A las
vueltas con el enemigo principal: capitalismo y patriarcado en la teoría de
Christine Delphy
Luisina
Bolla ⃰
Resumen
El
objetivo de este artículo es revisitar la propuesta de Christine Delphy desde
una mirada situada y actual. En primer lugar, analizamos su concepción del
sistema patriarcal en términos de modo de producción doméstico y lo ubicamos en
el contexto de los debates entre teorías unitarias y sistemas duales, que han
sido objeto de un renovado interés en el último tiempo. Nuestro objetivo es
evaluar los aportes del enfoque delphiano y también precisar su especificidad
en relación con las teorías feministas marxistas que actualmente gozan de mayor
difusión en nuestro medio y a las que, no obstante, se suele asimilar el
enfoque feminista materialista. A continuación, mostramos que la idea de un
“enemigo principal” se complejiza en la medida en que se considera la existencia
de otras relaciones sociales estructurales, acorde el recorrido de la socióloga
Danièle Kergoat y de la propia Delphy en su producción más reciente.
Palabras clave: feminismo
materialista, modo de producción doméstico, patriarcado, enemigo principa, relaciones
sociales de sexo
Looking around the Main Enemy: Capitalism
and Patriarchy in Christine Delphy’s theory
Abstract
The aim of this article is to revisit Christine Delphy's theory from a situated and current perspective. First, we analyze her patriarchal system conception in terms of the domestic mode of production, placing it in the context of the debates between unitary theories and dual systems, which have been the object of renewed interest in recent times. Our aim is to evaluate the contributions of the Delphian approach and clarify its specificity in relation to Marxist feminist theories that currently have greater diffusion in our environment. Furthermore, we show that the idea of a "main enemy" becomes more complex when considering the existence of other structural social relations, according to the formulation of Danièle Kergoat and Delphy’s most recent production. These developments show not only the contribution of materialist perspectives to the contemporary discussions about the interlocking of power systems, but also the redefinition of the traditional concepts of "exploitation", "contradiction" and "class".
Keywords: Materialist
Feminism, Patriarchal Mode of Production,
Domestic Work, Main Enemy, Social Relations of Sex
Introducción
En el año 1970, se publica el célebre ensayo de
Christine Delphy “El enemigo principal” en el número especial de la revista Partisans. Se trata de un texto fundacional para la tradición
feminista materialista posterior ya que introduce categorías de análisis
centrales como modo de producción doméstico, explotación/opresión, clase social
de sexo y, al mismo tiempo, delimita los alcances del gesto heterodoxo que
distingue al feminismo materialista francés o francófono de la matriz marxista
clásica. Como lo indica su título, el
objetivo de Delphy es visibilizar la existencia de un “enemigo principal”
oculto en los abordajes de la época, especialmente, en las perspectivas de
izquierda francesas (incluso feministas) que tendían a subsumir la opresión
sexista dentro de la explotación capitalista.
Desde entonces, la producción de Christine Delphy se
ha desarrollado fundamentalmente en torno al concepto de trabajo doméstico con
el objetivo de ir “más allá de la teoría de la plusvalía” e, incluso, de acabar
con ella (Delphy, 2017). Ello la ha conducido a
cuestionar el esquema marxista tradicional, que privilegia una forma específica
de explotación (capitalista) por sobre otras formas, en particular, el racismo
y el sexismo. Estos desarrollos de la propia Delphy permiten complejizar las
discusiones feministas que aún se suscitan, sobre la existencia (o no) de un
enemigo principal. De allí el interés por volver a aquel ensayo pionero de 1970
desde una mirada actual.
En este artículo, proponemos revisitar la teoría de
Delphy, en particular, el concepto de enemigo principal. Para ello,
caracterizamos en primer lugar su teoría del modo de producción doméstico y
proponemos algunas claves para diferenciarla de otras teorías contemporáneas
que también se sitúan en la intersección entre feminismo y marxismo. Como
veremos, la propuesta de Delphy permite visibilizar la productividad de los
trabajos realizados tradicionalmente por las mujeres, en particular el trabajo
doméstico y de cuidados, poniendo en perspectiva sus condiciones materiales de
producción y abordando el marco social en que estos tienen lugar. Si no es la
naturaleza de los trabajos lo que explica su carácter no-remunerado, es preciso
entonces analizar las relaciones estructurales de poder que causan esta
situación. En tal contexto, Delphy se distancia del enfoque feminista marxista
al afirmar que existen dos modos de producción: el capitalista y el modo de
producción doméstico o familiar (Delphy, 2013 [1970]:45). Este último
constituye para la autora la relación estructural de poder específica que
produce y reproduce la opresión de las mujeres, siendo así
por ende, su principal enemigo.
Finalmente, una vez analizada la tesis sobre el
enemigo principal y habiendo examinado distintas teorías que evocan (o no) la
dualidad de las luchas, nos preguntamos: ¿es pertinente sostener esta categoría
en la actualidad? ¿Qué alcance tiene el pronombre definido singular, “el”
enemigo? ¿Quién es el enemigo? ¿Es
uno o múltiple? Para responder a
estos interrogantes, nos basamos en los desarrollos recientes de la propia
Delphy y, también, de la socióloga Danièle Kergoat, que propone un enfoque
basado en las relaciones sociales estructurales. Como veremos, este marco de
análisis permite evitar la tentación de la “contradicción principal” que conduce,
en última instancia, a la jerarquización de opresiones o explotaciones; a la
vez que considera la especificidad de cada relación social en su contexto
histórico.
Capitalismo
y patriarcado en la perspectiva de Christine Delphy
Como señala la historiadora
de las ideas brasileña Maira Abreu, en los años setenta, numerosas teóricas
feministas y amplios sectores del movimiento de mujeres, a uno y otro lado del
Atlántico, recurren al marxismo para volver a pensar la llamada “cuestión
femenina” (Abreu, 2018:3). Sin embargo, el modo en que se lleva a cabo este
retorno a Marx y Engels es sumamente diverso y da origen a diferentes
corrientes: feminismos socialistas, feminismos marxistas, marxismos feministas,
materialismos feministas, son los principales nombres que comienzan a delimitar
espacios de disputas durante la década del setenta (Bolla, 2018).
En el caso del
feminismo materialista, la versión original de Christine Delphy que
analizaremos a continuación constituye no sólo un retorno, sino ante todo “una
ruptura con un cierto marxismo” (Abreu, 2018:3). Se trata de utilizar el método
propuesto por el marxismo, el materialismo histórico, pero cambiando su
aplicación (Delphy, 2013 [1982]). La aplicación de un método, ya no marxista, sino materialista, permite a Delphy iluminar algunos espacios vacíos de
la reflexión marxista clásica, heredados transitivamente por las corrientes
feministas marxistas o socialistas de la época. Se visibilizan así
nuevas relaciones de producción que co-existen con el capitalismo, desbordando
los análisis tradicionales del marxismo.
En 1970, Christine
Delphy publica su ensayo “El enemigo principal” (L’ennemi principal) en un número especial de la célebre revista
francesa Partisans, llamado Libération des femmes. Année zero[I] -donde también se publicó el artículo “Contra
el trabajo invisible” de la argentina Isabel Larguía-. Allí Delphy denuncia la “laguna teórica del
marxismo” que no explica la opresión común y específica de las mujeres y, por
ende, no se centra en la opresión de las mujeres sino en las consecuencias de
esta opresión para el proletariado (Delphy, 2013 [1970]:31). A causa de esta laguna teórica, se
concibe la opresión de las mujeres como una consecuencia secundaria y derivada
de la contradicción Capital/Trabajo. Es decir que aún cuando se reconozca que
existe una opresión específica, se la reduce en última instancia a la opresión
proletaria:
Antes no existía el problema de las mujeres. Estas eran “proletarios
como todos los demás” y luchaban contra el capital. Ahora se reconoce que
existe una explotación específica pero como esta
también se imputa al capital, el resultado es el mismo (Delphy y Leger, 1985
[1976]:3).
Al diferenciar
analíticamente la opresión de las mujeres y la explotación capitalista, Delphy
se distingue de las llamadas “teorías unitarias” que, a su entender, derivan en un reduccionismo. Las
teorías unitarias intentan conjugar capitalismo y patriarcado,
refiriendo ambas estructuras a una única matriz de dominación que identifican,
por lo general, con el sistema de explotación capitalista. Algunos ejemplos destacados en el
ámbito anglosajón son las teorías de Zillah Eisenstein (1979), Iris Young
(1981) y Lise Vogel (2013 [1983]).[II]
También se inscriben en esta línea
las llamadas teorías de la reproducción social, entre cuyas referentes actuales
más conocidas se destacan Arruzza y Bhattacharya (2020).
Si bien existen diferentes tendencias dentro de las
teorías unitarias, la mayoría tiende a resolver el problema del vínculo
solidario entre capitalismo y patriarcado identificándolos respectivamente con
dos instancias de diverso orden: estructura y superestructura. Considerar el
sexismo como un problema estrictamente superestructural, en efecto, permite a
ciertas perspectivas marxistas sortear el obstáculo que representan las
sociedades no capitalistas de la época, como el caso de la Unión Soviética donde, pese a la abolición del capitalismo,
subsiste la opresión de las mujeres. Así, por ejemplo, para Bhattacharya el sostenimiento de las tareas de
cuidado por parte de las mujeres se explicaría por la persistencia
superestructural de los hábitos en un período de transición (Arruzza y
Battacharya, 2020:67).
Otras interpretaciones intentan mantener una
distinción en términos analíticos, identificando una “ideología” patriarcal
inconsciente que se articularía con una base económica (material) capitalista.
Es el caso de la psicoanalista británica Juliet Mitchell (1990 [1974]) y su
peculiar relectura feminista de Freud, Lacan y Althusser. Una resolución
alternativa es la de los Materialist
Feminisms británicos que también retoman redefiniciones heterodoxas sobre
la materialidad de la ideología. Michèle Barrett y Mary McIntosh (1979), por
ejemplo, apelan a la distinción althusseriana entre instancias dominantes, con
autonomía relativa de las superestructuras y determinación en última instancia.[III] Así, en
los diferentes períodos históricos, se va modificando la dominancia de una u
otra instancia, que se combinan en el interior de cada modo de producción,
siendo la economía la que cumple el papel determinante en última instancia. Pero la contradicción principal
Capital/Trabajo existe siempre a través de contradicciones secundarias que son
de una naturaleza diferente, fenómeno que denomina sobredeterminación (Althusser, [1965] 2010:81). De este
modo, el peculiar concepto de formación económico-social althusseriano permite
pensar una categoría de clase atravesada y constituida por contradicciones
múltiples.[IV]
La perspectiva de Delphy en sus primeros ensayos, por
el contrario, se aproxima en mayor medida a las denominadas “teorías del
sistema dual”, formuladas y sistematizadas posteriormente en el medio anglófono
por Heidi Hartmann (1979).[V] Estas
teorías sostienen la articulación de al menos dos sistemas relativamente autónomos aunque solidarios entre sí: capitalismo y
patriarcado. Delphy, en efecto, analiza la articulación
entre capitalismo y lo que denomina “modo de producción doméstico”, “familiar”
o “patriarcal”. Podemos precisar el alcance de este posicionamiento
remontándonos a un debate clásico entre Delphy y la feminista socialista Danielle Leger (1985 [1976]).
Leger sostiene que el capitalismo es el modo de producción dominante al cual le están subordinadas formas
pre-capitalistas de producción, por ejemplo, el trabajo doméstico o la pequeña
producción agrícola. Considera que el modo de producción capitalista no anula
las antiguas formas productivas, sino que las mantiene deliberadamente para
lograr mayor extracción de plusvalía (Delphy y Leger, 1985 [1976]:4). Según
Leger, las formas precapitalistas de producción, sin embargo, no tienen
autonomía, sino que dependen estrictamente del capitalismo. Delphy se opone a
esta perspectiva y afirma que el modo de producción doméstico, si bien excede
en efecto al modo de producción capitalista, no se encuentra subordinado o
subsumido a éste. Ambos presentan una autonomía relativa y se articulan de modo
solidario. Según Delphy, “la familia no funciona únicamente al servicio del
capitalismo. Continúa cumpliendo funciones que no son útiles para el
capitalismo” (Delphy y Leger, 1985 [1976]:4). Aquella constatación
permite reformular esa pregunta, bajo la siguiente forma: en palabras de la
propia Delphy, “¿La opresión de las mujeres se debe únicamente al capitalismo o
a otra cosa; esta otra cosa es también un sistema de clases, o francamente es
otra cosa, y en ese caso, qué? (Delphy, 2013
[1983]:154. Trad. propia).
La teoría del
modo de producción doméstico
Ya sea que se considere al “patriarcado” en el marco
de una teoría unitaria o dual (o triple, como veremos luego), lo cierto es que
tampoco existen definiciones unívocas acerca del alcance y sentido de este
concepto. En el caso de Christine Delphy, su definición pionera del sistema
patriarcal se basa en la conceptualización del “modo de producción doméstico”,
más precisamente, en la extracción (o expropiación) del trabajo de las mujeres.
En términos generales, para Delphy, un modo de producción es un “modelo
abstracto que yo definiría como un conjunto de relaciones de producción, más
concretamente como dos relaciones de producción complementarias y antagónicas”
(Delphy y Leger, 1985 [1976]:3). El modo de producción doméstico supone un
conjunto de relaciones de producción que existen con anterioridad al modo de
producción capitalista; por ende, se trata de un sistema autónomo, lo que -como
dijimos- distingue su posicionamiento de las denominadas teorías del sistema
unitario.
Vale la pena señalar
que la formulación de Christine Delphy es previa a los análisis marxistas de
Claude Meillassoux (1987 [1975]) sobre la “comunidad doméstica” y prácticamente
contemporánea a los desarrollos del estadounidense Marshall Sahlins. Sin
embargo, ambos antropólogos tienden a comprender el modo doméstico de producción
como una forma “primitiva” o “pre-capitalista”, como un residuo premoderno que
co-existe con la industrialización y proletarización creciente y que acabará
por ceder a éstas (Delphy, (2013 [1983]).
Desde la perspectiva delphiana, por el contrario, en
las sociedades contemporáneas existen dos modos de producción principales: el
modo de producción industrial, donde se produce la mayor parte de las
mercancías; y el modo de producción doméstico, donde se produce el trabajo
doméstico, crianza de niños/as, cuidado de personas inválidas (por edad,
enfermedad, discapacidad) y “válidas” (la totalidad de la clase de los
varones), entendidas como tareas productivas (Delphy, 2013 [1970]:33). Mientras
que el primer modo produce la explotación capitalista, el segundo produce la
explotación familiar o “patriarcal”. Ambas formas de explotación, si bien son
concurrentes y se entrelazan, deben aislarse analíticamente para que se puedan
comprender en su especificidad: “No existe ningún vínculo teórico entre ambos.
Pero obviamente están unidos por vínculos concretos” (Delphy y Leger, 1976:5).
Histórica y etimológicamente, señala Delphy, la
familia constituye una unidad de producción. En latín, famulus designa el conjunto de tierras, de esclavos, de hijos/as y
de mujeres sometidos a la autoridad del pater
familias y que, por ende, son de
su propiedad. “En esa unidad domina el padre de familia, a quien pertenece el
trabajo de los individuos sometidos a su autoridad, o
dicho en otras palabras, la familia es el conjunto de individuos que deben
aportar su trabajo para un ‘jefe’” (Delphy, 1985 [1970]:15). En su forma
moderna, sostiene Delphy, el modo de producción doméstico se basa en el
contrato matrimonial.[VI] Mediante
este, las mujeres “ceden” su fuerza de trabajo a los esposos:
Dado que menos del 10% de las mujeres mayores de 25 años son solteras, y
que toda mujer tiene muchas probabilidades de casarse en un momento u otro de
su vida; puede decirse que todas las mujeres están destinadas a entrar en estas
relaciones de producción (Delphy, 1985 [1970]:24).[VII]
Según Delphy, la característica de estas relaciones de
producción domésticas o familiares es que en ellas la mujer no dispone de su
fuerza de trabajo (Delphy, 2013 [1970]:43). Quien dispone de la fuerza de
trabajo de la mujer es el marido, que
puede intercambiar los productos del trabajo doméstico en el mercado. Delphy
caracteriza este vínculo como una relación de apropiación, aunque no desarrolla este concepto, que alcanza su mayor
formulación en la teoría de Colette Guillaumin sobre el sexage (Guillaumin, 2016 [1978]).[VIII]
Para comprender el carácter de la apropiación
matrimonial, Delphy traza una comparación con el sistema esclavista: “La
prestación gratuita de trabajo en el marco de una relación global y personal
(el matrimonio) constituye, precisamente, una relación de esclavitud [un rapport d’esclavage]” (Delphy, 1985
[1970]:24). La característica distintiva de la apropiación de la fuerza de
trabajo en el marco del contrato matrimonial es que no existe ninguna medida
para su acaparamiento. Esto introduce una diferencia entre la situación de
mujeres y de esclavos y establece rápidamente un límite a la “analogía”. Delphy
sostiene que históricamente, la evolución en las formas de apropiación de los
esclavos hace que se transformen en apropiación parcial durante la Edad Media.
Los esclavos se convierten en siervos: trabajan la tierra para el señor tres
jornadas a la semana, y el resto la trabajan para sí mismos (Delphy, 2013
[1974]:130). En el caso de las mujeres, no existe ninguna medida de tiempo (Guillaumin, 2005).
De este modo, Delphy señala la opresión intra-clase
que experimentan las mujeres: “En el interior de esta clase [proletaria] ellas
constituyen una ‘casta’ superexplotada” (Delphy, 1985 [1970]:24). Ello se
verifica para Delphy, más allá de la posición de clase social (en sentido
tradicional marxiano) de las mujeres, ya sean proletarias o burguesas, en tanto
están sometidas a una opresión común y específica en el modo de producción
doméstico. Se produce así una nueva torsión del marco materialista histórico:
la extensión y reformulación de la categoría de “clase social” en términos de
“clase social de sexo”. Es necesario destacar que se trata de una clase social, no biológica, por eso “puede
incluir perfectamente ciertos hombres biológicos: los menores de edad, los
viejos, los niños pertenecen a la misma clase. Las mujeres, los viejos, los
niños, etc., constituyen una clase porque tienen la misma relación de
producción” (Delphy y Leger, 1985 [1976]:5). El feminismo materialista se
distingue así, desde su mismo surgimiento, de otras propuestas acerca de la clase
de las mujeres -por caso, la teoría de Firestone (1970)- por el carácter
radicalmente anti-biologicista de tal clase. Se trata de una clase social, en pleno sentido del
término.
¿A quién
beneficia el trabajo doméstico? (o quién le teme a su visibilización)
En primer término, la sumisión común de las mujeres en
tanto que clase social, se deriva para Delphy del contrato matrimonial. Este contrato establece, como vimos,
la cesión de la fuerza de trabajo de la mujer a su marido. Es por ello que,
según Delphy, el principal beneficiario del trabajo no remunerado de las
mujeres no es sólo el capitalismo, sino el conjunto de los varones que
constituyen, entonces, el enemigo
principal. Esta es una diferencia fundamental entre el feminismo
materialista delphiano y los feminismos marxistas. Para sostener su argumento,
Delphy afirma que existe una situación común a todas las mujeres, entendida en
términos de clase social (marxiana). Desde su perspectiva, la clase de las
mujeres se produce mediante la relación de explotación del trabajo gratuito, en
el marco de la institución matrimonial, en el modo de producción autónomo que
llama doméstico. “La apropiación y explotación de su trabajo dentro del
matrimonio constituye la opresión común de todas las mujeres” (Delphy, 1985 [1970]:24).
El modo de producción doméstico se constituye a partir
de dos clases antagónicas: la clase social de los varones, por un lado, y la
clase social de las mujeres, por otro, donde se incluyen también varones
jóvenes [les cadets], como
mencionamos, individuos biológicamente asignados como varones. “El trabajo
gratuito es aquel que realizan individuos/as situados/as en lugares bien
precisos dentro de la producción familiar” (Delphy, 2013 [1983]:163). Para
visibilizar la condición del trabajo de las mujeres, Delphy insiste en el
carácter del trabajo doméstico como trabajo no-remunerado:
El “descubrimiento” del trabajo doméstico no puede estar disociado de la
denuncia de su gratuidad. No podía ser descubierto primero como trabajo y
después como trabajo gratuito, era necesario que fuera visto en conjunto, como
trabajo y como trabajo no-remunerado, es decir, como explotación (Delphy, 2013
[1982]:154. Traducción nuestra).
Al analizar el trabajo doméstico en
abstracto, por fuera de su rasgo central, la
gratuidad, muchas feministas
marxistas tendían a comprenderlo como un trabajo destinado a producir bienes de
“consumo” y de uso inmediato, es decir, como una tarea simplemente reproductiva. Esta explicación supone dar por
supuesta la gratuidad del mismo e, incluso, legitimarla. Para Delphy, en
cambio: “las esposas realizan un trabajo netamente productivo para sus maridos,
en la relación [rapport] de trabajo
del matrimonio” (Delphy, 2013 [1982]:143). Este quiebre de la distinción
productivo/reproductivo constituye otro rasgo característico del FMF en su
conjunto, y se sistematizará posteriormente en los trabajos de otras autoras,
especialmente, Danièle Kergoat, cuya propuesta examinaremos luego.
Como advierte María
Luisa Femenías, “en la época en que Delphy comienza a estudiar el tema de las
tareas o labores domésticas, aún se las entendía como una actividad ‘natural’
de las mujeres que no merecían la denominación de trabajo” (Femenías, 2019:56).
Es, precisamente, lo que
Delphy denomina la ideología naturalista (Delphy, 2013 [1970]:35) y que se
identifica con el pensamiento de Engels. Recordemos que Engels había sostenido
que la desvalorización de los trabajos de las mujeres se debía al hecho de que
eran tareas “reproductivas”, a diferencia de los trabajos realizados por los
varones, que eran verdaderamente productivos. Por el contrario:
Todos los documentos etnológicos [antropológicos] muestran que la
importancia económica de las producciones realizadas por las mujeres o por los
varones no tiene ninguna relación con la preeminencia social de uno u otro
sexo; por el contrario, toda la evidencia etnológica y sociológica hace
aparecer una relación inversa: las clases dominantes hacen realizar el trabajo
productivo a las clases que mantienen bajo su dominio (Delphy, 1985 [1970]:14).[IX]
En sus primeros trabajos, realizados durante su
investigación doctoral, Delphy observa que el trabajo no-remunerado de las
mujeres agricultoras no sólo se orienta a elaborar productos que se consumen en
la familia, en el hogar, sino que también elabora productos destinados al
mercado. Partiendo de un análisis etnográfico sobre las condiciones de trabajo
en campos y zonas rurales de Francia,[X] Delphy
demuestra que el trabajo de las mujeres agricultoras permanece impago aun
cuando produzcan “valores de cambio” (Delphy, 2013 [1982]:132). En efecto, las
mujeres de los agricultores franceses, a pesar de trabajar en el campo junto a
sus esposos y en igualdad de condiciones, no reciben ninguna parte de la paga
que el esposo obtiene una vez llevados sus productos al mercado.
Ello la lleva a concluir que no son los trabajos
(“reproductivos”, “privados”) que realizan las mujeres los que causan su
opresión, sino el tipo particular de relaciones sociales en los que tales
trabajos se realizan. La familia aparece así, en palabras de Delphy, como un espacio sociológico de relaciones de
trabajo antagónicas:
Es necesario admitir que no es en la naturaleza de los bienes producidos
por las mujeres donde hay que buscar la fuente de la gratuidad de su trabajo; del
mismo modo que no es en la naturaleza del trabajo efectuado por un mecánico
donde hay que buscar el origen de su explotación: si trabaja para otro, recibe
menos por el mismo trabajo que si trabaja “por cuenta propia”, es decir, si es
propietario de los medios de producción y del producto que fabrica (Delphy,
2013 [1983]:162).
Es decir que el trabajo de las mujeres es gratuito
porque se realiza para otros y no por ninguna característica inherente a las
actividades. Este argumento se refuerza dado que no existe ninguna diferencia
de naturaleza entre los servicios domésticos que producen las mujeres y los
bienes y servicios considerados productivos. “El mismo bien que la familia
consume y que por tanto posee un valor de uso para ésta, naturalmente también tiene
un valor de cambio puesto que puede llevarse al mercado” (Delphy, 1985
[1970]:16).
En suma, la apropiación y explotación de las mujeres
se entrelaza con el régimen capitalista, pero no se reduce a él, lo que
distingue sensiblemente la teoría de Delphy de muchas perspectivas feministas
marxistas o socialistas. Desde su perspectiva, las posiciones que entienden al
patriarcado como una ideología minimizan los beneficios concretos que
proporciona a ciertos grupos sociales y, en última instancia, desligan a los
varones -sociales- de la opresión sexista (Delphy, 2013 [1982]). Aquí se
incluyen también los argumentos que aducen la baja general de los salarios como
causa suficiente de la opresión doméstica.
En efecto, siguiendo a Delphy, este razonamiento -aún
muy habitual- se realiza desde un punto de vista androcéntrico y familiarista,
ya que supone que si un obrero no tuviera una
esposa/mujer que le proporcionara los trabajos domésticos y de cuidados,
debería pagar por ellos en el mercado u obtenerlos de otra forma. Ello
incrementaría el valor de reproducción de la fuerza de trabajo y obligaría al
Estado a invertir en equipamientos colectivos. “Este razonamiento no parece
extraño porque es familiar. Sin embargo, si lo miramos sin prejuicios, podemos
advertir que presupone que todos los trabajadores tienen una mujer” (Delphy,
2017:24, trad. propia). Lo que muestra Delphy es que el argumento no es válido
si pensamos en la gran cantidad de obreras/os que no tienen una mujer, ya sea
porque son mujeres -como ocurre con
la mitad numérica de la especie-, porque son solteros, o bien porque están
fuera de la heteronorma y, más exactamente, de lo que Guillaumin denominó
“apropiación colectiva”. Es un razonamiento sesgado que mantiene inexplicado,
en definitiva, aquello que pretende comprender, el hecho de por qué ciertos
sujetos (y no otros) realizan diferencialmente (o asumen la responsabilidad)
sobre los trabajos domésticos y de cuidados y, en última instancia, quiénes
obtienen un beneficio con ello.
En suma, si la clase social, según Marx, se define en
el análisis de la relación de las personas con la producción, Delphy muestra
que es la producción ligada al modo doméstico la que resulta definitoria y
constitutiva de la clase de las mujeres, y no su posición respecto del modo de
producción capitalista. En la medida en que constituyen una clase social,
Delphy argumenta en favor de la necesidad de una “conciencia de clase” de las
mujeres. La toma de conciencia aparece como un elemento central a la hora de
pensar la transformación de las relaciones de opresión. Esta redefinición de la
idea marxista de la “lucha de clases” permite evitar la eternización de la
estructura y el a-historicismo reproductivista. Recordemos, por supuesto, que
no se trata de la supresión de “individuos” concretos (“varones”) sino de los
grupos sociales o clases, más precisamente, de las relaciones sociales de
opresión/explotación que los sustentan, en particular, la extracción de trabajo
gratuito. Los análisis de Monique Wittig (1980), vinculada igualmente a la
corriente materialista francesa, permiten precisar otro aspecto de este
problema. El enemigo principal no es sólo el modo de producción doméstico sino
el orden heterosexual (como suele traducirse la pensée straight) que
garantiza su funcionamiento. Desde esta perspectiva, la ideología de “la
diferencia sexual” funciona como piedra de toque de la desigualdad
sexo-genérica y constituye, por ende, el blanco al que se orientan las
críticas.
¿Uno o varios
enemigos principales?
Tempranamente, la teoría de Delphy sobre el modo de
producción doméstico fue objeto de diversas críticas. Algunos cuestionamientos
dieron lugar a debates tan polémicos como productivos, como la discusión con
las feministas británicas Barrett y McIntosh sobre la posibilidad de un
feminismo materialista (Barrett y McIntosh, 1979; Delphy, 2013 [1982]). Resulta paradójico que la principal objeción fuera
el “economicismo”, ya que la propia Delphy había cuestionado a las perspectivas
marxistas por su “reduccionismo” y la acusación pareció funcionar como fuego
cruzado. Indudablemente, el énfasis de Delphy estuvo (y está) puesto en
identificar las bases económicas materiales de la opresión sexo-genérica. Ello
no implica que ignore, por ejemplo, la sexualidad
como sitio de opresión ni tampoco la eficacia material de la ideología.
Pero su interés se concentra en la visibilización de los mecanismos sociales
objetivos que aseguran la extorsión del trabajo de la clase social de las
mujeres en forma gratuita:
Algunos, ávidos de explicaciones totalizantes, pueden ver esto como un
defecto. Yo lo veo, por el contrario, como la capacidad de determinar
exactamente los límites de una teoría, como condición de su validez; porque
sólo estableciendo esos límites, una teoría se vuelve falsable: confirmable o
insostenible (Delphy, 2013: 16. Trad. propia).
Otras investigadoras han señalado las limitaciones del
concepto de “modo de producción doméstico” aduciendo que restringe la opresión
de las mujeres a la esfera doméstica y no permite explicar otras formas de
opresión sexista que no se basan en el contrato matrimonial (Juteau y Laurin,
1988). Estas autoras señalan que otras feministas materialistas
como Colette Guillaumin proporcionan categorías que resultan más amplias y de
mayor generalidad que el concepto de modo de producción doméstico, al combinar
categorías originales (sexage, apropiación)
con una relectura más heterodoxa del materialismo histórico.
Sin entrar en tales debates, que ya han suscitado
diversas discusiones más y menos propositivas, la pregunta que nos interesa
formular en este artículo es otra. Si la clase social de los varones es “el
enemigo principal” de la clase social de las mujeres o personas feminizadas, en
el antagonismo que estructura las relaciones sociales de sexo -materializadas
en el modo de producción doméstico-, ¿se sigue de ello que es el único enemigo? Denominamos
a esto, siguiendo a Kergoat, la “objeción solipsista” (2003).
Ante todo,
consideramos necesario recordar que el ensayo “El enemigo principal” constituye
una intervención específica en una coyuntura donde las interpretaciones de la
izquierda y del feminismo marxista francés obturaban la comprensión de las
bases materiales de la opresión sexista. Al subsumir la variable “sexo” dentro
de la contradicción principal Capital/Trabajo, como un problema derivado -y por
ende siempre sujeto al peligro de su “aplazamiento”, al decir de Ana de
Miguel-, la opresión sexo-genérica se diluía en la explotación capitalista y
resultaba difícil comprender su especificidad. Los y las interlocutores
polémicos/as explícitos/as del ensayo de Delphy son entonces los grupos de la
izquierda tradicional; su enfoque surge, precisamente, de esta demarcación
respecto al marxismo ortodoxo[XI].
No obstante, la
crítica delphiana no se realiza desde un posicionamiento feminista de corte
liberal o posmoderno, sino que disputa el propio alcance del método
materialista histórico que, por supuesto, se transforma sensiblemente al cabo
de esta operación. Ello implica, por ejemplo, una reelaboración de lo que se
entiende por “materialismo”, abordando incluso la relación entre lo económico y
lo ideológico, entre las relaciones materiales concretas y los discursos -con
eficacia también material- que son la otra cara de dichas relaciones. Si bien
Delphy no continuó este camino, otras feministas materialistas, como Nicole-Claude Mathieu (2013 [1985]),
Colette Guillaumin (2016 [1978]) y Monique Wittig (1980) se dedicaron a
profundizar los análisis sobre los aspectos ideológicos, discursivos y
simbólicos de la opresión.
En la misma dirección
de la objeción solipsista, algunas críticas recientes al feminismo materialista
han argumentado que defiende una idea de “la Mujer” homogénea y que impide
pensar las divisiones en el interior de esta clase. Si bien este argumento
parecería a priori ser válido, a
medida que nos adentramos en el desarrollo de las teorías feministas
materialistas francesas podemos observar que el imperativo de romper con la
ahistoricidad, la naturalización y la esencialización de las categorías de
análisis impiden considerar a las mujeres como un todo homogéneo. Este análisis
se desarrolla in extenso en la
propuesta de las relaciones sociales estructurales de la socióloga Danièle
Kergoat, que desarrolla una propuesta imbricacional.[XII]
El pasaje del concepto de división sexual a
relaciones sociales
El enfoque feminista
materialista, en efecto, considera la existencia de diversas relaciones
sociales estructurales, siendo resaltadas como las más relevantes las de sexo,
de clase y de “raza”. Por eso, el prisma de las materialistas francesas tampoco
se identifica exactamente con las teorías del sistema dual, ya que consideran
la existencia de relaciones sociales de raza o de racialización, por lo que
podríamos denominarlas teorías de “sistemas triples” (Walby, 1989) que
consideran de modo conjunto capitalismo, patriarcado y racismo. Para esta
corriente, ningún campo social escapa a los procesos de categorización
relacionados con éstas, que funcionan a modo de relaciones sociales
estructurales (RSE) de producción (Dunezat, 2017). En este último apartado, nos
detenemos a mostrar un recorrido materialista desde el concepto de “división
sexual del trabajo” hacia las “relaciones sociales estructurales”. Este
itinerario permite comprender por qué el patriarcado sigue constituyendo, en un
sentido específico, un enemigo principal,
mas no el único.
Le debemos a la
socióloga Daniele Kergoat valiosas reflexiones sistemáticas sobre la división
socio-sexual del trabajo -concepto formulado por Nicole-Claude Mathieu,
Christine Delphy, Colette Guillaumin y Paola Tabet- que permiten, a su vez,
explicar cómo se vinculan las diversas relaciones
sociales que estructuran el campo social. Sobre la división sexual del trabajo,
es necesario advertir que si bien es cierto que actualmente es un concepto que
se utiliza en una gran cantidad de estudios económicos, sociológicos y
demográficos, su contextualización en el interior de la corriente feminista
materialista y su vinculación con el concepto de relaciones sociales
estructurales nos permite reflexionar sobre otros usos y potencialidades del
mismo, situándolo en el centro de la discusión acerca del poder que la clase de
los varones ejerce sobre la clase de las mujeres.
Para Kergoat el
fundamento de la opresión de las mujeres por parte de los varones y su división
en clases se basa en la organización y la división del trabajo, siendo éste la
piedra angular de las relaciones sociales de sexo (Kergoat, 1984, citado en
Pfefferkorn 2007:61). En este sentido, la producción social de los sexos
estriba, ante todo, en una base material, en la organización y la división
concreta del trabajo tal como se encuentra dentro de la familia y dentro del
sistema productivo, articulada, claro está, con otras relaciones sociales, en
primer lugar, con las relaciones de clase.
Su propuesta
metodológica parte de la premisa de la imposibilidad de separar la esfera del
trabajo remunerado de la esfera doméstica, ya que esta división responde a las
categorías de la dominación masculina. Para ello la autora se detiene a lo
largo de su obra en discutir la importancia de pensar el trabajo desde una
definición ampliada del mismo (la transformación de la sociedad y la
naturaleza, y en el mismo movimiento la transformación de sí mismo/a).
Así, esta definición
rompe con la operación de reducción que asociaba las palabras “trabajo” y
“explotación” a la esfera salarial y que asociaba la emancipación solamente con
la superación de la contradicción Capital/Trabajo. En palabras de Kergoat
(2002):
la división sexual del
trabajo es la forma de división del trabajo social que se desprende de las
relaciones sociales de sexo, histórica y socialmente modulada. Tiene como
característica la asignación prioritaria de los hombres a la esfera productiva
y de las mujeres a la esfera reproductiva así como,
simultáneamente, la captación por parte de los hombres de las funciones con
fuerte valor social agregado (políticas, religiosas, militares, etc.) (p. 33).
Esta división “tiene
dos principios organizadores: el principio de separación (hay trabajos de
hombres y trabajos de mujeres) y el principio jerárquico (un trabajo de hombre
“vale” más que un trabajo de mujer)” (Kergoat, 2002:64).
Entonces, la
diferencia en la inserción de las mujeres en el mercado laboral no surge por un
factor preferencial o biológico, sino que se puede explicar por una relación
social de dominación donde las mujeres son asignadas a las tareas domésticas y
de cuidado por fuera de la esfera de la producción asalariada, mientras que los
varones son quienes captan las funciones con fuerte valor social agregado, tal
como analizamos a través de la teoría de Delphy.
Desde la perspectiva
de Kergoat, hablar en términos de división sexual del trabajo significa
articular la descripción de los datos analizados en los casos empíricos (la
contrastación de cómo se da esta división sexual del trabajo) con una reflexión
sobre los procesos por los cuales la sociedad utiliza esta diferenciación para
jerarquizar las actividades. Hablar en términos de división sexual del trabajo
significa, entonces, reflexionar acerca de cómo se distribuye y ejerce el poder
(Galerand y Kergoat, 2014).
Llegadas a este punto,
podemos observar diferencias entre la postura de Kergoat y la de Delphy.
Mientras que para Delphy el modo de producción doméstico y el modo de
producción capitalista son dos modos autónomos, con lógicas separadas pero
solidarias, para Kergoat será la misma lógica organizativa, la división sexual
del trabajo, la que genere ambas formas de explotación, relacionadas e
imbricadas entre sí, según desarrollaremos en los siguientes apartados.
Las relaciones sociales estructurales de sexo
El concepto francés
“rapports sociaux de sexe” ha presentado problemáticas de traducción al
español. Esto es así porque, como concepto, la palabra “rapport” no tiene
traducción exacta, ya que no solo denota una relación (un vínculo entre dos
partes) sino que también explicita la asimetría de la misma, es decir, describe
una dominación (Kergoat, 2002). No es nuestro interés en este artículo discutir
las mejores alternativas de traducción de este concepto, pero nos decantamos por utilizar
relaciones sociales estructurales (RSE) para poder incorporar el carácter de
dominación en el interior de las mismas (para ampliar, Estermann, 2021).
Hecha esta aclaración,
pasamos a definir una RSE como una tensión que atraviesa el campo social y que
erige ciertos fenómenos sociales en meollos (enjeux) en torno a los cuales se construyen grupos con intereses
antagónicos. (Kergoat, 2017:39, citado en Bolla, 2020). La distinción entre rapport y relación permite señalar dos
niveles de análisis, microsocial y macrosocial (Falquet, 2017). Por un lado,
las relaciones sociales son las relaciones concretas que establecen los grupos
y los individuos. Éstas están inscriptas dentro de las rapports sociaux (RSE) más generales, que son las que impactarán e
influirán en las relaciones concretas que los individuos de diferentes clases
establezcan entre sí, e incluso en el interior de la misma clase. Esto nos
permite hablar de sujetos, que actúan y son a la vez actuados por estas
relaciones sociales, construyendo sus vidas a través de las prácticas sociales
(Pfefferkorn, 2007).
Las características
que poseen estas RSE son las de ser dinámicas, (se modifican a lo largo del
tiempo y el lugar) y consustanciales. Este concepto de consustancialidad o
co-extensión significa que no son disociables unas de otras, sino que existen
anudadas de modo que sólo pueden distinguirse analíticamente ya que forman -de
ahí el término- una única “sustancia”. Además, esto significa que están en un
estado de interpenetración constante, lo que ocasiona que la opresión de la
clase de las mujeres se haga más compleja a medida que se imbrica con otras
formas de opresión.
A nuestro parecer, la
importancia de la conceptualización de las RSE de sexo es que permiten generar
una vinculación entre las dos esferas (estructura familiar y sistema
productivo), con lo que se puede comprender la totalidad de la experiencia del
trabajo, reconociendo que la explotación capitalista no termina cuando la mujer
ingresa al hogar, y que la explotación sexista o de género no lo hace cuando la
mujer entra a la fábrica.
Ello implica, a
nuestro juicio, cierta ventaja epistémica en relación con la formulación
delphiana del “modo de producción doméstico” ya que este último adjetivo tiende
a circunscribir, tal como anticipamos, la opresión en un espacio de
“domesticidad” estrechamente vinculado con el contrato matrimonial (Juteau y
Laurin, 1988). Quizás debido a esto, con los años, Delphy se refiere a su
teoría como “modo de producción doméstico o patriarcal”.
Por otra parte, en la
estela de las formulaciones feministas materialistas pioneras, el enfoque de
Kergoat también permite romper con el biologicismo, ya que los sexos no son más
categorías fijas, inmutables, ahistóricas y asociales, sino que se generan en y
por el trabajo y su división sexual. La clase de las mujeres deberá ser
analizada como la clase de los individuos sobre quienes recae el trabajo
doméstico (en su sentido más amplio; que son “apropiadas”, por decirlo con
Guillaumin) y quienes quedan por fuera de las tareas con un fuerte valor
social; mientras que la clase de los varones será la de quienes se encuentran
mayoritariamente en el mercado laboral pago, quienes se aprovechan de las
tareas realizadas por la clase de las mujeres y, por último, quienes capturan
para sí las tareas con un fuerte valor social.
En definitiva, esta
conceptualización permite pensar la imbricación de las diferentes relaciones
sociales estructurales de dominación de manera situada e histórica. Es decir,
qué significa ser una mujer, obrera, blanca en Francia de los años ’80
(Kergoat, 1982) o que implica ser una mujer migrante empleada doméstica en la
Francia de los años 2010 (Kergoat, 2016). Este análisis situado e imbricacional
permite romper con el universalismo y el ahistoricismo, a la vez que incorpora
un análisis en términos geopolíticos (Hirata, 1997). Cada forma de organización
tiene su expresión en términos de relaciones sociales de dominación que hay que
comprender y analizar. Tomar en cuenta la diferenciación entre la actividad de
las mujeres y de los varones permite comprender las modificaciones y
variaciones históricas de las mismas que luego se plasman y son legitimadas por
las instituciones, como el Estado, el derecho, el trabajo, los sindicatos, la
familia, etc. (Pfefferkorn, 2007)
De este modo, el
enfoque de las RSE permite identificar más de un “enemigo”, aunque el carácter
estructural de tales relaciones tampoco se deja aprehender mediante una
metáfora que remite al plano individualizante (ya había advertido tempranamente
el propio Marx contra la figura del burgués como un villano o un sujeto poseído
por un impulso acumulador…) No se trata de individuos singulares sino, como
explicita Kergoat, de tensiones que recorren lo social y que configuran grupos
o colectivos con intereses antagónicos.
Hacia una teoría general de la explotación
En una dirección
similar se orientan los últimos trabajos de Christine Delphy (2017) que buscan
elaborar una “teoría general de la explotación”. Sus desarrollos más recientes,
en efecto, critican fuertemente la idea de una contradicción principal y
jerárquica que subsume o absorbe las demás tensiones. El principal problema de
las derivas del marxismo tradicional ha sido, precisamente, que han hecho de
una explotación específica el modelo universal de toda explotación. Esta
constatación, que Delphy ya había formulado tempranamente en su ensayo de 1970,
se complejiza ahora en la medida en que la explotación sexista se “imbrica” (al
decir de Kergoat) con la explotación racista y clasista.
Delphy propone
entonces una teoría general de la explotación que va más allá de la teoría del
plusvalor, válida para el análisis de un caso específico, la explotación
capitalista. Su teoría se basa en una definición ampliada de la explotación
como extorsión de trabajo gratuito,
una de cuyas formas puede ser la ecuación “valor producido menos salario depositado” (Delphy, 2017:104, trad. propia) pero no la
única. El test de la plusvalía, sostiene Delphy, no puede ser la vara a través
de la cual determinar si existe o no explotación. En particular, porque las
formas de extorsión de trabajo gratuito resultan invisibles desde tal óptica.
Inversamente, la extracción de plusvalor sí puede considerarse como una
extorsión de trabajo gratuito ya que el valor del trabajo realizado excede al
del salario del obrero u obrera; por ende, su enfoque no excluye, sino que
integra la explotación capitalista dentro de un marco comprensivo más amplio.
Ello no redunda en una segmentación o particularización compartimentada de las
opresiones, más bien lo contrario. Para Delphy, se plantea el desafío de
encontrar un lenguaje común, es decir, conceptos (como la definición ampliada
de “explotación”) que permitan comparar las diferentes formas de opresión,
identificar sus divergencias para así valorar con justeza los eventuales
aspectos comunes.
No es casual que estas
críticas feministas materialistas, elaboradas desde el horizonte francófono,
resuenen en nuestras latitudes. También aquí, en América latina y el Caribe, se
han analizado críticamente los sesgos del modelo marxista clásico de la “contradicción
principal” que impedía comprender los mecanismos y especificidad de otras
formas de explotación, en particular el racismo -como mostraron tempranamente
las teorías poscoloniales en el resto del mundo y sus tempranas relecturas en
nuestra región (Rivera Cusicanqui, y Barragán, 1997)[XIII], o bien las teorías de(s)coloniales- y el
sexismo -como mostraron los feminismos latinoamericanos y de(s)coloniales-. Por
ello, el enfoque de las RSE presenta ciertas resonancias con las teorías sobre
las opresiones múltiples, como por ejemplo, las
elaboraciones de la filósofa María Lugones (2012). Ambas se aproximan y se
distancian del modelo de la “interseccionalidad” sistematizado por Kimberlé
Crenshaw, por su énfasis en el plano estructural antes que
en los clivajes identitarios o individuales, aunque reservamos este análisis
comparado para futuras investigaciones[XIV].
Resulta irónico, por
ende, que una teoría que tempranamente cuestionó el mito de la “Mujer” con
mayúsculas -una idea universal y homogénea que arrasaría las diferencias
estructurales (de clase y de raza) en favor de una “sororidad común”- se relea
hoy como un enfoque ingenuo, en el mejor de los casos, o esencialista y
eurocéntrico.[XV] Quizás la idea del enemigo principal (con su
metáfora individualizante) favoreció ese deslizamiento; o quizás se trata de
una interpretación errada de la tesis central de las feministas materialistas,
que las mujeres (sociales) constituyen una clase plenamente social, ni
biológica ni culturalmente determinada, sino dialéctica, lo que lejos de cualquier sustancialismo equivale a
insistir en las posiciones respectivas en la división socio-sexual del trabajo.
Actualmente, tanto los
organismos internacionales como las investigaciones feministas más diversas
coinciden en que existe una segregación de los trabajos en función del
sexo-género que hace que ciertas personas ocupen ciertos trabajos (no
reconocidos, más precarios, temporarios, con peores salarios o sin salarios).
La lógica que Jules Falquet (2015) denominó de “vasos comunicantes” hace que la
sexualización (en el sentido de sexo-generización) y la racialización no puedan
escindirse cuando pensamos el funcionamiento de la economía en su conjunto, así
como tampoco las posiciones de clase socioeconómica. Consideramos que los
análisis pioneros y recientes de Delphy resultan valiosos para comprender las
bases materiales y económicas que sustentan, aún hoy, la explotación sexista y,
sobre todo, para contribuir a su transformación, así como la de las formas de
explotación capitalista y racista.
Una teoría general de
la explotación, aunque parezca epistemológicamente ambiciosa, resulta
políticamente necesaria para no recaer en perspectivas polarizadas o, peor aún,
en la trampa que hace que la lucha contra una explotación u opresión específica
refuerce otra explotación. Un ejemplo concreto analizado por Delphy fue, en su
momento, el intento de prohibición del velo en las escuelas francesas. Una
medida que parecía progresista en términos feministas (“liberar” a grupos de
mujeres islámicas de la opresión de una religión sexista) mostraba rápidamente
los sesgos eurocéntricos y reforzaba la xenofobia y el racismo, ya que no se
prohibía el uso de cruces u otros símbolos. Otro tanto ocurre cuando las
demandas feministas son utilizadas para reforzar la desigualdad clasista, lo
que Nancy Fraser, Cinzia Arruzza y Thithi Bhattacharya (2018) cuestionaron
oportunamente, aunque desde otro marco epistémico, al proponer un “feminismo
para el 99%” en oposición al feminismo liberal empresarial.
La perspectiva
feminista materialista que hemos analizado en este trabajo, en su vertiente
francesa o francófona, nos convoca de este modo a situarnos en un lugar
incómodo pero necesario, contribuyendo con análisis específicos capaces de
elucidar los mecanismos propios de la explotación capitalista, sexista y
racista. Lejos de la inconmensurabilidad o del relativismo epistémico, el
desafío es encontrar un “lenguaje común” -al decir de Delphy- que permita un
abordaje de conjunto, que no invisibilice, subsuma ni jerarquice las formas de opresión sino que pueda aportar herramientas para encarar
una lucha común contra estos sistemas.
Revisitar la teoría de
Delphy implicó indagar en, al menos, dos sentidos: por un lado, mirando hacia
atrás, situamos su propia teoría en
un contexto sociohistórico determinado para comprender el sentido y el alcance
de la tesis sobre “el enemigo principal”. Mostramos que la discusión que inició
Delphy en los años ‘70 buscó descentrar la explotación capitalista como la
única protagonista de las explicaciones sobre los antagonismos sociales. Cuando
atendemos a las relaciones sociales de sexo, el enemigo principal remite a un
sistema específico, histórica y lógicamente independiente del capitalismo: el
modo de producción doméstico, familiar o patriarcal, que asegura la extorsión
de trabajo doméstico en forma gratuita. Ello no implica que la explicación de
la opresión sexista agote la comprensión de una formación social; ni que el
“sexo” reemplace el lugar de la “clase” en un esquema basado en contradicciones
principales y secundarias. Por el contrario, según muestran el propio recorrido
de la corriente feminista materialista y la formulación de Kergoat, existen
diferentes relaciones sociales estructurales que coexisten sin superponerse las
unas a las otras en sentido jerárquico.
Al cabo de este
recorrido, examinamos la propuesta de una teoría general de la explotación, que
gana consistencia en los últimos trabajos de Delphy y que formaliza aspectos
que estaban implícitos, mas no desarrollados, en su obra anterior. Esta
propuesta cobra particular interés en un contexto teórico-político donde la
coexistencia de diversos ejes del poder (racismo, sexismo, clasismo) se vuelve
evidente, tal como muestran actualmente diferentes enfoques teóricos y
múltiples luchas concretas contra el reforzamiento de las opresiones múltiples.
Se suscitan entonces nuevas preguntas, algunas de las cuales hemos simplemente
esbozado y que serán objeto de futuras investigaciones.
Ciertamente, el
compromiso por construir sociedades más justas implica comprender la
simultaneidad de sistemas de explotación u opresión específicos,
consustanciales y coextensivos. Avanzar en la búsqueda de sociedades
verdaderamente democráticas e igualitarias implica, por tanto, asumir el
desafío de evitar los universalismos y a-historicismos para identificar, en
cada situación concreta, de qué forma se imbrican las relaciones sociales
estructurales y, por ende, de qué modo podemos transformarlas. Como concluye
Delphy, “un clavo no saca otro clavo” (2017:112), aunque haya profundos
intereses implicados en que concentremos nuestra mirada sólo en una dirección.
Según vimos, tanto Delphy como Kergoat permiten comprender que no existe el enemigo principal sino diferentes
relaciones sociales estructurales que cruzan lo social y que coexisten de
manera compleja en cada contexto. En nuestra región, esto se ha visibilizado
gracias a las teorías interseccionales y a los aportes de los feminismos
populares, indígenas, comunitarios, así como de los movimientos sociales.
Consideramos que el enfoque feminista materialista, elaborado desde el
horizonte francófono, puede resonar con otras teorías; especialmente, con
aquellas que en nuestras latitudes también han denunciado y denuncian la
tiranía de la “opresión principal”. Se habilita así un canal de diálogo
transnacional que, aún cuando no lo emprendamos explícitamente en este
artículo, nos interesa dejar señalado. En esa senda preliminar buscamos
inscribirnos, y a ese recorrido intentamos sumar las líneas precedentes.
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Revista del Centro de estudios Interdisciplinario sobre las Mujeres, y de la
Maestría poder y sociedad desde la problemática de Género, N°29, 2021 pp.
46-77. ISSN, 2545-6504 Recibido: 29 de marzo 2021; Aceptado: 15 de setiembre
2021. |
[I] Traducido en Delphy (1982) “El enemigo principal”. Por un feminismo materialista. El enemigo principal y otros textos. Barcelona: LaSal. El número de Partisans se publicó en el año 1972 en Buenos Aires, y en 1977 en España, por editorial Granica, incorporando ensayos de feministas hispanohablantes. Aquí citamos según la versión francesa de “L’Ennemi principal” reeditada en Delphy (2013). Para las citas directas, retomamos la traducción española (Delphy, 1982), aclarando en los casos en que realizamos alguna modificación.
[II] Para un panorama general de las teorías del sistema unitario, cf. también Ferguson y McNally, 2013.
[III] Recordemos que Althusser propone una distinción entre diversas
instancias superestructurales que coexisten en una formación social: religiosa,
ideológica, científica, política, entre otras. Estas instancias tienen una
autonomía relativa (Althusser, [1965] 2010:91) y pueden o no ser dominantes.
[IV] Según Althusser “las contradicciones “secundarias” no son simplemente un fenómeno de la contradicción “principal” (...) las contradicciones secundarias son necesarias a la existencia misma de la contradicción principal, constituyen realmente su condición de existencia, tanto como la contradicción principal constituye a su vez la condición de existencia de las primeras” (Althusser, [1965] 2010:170).
[V] Hartmann desarrolla de manera sistemática la idea del doble sistema de opresión solidario, con dos niveles de igual importancia: patriarcado y capitalismo. Este trabajo fue objeto de fuertes críticas de parte de la filósofa estadounidense Iris Young que, desde una perspectiva unitaria, argumentó “la necesidad de crear una teoría materialista feminista que sea parte integral de un marxismo renovado, y no que esté simplemente casada con el marxismo” (Young, 1981:62. Trad. propia). Resulta curioso el hecho de que, por momentos, la posición de Young presenta ciertas afinidades con la teoría materialista francesa, especialmente cuando aborda la “división del trabajo por género” (Femenías, 2008). No obstante, se distingue por su subsunción de la opresión sexo-genérica al capitalismo y por los subtextos biologicistas que imputan a la capacidad reproductiva (gestación) la causa de la opresión (Bolla, 2020).
[VI] Para otras interpretaciones del contrato de matrimonio y sus consecuencias, Pateman (1995).
[VII] Hemos modificado ligeramente la traducción española para facilitar su comprensión.
[VIII] Según Guillaumin, la naturaleza de la opresión de las mujeres consiste precisamente en una relación social (estructural) de apropiación que se despliega a nivel individual y colectivo (Guillaumin, 2016 [1978]). Por motivos de extensión, no profundizaremos en la perspectiva guillaumiana; para ampliar, Guillaumin (2005).
[IX] Introducimos una ligera modificación respecto de la traducción castellana, que vierte la expresión “sous leur coupe” por “bajo su férula”.
[X] Como señala Delphy, en ese período el 80% de la producción agrícola en Francia es de tipo familiar.
[XI] Como advierte Falquet (2017), los diálogos entre la vertiente feminista materialista en Francia y las iniciativas feministas marxistas críticas como la Campaña por el Salario para el Trabajo doméstico fueron más bien escasos. Ello no impide que puedan trazarse puentes, aunque se trata de enfoques diferentes, tal como muestra Miramond (2017).
[XII] Si bien en nuestro medio Kergoat suele ser considerada como una feminista materialista francesa (aunque no sólo en América Latina; ver por ejemplo Bhattacharya y Arruza, 2020:64), su trayectoria la vincula inicialmente a los feminismos marxistas; es decir que no formaba parte del grupo nucleado en torno a Questions Féministes que está a la base de la propuesta feminista materialista. En los años posteriores, no obstante, se aproxima al enfoque feminista materialista con su propuesta de una “sociología de las relaciones sociales” (Hirata y Kergoat, 1997; ver también Galerand y Kergoat, 2014; Kergoat (2016 [2009]).
[XIII] Para ampliar sobre este tema, Femenías (2009).
[XIV]
Como ha mostrado Jules Falquet en varios de sus trabajos, la mirada feminista
materialista francófona se aproxima a enfoques como el de la Colectiva del Río
Combahee, que a fines de la década de 1970 mostró la simultaneidad de
opresiones racista, hetero-sexista y clasista (interlocking systems of oppression), aunque presenta
particularidades. Para ampliar, Falquet (2017).
[XV] Para ampliar, ver el manifiesto de Questions Féministes (1977), Wittig (1980b), Curiel y Falquet (2005).