobrarla implica la producción de un lenguaje
que reconozca sus anudamientos ontológicos con la materialidad silenciada y
prohibida. En el contexto falogocéntrico la potencia
del cuerpo materno es domeñada por las representaciones simbólicas que hacen de
las mujeres recipientes, receptáculos pasivos, una versión subsidiaria y
defectuosa de la potencia del Logos masculino. Enceguecidas por la distorsión
de estos significados, las mujeres desconocen la potencia de la materialidad
que sus cuerpos contienen y, así, se ven conminadas a parirle la estirpe al
varón y perpetuar la genealogía patrilineal —cuyos nombres operan una
expropiación fálica que relanza la compleja estratagema simbólico-patriarcal.
Entonces, el juego de la representación (falogocéntrica)
requiere la reducción de la materialidad, y este requerimiento garantiza la
articulación de un sujeto idéntico a sí mismo y de un orden político incapaz de
reconocer la diferencia. Así, a criterio de Irigaray, resulta indudable que
aquella diferencia no reductible a lo
Mismo se inscribe en el ámbito de la materialidad. Si la exaltación de la representación se logra
pagando el precio de la represión de la materia —sofocada bajo innumerables
capas de conceptos mediadores—, entonces un orden —trascendental sensible—
estructurado a partir de principios que no requieran dicha operación implica
conmover la arquitectura simbólica que bajo la
apariencia de la diferencia entrona, en rigor, el dominio de un solo término.
Ya desde sus primeros
escritos, Irigaray (2007) recurre a Platón y su alegoría de la caverna. La
separación entre la materialidad de la caverna y el mundo inteligible de las
formas puras y simples nos enfrenta con la operación simbólica que suprime la
conexión entre ambos registros. Lo inteligible/masculino (brillante mundo de
las ideas) se despega de la materialidad/femenina (oscuridad de la caverna) y
se apropia del origen para justificar y legitimar su independencia de la
productividad material —paroxísticamente alegorizada en la potencialidad de dar
vida del cuerpo gestante. Irigaray señala que:
Sócrates cuenta que unos hombres (…)
residen bajo tierra, en una morada en forma de caverna.
(…) Este antro posee a modo de entrada un largo pasadizo, pasaje, corredor,
conducto, que lleva hacia arriba, hacia la luz del día, hacia el ver la luz,
conducto en cuya dirección converge toda la caverna. El hacia arriba indica,
desde el principio, que la caverna platónica funciona como tentativa de
reproducción, representación, orientadas, de un haber estado siempre
allí de antemano del antro (Irigaray, 2007: 221).
Considerando “la
dificultad del pasaje” y del “brusco cambio de lugar al que se ve sometido”
quien logra salir de la caverna y elevarse hacia la luz de la razón, Irigaray
agrega:
¿Y de qué transición
puede tratarse? (…) ¿qué recubre semejante práctica de alumbramiento?
(…) no perdamos de vista por ello los hechos, las realidades, los ‘entes’. El
prisionero no estaba ya en una matriz, sino en una caverna, tentativa de
figuración, de metaforización, de la cavidad uterina. Retenido en un lugar que
era, que quería decir, que tenía sentido de ser, como una matriz. Que
hay que suponer reproducida, reproducible, reproductiva, por
proyección(es). Sometida de antemano a las leyes de simetría, de analogía, que
le habrían dado la forma de una gruta, la habrían,
de antemano, trans-formado en caverna. Por/para
representación(es) (Irigaray, 2007: 252).
El origen es
metaforizado como caverna, y la matriz material productiva y creadora es
desplazada hacia la luz de las ideas. La producción simbólica de las dicotomías
muestra ser una pieza clave de la estratagema falogocéntrica,
pues configura el gesto inaugural que escinde idea y materia. Al respecto,
Irigaray refuerza la existencia de un entre, pasadizo entre los términos que se postulan como
opuestos. La obliteración de ese pasadizo que conecta, y anuda, lo inteligible
y lo sensible produce
el endurecimiento de
todas las oposiciones dicotómicas, de todas las diferencias categóricas, de
todas las distinciones tajantes, discontinuidades cortadas de todos
enfrentamientos de representaciones irreductibles. Entre el ‘mundo de afuera’ y
el ‘mundo de adentro’, entre el ‘mundo de arriba’ y el ‘mundo de abajo’. Entre
la luz del cielo y el fuego de la tierra (…) Entre la verdad y la sombra (…)
Entre … Entre … Entre lo inteligible y lo sensible (…) Entre Lo Uno y lo
múltiple (Irigaray, 2007: 224).
Irigaray señala el
olvido respecto al pasaje. La “ruta, marcha posible o el paso practicable, la
transición se han olvidado, y con motivo. El corredor, el desfiladero, el paso”
(Irigaray, 2007: 224). El olvido del pasaje explica la mediación simbólica que exalta
la representación. Si el pasaje permite la conexión entre la materia y las
ideas, su olvido consagra el poder omnímodo de la representación. Ya desde los
orígenes (simbólicamente ofrecidos) de la historia de la humanidad, la
materialidad es degradada ontológicamente, arrojada a las sombras de lo
irrepresentable y desde allí opera como exterior constitutivo de la totalidad
de un orden simbólico pretendidamente desencarnado.
Luce Irigaray ¿una pensadora (neo)materialista?
Es ampliamente
conocida la forma en que la distinción sexo/género se ha incrustado en el
discurso feminista. Ante el problema del esencialismo y el universalismo que el
posestructuralismo diagnosticó en torno a la categoría Mujer, la
categoría Género trajo consigo la promesa de hacer justicia a la
potencia política de las herramientas de la teoría feminista. El proyecto
teórico inicial de Judith Butler (2007, 2008) bien podría entenderse como el
ataque más espectacular a la distinción sexo/género —adoptada por ciertos
feminismos. Butler lanzó su fuerte crítica hacia el fundacionalismo
biológico subyacente a aquellas explicaciones que toman la categoría de género
como el conjunto de significados socio-histórica y geopolíticamente variables
que se inscriben sobre el sexo —cuando sexo significa una superficie neutra,
pasiva sobre la que se inscriben los significados socio-culturales de género.
Sin embargo, señala
Butler, mientras el binomio sexo/género se ofrece con la posibilidad de
contrarrestar nociones ahistóricas, universales, biologicistas y esencialistas
de la categoría Mujer, reingresa, al
mismo tiempo y de forma casi inadvertida, aquello que intenta exorcizar. Así,
la exaltación del género desplaza al sexo del ámbito político y del análisis
crítico, y admitir el carácter históricamente variable del género supone conceder al sexo
un carácter neutro, fijo y estable. Butler denuncia la hipersaturación
de sentido que recubre al sexo. Desde
las sombras, el sexo continúa
operando como un fundamento que impone y proyecta un potente principio de
inteligibilidad cultural: el dimorfismo
sexual connotado como natural. A los ojos de Butler, las versiones del
género que requieren necesariamente de la compañía incómoda del sexo reciclan discursos naturalistas y
producen al sexo como un marco restrictivo
mucho más sutil y peligroso.
Durante el último
tramo del siglo XX, mediante una lectura particular de Michel Foucault (2008),
Butler (2008) llega a afirmar que la materialización de los
cuerpos se producen en el discurso. Nos encontramos, al menos en los
inicios de su producción, ante una apelación paroxística al ámbito de la
significación como forma de conmover al sexo
en tanto fundamento esencializado del género,
arrastrándolo hacia los dominios discursivos. Dicho claramente, Butler devela
el carácter discursivo del sexo. Una
vez puesta en marcha esta operación, el sexo
se desvanece como fundamento naturalizado e inadvertido del género sencillamente porque la
diferencia entre sexo y género pierde sentido bajo los dominios
de su monismo lingüístico. Consecuentemente, dentro de los dominios de aquel género butleriano
—que no cuenta con el respaldo de la naturaleza, sino con la fuerza del poder
omnímodo del lenguaje—, la materialidad de los cuerpos parece no contar en
absoluto
Si el sexo es una construcción discursiva,
¿cómo debemos pensar el cuerpo? ¿Hay cuerpo más allá del sexo? ¿El cuerpo se
diluye absolutamente en el lenguaje? Si admitimos el carácter histórico social
del sexo, afirmar la existencia del cuerpo como sustrato material excedente respecto del sexo devenido marco normativo ¿entraña riegos políticos? Sostener
la existencia de materialidad corporal más allá de los límites del lenguaje
¿implica conservar y consolidar los fundamentos que Butler se empeña en atacar?
Algo resulta claro, en el pensamiento de Irigaray, aquella diferencia no
reductible a lo Uno no encuentra sitio en el imperio de la representación. La
dimensión ontológica de la diferencia que le interesa a Irigaray debe
rastrearse en los márgenes del orden simbólico falogocéntrico.
Y no puede ser de otra forma puesto que, como hemos
señalado, su preocupación por la materialidad concibe la posibilidad de la
mediación material como forma de transformación del orden simbólico imperante.
Si aplicamos, sin más, la grilla posestructuralista butleriana,
no llama nuestra atención que la preocupación irigarayana
sea etiquetada sencillamente como esencialista.
Lejos de los dominios butlerianos, la materia, y su intrínseca actividad
productiva, nos conducen hacia la diferencia irigarayana.
Los nuevos materialismos críticos feministas, un movimiento teórico emergente a
inicios del siglo XXI, ofrecen claves interpretativas renovadas para abordar
las ideas de nuestra pensadora. La emergencia, consolidación y crecimiento de
este nuevo foco de debates en el interior de la teoría feminista reúne a
intelectuales como Myra Hird
(2004), Rosi Braidotti (2002, 2010); Diana Coole y
Samantha Frost (2010), Elizabeth Grosz (2010), Vicki Kirby
(2011) y Elizabeth Wilson (2015). Pero fueron particularmente influyentes dos
extensos ensayos publicados por Karen Barad (2007) y
Jane Bennett (2010), quienes ofrecen, desde estrategias argumentativas muy
diferentes, una actitud epistemológica y ontológica construida a partir de una
fuerte crítica al postestructuralismo de Butler.
Estas autoras no están dispuestas a silenciar la materialidad mediante el
privilegio del discurso, de la representación y del lenguaje. Barad señala:
Se le ha concedido
demasiado poder al lenguaje. El giro lingüístico, el giro semiótico, el giro
interpretativo, el giro cultural: últimamente, cada ‘cosa’, incluso la
materialidad, se ha convertido en una cuestión de lenguaje o de alguna otra
forma de representación cultural (2007: 132).
Agrega: “El lenguaje
importa. El discurso importa. La cultura importa. Lo único que ya parece no
importar es la materia” (Barad, 2007: 132). En este
sentido, la posición de Butler parece conducir a un fundamentalismo lingüístico
(Bordo, 1993) o a un esencialismo narrrativo (Femenias, 2003)[I]. Así, surge el interrogante: “¿Cómo llegó a
ser el lenguaje más confiable que la materia?” (Barad,
2007: 132). Como mencionamos, la fuerte y aguda crítica al posestructuralismo
feminista butleriano, ubicada en los cimientos de
este foco conceptual emergente, reclama un compromiso con la materialidad que
sopese las conceptualizaciones excesivamente centradas en aspectos
lingüísticos, discursivos y socioculturales. En una búsqueda por considerar la
realidad de la materia, los nuevos materialismos convocan a aquellas feministas
que insisten en la existencia de la realidad más allá del lenguaje —claro que
no en el sentido ingenuo de una realidad objetiva e independiente. Así,
configuran una clara respuesta al giro lingüístico —que ha vertebrado a los
feminismos posfundacionalistas y a la teoría queer de
amplia proliferación en la última década del siglo pasado. Enfilados en el
pensamiento especulativo, no conceden que la materia sea reductible al
lenguaje. Su interés por un examen crítico —no representacionalista—
de la ontología alejan definitivamente a este nuevo materialismo de aquellas
versiones praxiológicas enraizadas en el marxismo.
Es así que los nuevos
materialismos feministas intentan señalar y compensar la excesiva preocupación
por el lenguaje, la significación, lo social y lo discursivo, por un lado, y el
consecuente descuido de la materialidad y de la agencia de la materia, por otro
lado. El hecho de que no podamos acceder a la materia en sus propios términos
no debe alejarnos, afirman, de las formas en que la materialidad, incluida la
materialidad del cuerpo, está en acción más allá de cualquier inteligibilidad
cultural. Ahora bien, el objetivo de considerar la materialidad (del cuerpo),
al margen del exclusivo protagonismo de los juegos del lenguaje en el proceso
de materialización, puede resultar atemorizante. ¿Se trata de un retorno a la
naturaleza? ¿O más bien se trata de teorizar una vinculación compleja entre lo
discursivo y lo material desde nuevos marcos epistemológicos que, incluso,
intentan desplazar los términos materia
y lenguaje? Una vez más, se trata,
nos dicen, de reconocer la agencia de la materia, no solo del cuerpo, el sexo y
el género, sino de todos los aspectos del mundo material y de aquello que se
designa como naturaleza en oposición
a aquello que se denomina como social.
Aunque los escritos de
Irigaray son anteriores a la irrupción de los nuevos materialismos críticos
feministas, el hecho de que su trabajo anticipa esta orientación teórica
emergente nos permite ubicarla dentro de las genealogías —multivalentes y
transversales— de los feminismos posthumanistas y neomaterialistas. Astrida Neimanis (2017a) detecta en el trabajo de Irigaray una
concepción de materia dinámica y productiva que no descuida los sistemas
simbólicos de poder. Figuraciones del pensamiento irigarayano
que han sido tradicionalmente interpretados como referencias esencialistas a un
cuerpo naturalmente sexuado —tales como la referencia a los labios que se
tocan—, son abordadas por Neimanis como complejas
alusiones alegóricas que escapan a las posiciones dicotómicas
esencialismo-construccionismo. Se trata, más bien, de un colapso entre las
categorías de materia y significación —con las que frecuentemente se ordenan
los debates— que los términos de realismo
agencial de Barad (2007) o de la vitalidad de la
materia de Bennett (2010) permiten comprender.
La materia, señala Barad, se encuentra enredada de forma intra-activa[II] con representaciones “a través de las cuales
la materia-en-proceso-de-devenir se sedimenta y se envuelve en materializaciones
posteriores” (Barad, 2007: 170). La materia posee
agencia puesto que es capaz de articularse de forma “iterativa y diferenciada,
reconfigurando el campo material-discursivo de posibilidades e imposibilidades
en la dinámica en curso de su intra-actividad” (Barad, 2007: 170). La reconfiguración material del mundo,
desde esta perspectiva, deviene en una reconfiguración continua, después de
todo
el dinamismo de la
materia es inagotable, exuberante y prolífico (…). La materia es un devenir
dinámico intra-activo que nunca se queda quieto, una
reconfiguración continua que supera cualquier concepción lineal de la dinámica
en la que el efecto sigue a la causa de un extremo a otro (…). El dinamismo de
la materia es generativo no solo en el sentido de traer cosas nuevas al mundo,
sino en el sentido de traer nuevos mundos, de participar en una reconfiguración
continua del mundo (Barad, 2007: 170).
Acudiendo a otras
referencias filosóficas, Bennett (2010) sugiere que solemos perder de vista
aquellas ocasiones en que la materia se resiste a ser absolutamente
instrumentalizada por nuestras prácticas humanas y, desde allí, nos insta a
reflexionar sobre el nervio que agita a la materia en una vitalidad vibrante.
Bennett señala un carácter obstinado en la vitalidad de las cosas[III]. Por lo tanto, busca herramientas
especulativas para dar voz (no específicamente humana) a una materialidad
irreductible a la subjetividad humana. Después de todo, el nuevo materialismo
trae consigo una fuerte crítica a las miradas antropocéntricas que encriptan el
mundo en representaciones que justifican y habilitan su dominio.
Al igual que Barad, Bennett reprocha a la tradición imperante dentro del
campo del feminismo aquella actitud epistémica representacionalista
que atribuye a las palabras el poder de reflejar una materialidad preexistente.
Aquellas propuestas teóricas que cabalgan sobre el representacionalismo,
se edifican sobre el supuesto de que la materia cobra actividad sólo a partir
de la interpretación social o, en las versiones radicales propias del giro
lingüístico que vertebran tanto a los feminismos posfundacionalistas
como a la teoría queer, afirman que la materia misma cobra existencia en las
tramas del lenguaje (Neimanis, 2017b).
Admitir la cabal
existencia de la materia no reductible al lenguaje resulta algo muy próximo a
lo que Irigaray anticipó al mencionar que “algunas propiedades de lo ‘vital’
habrán sido mortificadas en la ‘constancia’ requerida para darle forma” (2009:
86). Las posibilidades abiertas que ofrece la materia configuran un motor para
la teoría irigarayana de la diferencia y el devenir.
La materia, entendida como una oportunidad y una fuerza generadora, constituye
un telón de fondo promisorio para el sistema filosófico-político irigarayano, en el cual cobra especial relevancia debido a
su identificación falogocéntrica con la feminidad. La
construcción de otredad que envuelve materia y feminidad, ontológicamente
degradadas, configura un intento representacionalista
de domeñar el temor ante lo incognoscible.
Tal como ya hemos
referido, el abordaje de los textos de Irigaray a partir del prisma ontológico
de los nuevos materialismos críticos permite desenredar en modo espurio en que
circula su trabajo. Del mismo modo en que Barad lo
plantea explícitamente, la materia y el significado se entrelazan en la mirada
de Irigaray. Sin ir más lejos, la noción de trascendental
sensible que la autora promulga supone un cuestionamiento a la exaltación
del Logos racional, abstracto y representacionalista,
en virtud de un enredo persistente de ideas y propiedades materiales —ambos
registros ejercen límites y ninguno de ellos resulta prioritario causalmente
respecto al otro. Esto no implica postular la materia como sustrato plano,
inerte y pasivo que auspicia de fundamento del lenguaje.
Irigaray (2007, 2009)
advierte la imposibilidad de concebir una mirada sobre la materia lejos de cualquier
forma de esencialismo en el interior de un orden simbólico falogocéntrico.
Ella misma insiste en que la “materia […] debe una y otra vez alimentar la
especulación” al mismo tiempo que “ese recurso es rechazado a su vez como
desecho de la reflexión” y colocado “en el exterior de aquello que se resiste a
la misma” (2009: 57). Es decir, a pesar de los empeños falogocéntricos
por degradar ontológicamente la materia, y reducirla a un recurso
instrumentalizado o una facticidad finita, ésta muestra ser soporte activo del
pensamiento.
Irigaray se anticipa a
las numerosas producciones feministas actuales que reclaman una concepción de
materialidad sujeta a un diálogo complejo capaz de reconocer su carácter
creativo y su capacidad de acción. En este contexto, el desafío que Irigaray
plantea supone arrebatar la materialidad al registro de la presentación sin
retornar a una ontología sustancialista. La apuesta de Irigaray ofrece las
bases para lo que podemos denominar como nuevo materialismo crítico feminista
no fundacionalista[IV]. Esto supone reconocer agencia en el mundo
material, corporal, no mediada por los significados sociales, sin que esto
implique determinismo, fundacionalismo, y sin que
esta opción ontológica suponga la eliminación de la capacidad de agencia humana
necesaria para la consecución del proyecto político feminista.
El agua como figuración material para una ontología
acuosa
A criterio de
Irigaray, la exaltación de la significación se vincula con una economía de
sólidos. La metafísica de la sustancia o de la presencia, subsidiaria de la
economía representacional falogocéntrica, requiere de
la proyección de una corteza sólida (Irigaray, 1999). Sus consideraciones
respecto a la fluidez, por ejemplo, se entraman en consideraciones más
generales sobre la fluidez y sus figuraciones como medio para una profunda
crítica del orden simbólico sacrificial que, interesa enfatizar una vez más,
escinde en oposiciones insalvables materialidad
y representación. El mismo sistema de
representaciones oculta la materialidad generativa, y proyecta en su sitio una
superficie sólida y estática.
Al invocar la fluidez
Irigaray resalta el carácter flexible y abierto de la materialidad que se anuda
de forma indisociable con la subjetividad, lo simbólico y la actividad de la
representación. La fluidez conecta de forma dinámica la materialidad y las
ideas. Irigaray (1993) concibe una continuidad
material con el entorno del que formamos parte. Aún más, como sugiere Barad, la materia nunca es
materia bruta. La materialidad corporal, al superponerse y transitar por un
medio elemental más expansivo, es también semiótica y simbólica. No es posible
trazar límites ontológicos taxativos entre los vectores de poder y
subjetivación, inevitablemente encarnados, y los vectores de intensidad que
vibran en el plano de inmanencia material. La materia siempre es una mezcla
híbrida y contaminada de mundo y palabra.
Neimanis (2017a) no identifica fluidez
con feminidad del modo en que sí lo hacen los abordajes tradicionales. Veamos,
la diferencia producida por la lógica binaria representacionalista
identifica lo femenino como otredad degradada respecto del Sujeto masculinista falogocentrado.
Dentro de los límites del falogocentrismo, la
potencia (re)productiva de la materialidad corpórea se trueca en dominio
degradado de las mujeres, pero tal identificación de ningún modo es esencial sino, más bien, una cripta simbólica que permite el rechazo
de la “peligrosa” potencia generativa de la materia.
Es
cierto que el énfasis en la morfología femenina que puebla la obra irigarayana ha crispado también a varias pensadoras
feministas posestructuralistas. Pero, afortunadamente, lecturas comprometidas
con los nuevos materialismos críticos feministas no fundacionalistas
permiten detectar en las ideas de nuestra pensadora la potencia de una gestacionalidad posthumana
vinculada con la agencia de la materia y, de este modo, hacer a un lado el
conveniente énfasis en la feminidad como una esencia biológica, o como un dato
fáctico ingenuo, según la cual las mujeres se definen por una morfología
anatómica.
La
apelación a la morfología corporal femenina como alegoría de la productividad
de la materia resulta una estrategia retórica con fines políticos. Por lo
tanto, la aparente dicotomía que Irigaray instala entre lo femenino como fluido
y lo masculino como estático y sólido debe entenderse como un recurso retórico
que intenta señalar aquello que la representación excluye de forma radical. Del
mismo modo que las propiedades dinámicas y productivas de la materia, aquellos
seres corporizados con capacidad de gestar no pueden encontrar sitio dentro del
falogocentrismo. Lo simbólico envuelve y produce la
virtualidad desbordante de la materia bajo la identidad representacional Mujer como lo Otro. Materia y feminidad
necesitan ser degradas y controladas representacionalmente dentro de una lógica
falogocéntrica —donde las verdades sólidas y las
entidades cognoscibles son sostenidas en formas rígidas y estáticas.
La
continuidad irigarayana entre fluidez y feminidad es
un emergente falogocéntrico que se propone cercar
simbólicamente el carácter rebelde e incontenible que destella alegóricamente
en las corporalidades producidas como mujeres.
Irigaray postula que la fluidez de una ontología que abraza la virtualidad de
la materia es ajena a la ontología falogocéntrica,
por tanto esta fluidez es lo que debemos recuperar si
nos interesa reconfigurar una concepción de diferencia capaz de lidiar con lo
radicalmente ajeno. Una refiguración ontológica en
torno a los fluidos nos permite enfrentar la diferencia desde el enfoque, no
siempre comprendido, de Irigaray. La fluidez produce diferencia bajo una lógica que engendra un continuo
devenir. La fluidez supone un tipo de diferencia ontológica que, lejos de las
diferencias que la representación produce, evaden la desigualación
y la subordinación.
Lo
fluido permite figurar la complejidad material en la que se incrusta la noción
de diferencia de Irigaray. En una dimensión ontológica, el agua anima, conecta
y sostiene la proliferación de otro tipo de diferencia que aquella que el falogocentrismo implanta. A partir de Gilles Deleuze
(2002), podemos entender la fluidez como diferencia positiva, no aquella que
requiere de identidades. Esto implica dimensionar que “la diferencia está
detrás de toda cosa, pero no hay nada detrás de la diferencia” (Deleuze, 2002:
102). La diferenciaź positiva deleuziana
entraña un desafío indefinido, es radical, incluso monstruosa, un caos sin
forma, sin tierra, que no tiene otra ley que su propia repetición, su propia
reproducción en el desarrollo de lo que diverge y desciende. No hay lugar para
identidades —tales como una esencia femenina— en este proceso de diferenciación
o divergencia continua.
Más allá
de sus referencias a los fluidos, la constitución acuosa de la materialidad
corporal se vuelve explícita en Marine Lover of Friedrich Nietzsche (1991).
Allí, Irigaray señala que las aguas hacen posible la gesta de la materialidad
carnosa del cuerpo. Desde un enfoque francamente neomaterialista,
Neimanis (2013, 2017a) conduce el enfoque de la
fluidez de Irigaray hacia un elemento muy real y material: el agua. El agua es materia. Pertenece a
lugares específicos y se transforma de manera específica. Tiene estados de
fase, se comporta de formas químicas y físicas específicas. El agua cambia de forma
y logra materializar algo que sólo suele ser considerado como una propiedad
abstracta: lo fluido. Si la fluidez
es una cualidad abstracta, el agua, enfatiza Neimanis,
es una sustancia viva que sustenta esta tierra, con la cual tenemos
obligaciones.
Una
atención profunda y detallada a las capacidades materiales, o las lógicas
específicas, del agua pueden inspirarnos a re-imaginar
cómo emergemos como sujetos. Dentro de tales circulaciones, el agua no se mueve
ni a una velocidad uniforme ni como una masa coherente. En cierto sentido, el
agua es un sistema cerrado: nuestro planeta no gana ni renuncia al agua que
alberga, sino que solo es testigo de su continua reorganización y
redistribución. Esta economía ontológica encierra nuestra existencia material en
la inmanencia donde todo emerge y se hunde cíclicamente. El agua, que compone y
sostiene temporalmente a cualquier cuerpo, trae consigo una historia que tiene
al menos 3.900 millones de años y continuará mucho más allá del lapso de la
vida de cualquier cuerpo y especie. El agua es a la vez peligro y salvación,
amenaza y boya. Tememos ahogarnos y tememos la sed (Mielle
y Neimanis, 2013). El agua es vulnerable en
formas específicas a la actividad humana, pero el agua también posee una
poderosa capacidad de agencia: una sola ola rebelde puede aniquilar a cientos
de miles de humanos, o una retirada abrupta puede matar de hambre por sequías a
varias comunidades.
La mayor
parte de nuestro cuerpo está compuesto por este elemento material. Somos
cuerpos de agua (Neimanis, 2013, 2017a). Nuestra
existencia como cuerpos de agua es un hecho biológico. Esta dimensión
carnal/acuosa se incrusta en un mundo que compartimos con otros cuerpos
humanos, animales, vegetales, geofísicos y meteorológicos también constituidos
fundamentalmente por agua. No sólo somos cuerpos efectivamente conformados por
agua, también residimos dentro y somos parte de una hidro-comunidad global,
poderosa y frágil, donde el agua, vital para los humanos y todos los demás
cuerpos en este planeta, se contamina, mercantiliza y reorganiza peligrosamente
(Neimanis y Loewen Walker,
2014). La materialidad del cuerpo emerge de diversas formas del agua, depende
fisiológicamente de este elemento agua y vuelve a él. El agua es necesaria para
mantener nuestra estructura celular y las reacciones químicas que allí
acontecen, para transportar nutrientes y oxígeno y para permitir la eliminación
de desechos. Bebemos, orinamos, salivamos, menstruamos, eyaculamos,
transpiramos. El cuerpo proviene y está en deuda con el agua, por lo tanto no debemos buscar un momento claro de separación de la
materia corporal y el agua.
Inevitablemente
debemos acudir al agua en busca de sustento, pero, de un modo más radical, el
agua nos impregna constitutivamente. Nuestros cuerpos están inmersos en un
medio acuoso y nuestros cuerpos son acuosos. El agua, entonces, constituye un
aspecto material que corporealiza nuestra existencia
carnal. Las consideraciones ontológicas de Irigaray —atentas a desmontar la
ontología pétrea masculinista en pos
de una concepción acuosa y dinámica de la materia— abordan el agua como
materialidad y no como la propiedad abstracta a la que acude el discurso
posmoderno. Pensar el agua desde la propuesta filosófica de Irigaray no sólo
nos conduce a la materialidad de los cuerpos, también a las formas en que estos
cuerpos se funden, en una fluida continuidad material en un ambiente
hidro-común elemental (Neimanis y Loewen
Walker, 2014). Esta mirada nos conduce, inevitablemente, hacia una lectura
material y posthumana de los cuerpos.
Irigaray presta atención al ámbito material y
acuoso del cual proviene la vida. Tal como hemos sugerido al inicio de esta
propuesta, tanto el mar como el útero constituyen profundidades abismales e
incognoscibles para la representación, un continente
oscuro, un fondo que nunca se ha sondeado. La matriz generativa que anida
en la materia no es otra cosa que la oscuridad incognoscible donde encontramos
nuestras condiciones de posibilidad, un más allá más peligroso para la luz de
la racionalidad fálica (Mielle y Neimanis,
2013). Las profundidades abisales de nuestros inicios acuosos —que Irigaray
llama alegóricamente maternos—, nunca se revelarán completa y definitivamente
debido a la incapacidad del ámbito de la representación para contener o hacer
lugar a la materia. La ficción epistemológica que el falogocentrismo
hace rodar afirma la posibilidad de un pasaje del reino de lo oculto hacia el
reino de lo revelado mediante la representación (Neimanis,
2017b). La producción de nuestra materialidad en el medio amniótico es siempre
ambigua y, por tanto, convenientemente empaquetada por la otredad que lo
simbólico edifica sobre el temor a lo incognoscible.
El temor
del origen material de la pretensión desencarnada del Logos pone en continuidad
feminidad y materialidad, ambas envueltas en una otredad representacional que
intenta lidiar con la alteridad radical con la que el ámbito de lo simbólico
siempre tropieza. Comprender el carácter gestacional de las aguas posthumanas y transcorpóreas nos
permite expandir el pensamiento de Irigaray más allá del reduccionismo
biológico o esencialista vinculado con la potencia humana maternal que yace en
el útero como sede de la feminidad. La mirada posthumana
y transcorpórea aborda los cuerpos bajo una noción de
diferencia siempre incrustada en la continuidad material, en la relación e
interconexión. Pese a lo que el falogocentrismo se
empeña por implantar: identidades representacionalmente segmentadas,
desigualadas y jerarquizadas, nuestros cuerpos de agua —gestados en agua,
contenidos en aquella corteza gaseosa de vapor de agua a la que llamamos
atmósfera, nutridos e hidratados— siempre están en el agua. Nuestros cuerpos de
agua se continúan en otros cuerpos de agua en un sentido radicalmente material
(Neimanis, Åsberg y Hedrén, 2015). Estos ciclos complejos y compartidos, cuerpo
a cuerpo, componen nuestra trans-corporealización en
una hidrocomunidad planetaria (Alaimo,
2008; Neimanis y Loewen
Walker, 2014).
En tanto
sujetos corporealizados, la agencia de nuestra materialidad
corporal supone que todos somos acuosos, esto es: todos albergamos potencia de
la gestacionalidad acuosa. Los cuerpos acuosos
señalan la imposibilidad de establecer una frontera o límite ontológico entre
nuestras corporalidades carnosas y el agua. Todos los existentes compartimos
una fluidez material común. Las capacidades gestacionales del agua sostienen
desdoblamiento en una continuidad carnal que se confunde con la unidad material
de la cual florece lo múltiple —productividad de la materia que resuena
estruendosamente en la capacidad gestante de algunos cuerpos. El agua es el
elemento que sustenta fundamentalmente estas relaciones: somos gestados en un
saco amniótico en aguas amnióticas que pertenecen a la materialidad concreta de
un cuerpo que, incluso, permanece materialmente conectado en continuidad
ontológica con una hidro-comunidad planetaria. El agua que inunda, produce y
sostiene nuestros comienzos amnióticos se prolonga en un medio gestacional más
amplio que continúa sosteniéndonos, protegiéndonos y nutriéndonos, tanto intra,
inter como transcorporalmente.
Este
pasaje de un medio gestacional a otro, en continuidad, libera al útero del
sitio fijo y esencial que fundamenta la feminidad, ahora cobra relevancia como
aquella propiedad que anida en la materia, es decir: la matriz que produce y
sostiene la vida humana y no humana. Los cuerpos de agua vivientes —arqueas,
bacterias y eucariontes— deben su existencia corporal a la gestación en un
medio acuoso en una pluralidad de procesos que se extienden más allá de úteros
humanos. El carácter gestacional de la materia se expande aún más si
consideramos los cuerpos en continuo tránsito y transformación de nuestros
ciclos hidrológicos planetarios: océanos, acuíferos, granizo, rocío matutino,
entre tantos otros. Cada uno de estos cuerpos acuosos emerge, se prolonga, se
desprende y se disuelve en los otros. Nuevamente, la gestacionalidad
posthumana nos aproxima a una noción de diferencia
que no depende de las identidades que la racionalidad falogocentrada
traza mediante su cuadrícula representacionalista.
Reflexiones finales: hacia un nuevo materialismo hidrofeminista
Neimanis (2013, 2017a) está dispuesta a dialogar con la
ciencia sin que esto suponga el abandono del pensamiento crítico, ni una fusión
irreflexiva con un realismo ingenuo. En contra de las restricciones epistémicas
que se desprenden de los monocultivos conceptuales (Wilson, 2015), Neimanis afirma que los datos de la ciencia deben tomarse
en serio, pero no literalmente. La ciencia señala una serie de formas en las
que reposicionarnos frente al agua, en su dimensión material y no abstracta,
puede abrir nuevas posibilidades para reflexionar y encarnar la subjetividad
feminista.
Desde el prisma del
feminismo poshumanista de Neimanis,
el cuerpo de agua resulta una figuración material prometedora[V] ante el apremiante requerimiento de construir
relaciones ecológicamente responsables con el agua —y, consecuentemente, con
toda forma de materia, humana y no humana, viva y no viva. Así, Neimanis (2017a, 2017b) despliega el cuerpo de agua como
una figuración materialista crítica capaz de crear un espacio epistemológico,
ontológico y ético para una praxis política sostenida en esta subjetividad
feminista acuosa. El materialismo ontológico al que Neimanis
(2017a) adscribe no abreva en ninguna forma de fundacionalismo.
La autora se inscribe en una política de posición cincelada por las vicisitudes
históricas a través de las cuales las identidades son producidas e investidas
de poder y significado —en intercambios físicos y químicos, que sostienen el
tránsito de materia entre cuerpos humanos y no humanos, en diálogo intra-activo con flujos de significación (Barad, 2007).
Neimanis (2017a) afirma que el pensamiento feminista
debe reflexionar con más cuidado sobre la complejidad de los flujos de la
bio-materia, flujos no ajenos a las dinámicas más persistentes de poder. Ambas
dimensiones se imbrican mutuamente en lo que Myra Hird (2004) concibe como una tensión superpuesta e
irresoluble entre la cultura de la
naturaleza y la naturaleza de la
cultura. Por lo tanto, Neimanis afirma la
necesidad de sostener en nuestras reflexiones y prácticas aquel registro
ontológico para el cual —en las observaciones de Irigaray (1991)— el agua
constituye un suelo líquido, siempre
cambiante, para la vida. Al estar encarnados, estamos ineludiblemente ubicados
dentro de un mundo para el cual el agua es una condición de posibilidad originaria así como fuente de diferenciación e incognoscibilidad. El agua permite comprender este
contínuum ontológico material inmanente para el cual el cuerpo que soy se
extiende a través de mí, y más allá de mí, de modo material y político. A
partir de aquí, Neimanis se interroga: ¿cómo se
complejizan, complican y enriquecen mis obligaciones con el mundo, con las
demás, así como mi comprensión de mí misma y de mi ‘ubicación’ política?
Concebir nuestras
existencias carnales como cuerpos de agua encuentra su potencia política en
razones muy concretas. Neimanis (2013) enfatiza que
la capacidad del agua para mantener la vida está en progresivo y grave peligro.
El cuerpo de agua, como figuración política, se propone desnaturalizar el corte
que hacemos entre nuestras aguas humanas y las aguas ecológicas, y también
reclama atención a las aguas que con demasiada frecuencia quedan relegadas en
un fondo irreflexivo de nuestras vidas. En 2025, 1800 millones de personas
vivirán en países o regiones con escasez absoluta de agua, y dos tercios de la
población mundial podrían estar bajo condiciones de estrés por este motivo. El
60% de los desechos líquidos peligrosos se inyectan directamente en el suelo,
debajo de la capa freática del agua potable, y los contaminantes emergen de
manera persistente en los suministros de agua que consumimos. Existirá una
sostenida intensificación de tormentas catastróficas, inundaciones y sequías en
las próximas décadas. Los eventos climáticos, la escasez de agua y la
contaminación están interconectados. Pero más concretamente, nunca operan solo
sobre el medio ambiente.
En el contexto local:
cuatro millones de argentinos viven en zonas con aguas contaminadas por
arsénico. Prácticamente, 1 de cada 10 argentinos está expuesto a este elemento
químico cancerígeno, según un informe del Instituto Tecnológico de Buenos
Aires. Detectaron agua contaminada en un 72% de la zona de Sierra de los Padres
y un análisis confirmó que la mayoría de los vecinos tienen agua no apta para
consumo humano. El Río Reconquista, el segundo cauce más contaminado de la
Argentina baña 18 municipios bonaerenses, que deja a más de cinco millones de
personas expuestas a 12 mil industrias que usan sus márgenes como cloaca o como
basural. Se ha denominado como ruta del agua mala al modo en que el arsénico
acecha a los pobladores del Norte del país. En términos generales el atraso en
la cobertura de agua expone a 20 millones de argentinos a múltiples enfermedades.
Una cosa queda clara, política y materia alimentan la relevante figuración para
el campo del feminismo que Neimanis expone (Ahlersa y Zwarteveen, 2009).
En suma, el cuerpo de
agua que Neimanis propone como figuración feminista
está firmemente arraigado en las preocupaciones urgentes y diversas
relacionadas con el agua de nuestro siglo XXI. Su fuerza crítica no sólo
configura un tropo discursivo relevante sino también reconoce una deuda con las
aguas reales (ampliamente en peligro) —materialidad de la que obtiene su poder
figurativo. A su vez, la atención a las capacidades materiales del agua informa
un nuevo modo de pensar sobre la subjetividad en términos colectivos en lugar
de individuales. Neimanis traza los contornos del
mapa de un sujeto feminista que recurre a la especificidad del agua como ayuda
para comprender su situación en un mundo acuoso cargado con las corrientes de
ideología, cultura, historia, política y economía (Ahlersa
y Zwarteveen, 2009). Neimanis
(2013, 2017a, 2017b) enfatiza cómo los cuerpos acuosos (humanos y no humanos)
construyen una política de ubicación que nos enfrenta con la responsabilidad
situada en relación con aguas concretas y específicas[VI]. La figuración del cuerpo de agua es, por lo
tanto, un cultivo de conciencia ecológica, pero claramente en formas que no
pueden disociarse de la política, la economía, la colonialidad
y el privilegio de ciertas localizaciones subjetivas en función de múltiples
ejes de poder.
La lucidez y potencia
de las ideas de Irigaray admiten ser interpretadas desde el prisma de los
nuevos materialismos. Así, nos brinda elementos para pensar los cuerpos en un
devenir continuo, siempre abiertos a una reconfiguración intra-activa
(Barad, 2007). Al mismo tiempo, la ontología acuosa
que propone reverbera con el hecho de que estamos compuestos principalmente de
agua. Desde allí emerge el imperativo de preguntarse cómo nuestras teorías de
la encarnación y la corporealización pueden fomentar,
o fracturar, el cuidado, la preocupación y la responsabilidad hacia los
diversos cuerpos de agua que nos sustentan. Es cierto, los nuevos
materialismos han suscitado temor y fuertes críticas. ¿Se trata de volver a la
naturaleza? ¿O más bien de teorizar una vinculación compleja entre lo
discursivo y lo material desde nuevos marcos epistemológicos? Preguntas que nos
desafían a poner en remojo, de forma crítica, los marcos teóricos con los que
contamos.
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⃰⃰ Doctor en Psicología por la
Universidad Nacional de La Plata. Profesor en la Facultad de Humanidades y
Ciencias de las Educación de la UNLP. Investigador del Centro
Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG), perteneciente al
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS,
UNLP/CONICET). Contacto: arieles21@hotmail.com
Martínez, Ariel. “La ontología acuosa de Luce
Irigaray. Aportes para un nuevo materialismo hidrofeminista” en Zona Franca. Revista del Centro de
estudios Interdisciplinario sobre las Mujeres, y de la Maestría poder y
sociedad desde la problemática de Género, N°29, 2021 pp. 16-45. ISSN,
2545-6504 Recibido: 22 de marzo 2021; Aceptado: 04 de junio 2021. |
[I] Agradezco estas referencias a los meticulosos comentarios y observaciones de unx de lxs revisorxs del artículo.
[II] Por intra-acción debemos entender el carácter de mutua implicación entre lo material y lo discursivo. En palabras de Barad: “Las prácticas discursivas y los fenómenos materiales no tienen una relación de externalidad entre sí; más bien, lo material y lo discursivo están mutuamente implicados en la dinámica de la intra-actividad. La relación entre lo material y lo discursivo es de vinculación mutua. Ni las prácticas discursivas ni los fenómenos materiales son ontológica o epistemológicamente anteriores. Ninguno de los dos puede explicarse en términos del otro. Ninguno de los dos es reducible al otro. Ninguno tiene un estado privilegiado para determinar al otro. Ninguno de los dos es articulado o articulable en ausencia del otro; materia y significado se articulan mutuamente” (Barad, 2007: 152).
[III] Al respecto, cabe señalar que algunas autoras pertenecientes al campo de las Epistemologías Feministas también han cuestionado, desde hace ya varias décadas, la dicotomía sujeto-objeto (Fox Keller, 1985). Aunque desde otra perspectiva a la de Bennett, Donna Haraway (1999) ha desarrollado la metáfora del coyote para subrayar la vitalidad del objeto de estudio. (Una vez más, agradezco este punto a los señalamientos de unx de lxs revisorxs del artículo).
[IV] Propongo la denominación de nuevos materialismos críticos feministas no fundacionalistas a las miradas teóricas preocupadas por la agencia de la materia más allá de los dominios del lenguaje y que consideran la complejidad del enredo ontológico entre materia y significación. Por varios motivos, el modo en que estos enfoques retornan a la materia no pueden considerarse esencialistas.
[V]
Neimanis postula el cuerpo de agua como
una figuración política feminista. Las figuraciones son constructos
estratégicos y potentes que permiten la praxis política. Nos dice Neimanis que,
en el seno de los nuevos materialismo feministas, una
figuración adquiere su fuerza a partir de un elemento material (Agua) que
compromete directamente a aspectos de nuestra subjetividad (encarnada) que el
régimen falogocéntrico arroja fuera de sus límites (es decir, fuera de la
representación). Neimanis rastrea múltiples figuraciones de la subjetividad
feminista que prestan atención a la materialidad de nuestra subjetividad: el cyborg de Donna Haraway, la viajera del mundo de Maria Lugones, la mestiza de Gloria Anzaldua, el sujeto nómade de Rosi Braidotti, entre
otros. Todos ellos nos enfrentan con nuestra pertenencia y responsabilidad en
un mundo donde lo político y lo material se abrazan complejamente.
[VI]
Esta política de ubicación se sostiene en los aportes de Donna Haraway (1995),
quien propone la noción de conocimientos
situados. Ella enfatiza el carácter situado y encarnado de toda
subjetividad. Haraway desconfía de las prácticas de representación, pues ellas
no reflejan, sino que difractan, lo que tienen ante sí. Haraway afirma que los
conocimientos situados no reproducen lo que ya se ha promulgado, sino que
produce formas novedosas que producen nuevos patrones de interferencia
políticamente prometedores. Por su parte, Linda Alcoff (1988) propone el
concepto de posición para señalar que
los sujetos no se definen por un conjunto particular de atributos sino por una
posición particular en un contexto. El carácter posicional inscribe al sujeto
en una red de elementos que involucran a otros, condiciones materiales
objetivas, instituciones e ideologías culturales y políticas. Asimismo, ante la
insistente preocupación por quiénes somos,
Adrienne Rich (2001) señala el imperioso requerimiento de prestar atención a dónde estamos. Nombra este interés como política de ubicación, y
propone comenzar por el cuerpo, nuestra geografía más cercana.