A las vueltas con el enemigo principal: capitalismo y patriarcado en la teoría de Christine Delphy

Luisina Bolla  

Victoria Estermann   

Resumen

El objetivo de este artículo es revisitar la propuesta de Christine Delphy desde una mirada situada y actual. En primer lugar, analizamos su concepción del sistema patriarcal en términos de modo de producción doméstico y lo ubicamos en el contexto de los debates entre teorías unitarias y sistemas duales, que han sido objeto de un renovado interés en el último tiempo. Nuestro objetivo es evaluar los aportes del enfoque delphiano y también precisar su especificidad en relación con las teorías feministas marxistas que actualmente gozan de mayor difusión en nuestro medio y a las que, no obstante, se suele asimilar el enfoque feminista materialista. A continuación, mostramos que la idea de un “enemigo principal” se complejiza en la medida en que se considera la existencia de otras relaciones sociales estructurales, acorde el recorrido de la socióloga Danièle Kergoat y de la propia Delphy en su producción más reciente. Estos desarrollos muestran los aportes de las perspectivas materialistas a las discusiones contemporáneas sobre la imbricación de los sistemas de poder, a la vez que se redefinen los conceptos tradicionales de “explotación”, “contradicción” y “clase”. 

 

Palabras clave: feminismo materialista, modo de producción doméstico, patriarcado, enemigo principa, relaciones sociales de sexo

 

Looking around the Main Enemy: Capitalism and Patriarchy in Christine Delphy’s theory

Abstract

The aim of this article is to revisit Christine Delphy's theory from a situated and current perspective. First, we analyze her patriarchal system conception in terms of the domestic mode of production, placing it in the context of the debates between unitary theories and dual systems, which have been the object of renewed interest in recent times. Our aim is to evaluate the contributions of the Delphian approach and clarify its specificity in relation to Marxist feminist theories that currently have greater diffusion in our environment. Furthermore, we show that the idea of ​​a "main enemy" becomes more complex when considering the existence of other structural social relations, according to the formulation of Danièle Kergoat and Delphy’s most recent production. These developments show not only the contribution of materialist perspectives to the contemporary discussions about the interlocking of power systems, but also the redefinition of the traditional concepts of "exploitation", "contradiction" and "class".

 

Keywords: Materialist Feminism, Patriarchal Mode of Production, Domestic Work, Main Enemy, Social Relations of Sex

 

 

Introducción

En el año 1970, se publica el célebre ensayo de Christine Delphy “El enemigo principal” en el número especial de la revista Partisans. Se trata de un texto fundacional para la tradición feminista materialista posterior ya que introduce categorías de análisis centrales como modo de producción doméstico, explotación/opresión, clase social de sexo y, al mismo tiempo, delimita los alcances del gesto heterodoxo que distingue al feminismo materialista francés o francófono de la matriz marxista clásica. Como lo indica su título, el objetivo de Delphy es visibilizar la existencia de un “enemigo principal” oculto en los abordajes de la época, especialmente, en las perspectivas de izquierda francesas (incluso feministas) que tendían a subsumir la opresión sexista dentro de la explotación capitalista.

Desde entonces, la producción de Christine Delphy se ha desarrollado fundamentalmente en torno al concepto de trabajo doméstico con el objetivo de ir “más allá de la teoría de la plusvalía” e, incluso, de acabar con ella (Delphy, 2017). Ello la ha conducido a cuestionar el esquema marxista tradicional, que privilegia una forma específica de explotación (capitalista) por sobre otras formas, en particular, el racismo y el sexismo. Estos desarrollos de la propia Delphy permiten complejizar las discusiones feministas que aún se suscitan, sobre la existencia (o no) de un enemigo principal. De allí el interés por volver a aquel ensayo pionero de 1970 desde una mirada actual.

En este artículo, proponemos revisitar la teoría de Delphy, en particular, el concepto de enemigo principal. Para ello, caracterizamos en primer lugar su teoría del modo de producción doméstico y proponemos algunas claves para diferenciarla de otras teorías contemporáneas que también se sitúan en la intersección entre feminismo y marxismo. Como veremos, la propuesta de Delphy permite visibilizar la productividad de los trabajos realizados tradicionalmente por las mujeres, en particular el trabajo doméstico y de cuidados, poniendo en perspectiva sus condiciones materiales de producción y abordando el marco social en que estos tienen lugar. Si no es la naturaleza de los trabajos lo que explica su carácter no-remunerado, es preciso entonces analizar las relaciones estructurales de poder que causan esta situación. En tal contexto, Delphy se distancia del enfoque feminista marxista al afirmar que existen dos modos de producción: el capitalista y el modo de producción doméstico o familiar (Delphy, 2013 [1970]:45). Este último constituye para la autora la relación estructural de poder específica que produce y reproduce la opresión de las mujeres, siendo así por ende, su principal enemigo.

Finalmente, una vez analizada la tesis sobre el enemigo principal y habiendo examinado distintas teorías que evocan (o no) la dualidad de las luchas, nos preguntamos: ¿es pertinente sostener esta categoría en la actualidad? ¿Qué alcance tiene el pronombre definido singular, “el” enemigo? ¿Quién es el enemigo? ¿Es uno o múltiple? Para responder a estos interrogantes, nos basamos en los desarrollos recientes de la propia Delphy y, también, de la socióloga Danièle Kergoat, que propone un enfoque basado en las relaciones sociales estructurales. Como veremos, este marco de análisis permite evitar la tentación de la “contradicción principal” que conduce, en última instancia, a la jerarquización de opresiones o explotaciones; a la vez que considera la especificidad de cada relación social en su contexto histórico.

Capitalismo y patriarcado en la perspectiva de Christine Delphy

Como señala la historiadora de las ideas brasileña Maira Abreu, en los años setenta, numerosas teóricas feministas y amplios sectores del movimiento de mujeres, a uno y otro lado del Atlántico, recurren al marxismo para volver a pensar la llamada “cuestión femenina” (Abreu, 2018:3). Sin embargo, el modo en que se lleva a cabo este retorno a Marx y Engels es sumamente diverso y da origen a diferentes corrientes: feminismos socialistas, feminismos marxistas, marxismos feministas, materialismos feministas, son los principales nombres que comienzan a delimitar espacios de disputas durante la década del setenta (Bolla, 2018).

En el caso del feminismo materialista, la versión original de Christine Delphy que analizaremos a continuación constituye no sólo un retorno, sino ante todo “una ruptura con un cierto marxismo” (Abreu, 2018:3). Se trata de utilizar el método propuesto por el marxismo, el materialismo histórico, pero cambiando su aplicación (Delphy, 2013 [1982]). La aplicación de un método, ya no marxista, sino materialista, permite a Delphy iluminar algunos espacios vacíos de la reflexión marxista clásica, heredados transitivamente por las corrientes feministas marxistas o socialistas de la época. Se visibilizan así nuevas relaciones de producción que co-existen con el capitalismo, desbordando los análisis tradicionales del marxismo.

En 1970, Christine Delphy publica su ensayo “El enemigo principal” (L’ennemi principal) en un número especial de la célebre revista francesa Partisans, llamado Libération des femmes. Année zero[I] -donde también se publicó el artículo “Contra el trabajo invisible” de la argentina Isabel Larguía-. Allí Delphy denuncia la “laguna teórica del marxismo” que no explica la opresión común y específica de las mujeres y, por ende, no se centra en la opresión de las mujeres sino en las consecuencias de esta opresión para el proletariado (Delphy, 2013 [1970]:31). A causa de esta laguna teórica, se concibe la opresión de las mujeres como una consecuencia secundaria y derivada de la contradicción Capital/Trabajo. Es decir que aún cuando se reconozca que existe una opresión específica, se la reduce en última instancia a la opresión proletaria:

Antes no existía el problema de las mujeres. Estas eran “proletarios como todos los demás” y luchaban contra el capital. Ahora se reconoce que existe una explotación específica pero como esta también se imputa al capital, el resultado es el mismo (Delphy y Leger, 1985 [1976]:3).

 

Al diferenciar analíticamente la opresión de las mujeres y la explotación capitalista, Delphy se distingue de las llamadas “teorías unitarias” que, a su entender, derivan en un reduccionismo. Las teorías unitarias intentan conjugar capitalismo y patriarcado, refiriendo ambas estructuras a una única matriz de dominación que identifican, por lo general, con el sistema de explotación capitalista. Algunos ejemplos destacados en el ámbito anglosajón son las teorías de Zillah Eisenstein (1979), Iris Young (1981) y Lise Vogel (2013 [1983]).[II] También se inscriben en esta línea las llamadas teorías de la reproducción social, entre cuyas referentes actuales más conocidas se destacan Arruzza y Bhattacharya (2020).

Si bien existen diferentes tendencias dentro de las teorías unitarias, la mayoría tiende a resolver el problema del vínculo solidario entre capitalismo y patriarcado identificándolos respectivamente con dos instancias de diverso orden: estructura y superestructura. Considerar el sexismo como un problema estrictamente superestructural, en efecto, permite a ciertas perspectivas marxistas sortear el obstáculo que representan las sociedades no capitalistas de la época, como el caso de la Unión Soviética donde, pese a la abolición del capitalismo, subsiste la opresión de las mujeres. Así, por ejemplo, para Bhattacharya el sostenimiento de las tareas de cuidado por parte de las mujeres se explicaría por la persistencia superestructural de los hábitos en un período de transición (Arruzza y Battacharya, 2020:67).

Otras interpretaciones intentan mantener una distinción en términos analíticos, identificando una “ideología” patriarcal inconsciente que se articularía con una base económica (material) capitalista. Es el caso de la psicoanalista británica Juliet Mitchell (1990 [1974]) y su peculiar relectura feminista de Freud, Lacan y Althusser. Una resolución alternativa es la de los Materialist Feminisms británicos que también retoman redefiniciones heterodoxas sobre la materialidad de la ideología. Michèle Barrett y Mary McIntosh (1979), por ejemplo, apelan a la distinción althusseriana entre instancias dominantes, con autonomía relativa de las superestructuras y determinación en última instancia.[III] Así, en los diferentes períodos históricos, se va modificando la dominancia de una u otra instancia, que se combinan en el interior de cada modo de producción, siendo la economía la que cumple el papel determinante en última instancia. Pero la contradicción principal Capital/Trabajo existe siempre a través de contradicciones secundarias que son de una naturaleza diferente, fenómeno que denomina sobredeterminación (Althusser, [1965] 2010:81). De este modo, el peculiar concepto de formación económico-social althusseriano permite pensar una categoría de clase atravesada y constituida por contradicciones múltiples.[IV]  

La perspectiva de Delphy en sus primeros ensayos, por el contrario, se aproxima en mayor medida a las denominadas “teorías del sistema dual”, formuladas y sistematizadas posteriormente en el medio anglófono por Heidi Hartmann (1979).[V] Estas teorías sostienen la articulación de al menos dos sistemas relativamente autónomos aunque solidarios entre sí: capitalismo y patriarcado. Delphy, en efecto, analiza la articulación entre capitalismo y lo que denomina “modo de producción doméstico”, “familiar” o “patriarcal”. Podemos precisar el alcance de este posicionamiento remontándonos a un debate clásico entre Delphy y la feminista socialista Danielle Leger (1985 [1976]). Leger sostiene que el capitalismo es el modo de producción dominante al cual le están subordinadas formas pre-capitalistas de producción, por ejemplo, el trabajo doméstico o la pequeña producción agrícola. Considera que el modo de producción capitalista no anula las antiguas formas productivas, sino que las mantiene deliberadamente para lograr mayor extracción de plusvalía (Delphy y Leger, 1985 [1976]:4). Según Leger, las formas precapitalistas de producción, sin embargo, no tienen autonomía, sino que dependen estrictamente del capitalismo. Delphy se opone a esta perspectiva y afirma que el modo de producción doméstico, si bien excede en efecto al modo de producción capitalista, no se encuentra subordinado o subsumido a éste. Ambos presentan una autonomía relativa y se articulan de modo solidario. Según Delphy, “la familia no funciona únicamente al servicio del capitalismo. Continúa cumpliendo funciones que no son útiles para el capitalismo” (Delphy y Leger, 1985 [1976]:4). Aquella constatación permite reformular esa pregunta, bajo la siguiente forma: en palabras de la propia Delphy, “¿La opresión de las mujeres se debe únicamente al capitalismo o a otra cosa; esta otra cosa es también un sistema de clases, o francamente es otra cosa, y en ese caso, qué? (Delphy, 2013 [1983]:154. Trad. propia).

La teoría del modo de producción doméstico

Ya sea que se considere al “patriarcado” en el marco de una teoría unitaria o dual (o triple, como veremos luego), lo cierto es que tampoco existen definiciones unívocas acerca del alcance y sentido de este concepto. En el caso de Christine Delphy, su definición pionera del sistema patriarcal se basa en la conceptualización del “modo de producción doméstico”, más precisamente, en la extracción (o expropiación) del trabajo de las mujeres. En términos generales, para Delphy, un modo de producción es un “modelo abstracto que yo definiría como un conjunto de relaciones de producción, más concretamente como dos relaciones de producción complementarias y antagónicas” (Delphy y Leger, 1985 [1976]:3). El modo de producción doméstico supone un conjunto de relaciones de producción que existen con anterioridad al modo de producción capitalista; por ende, se trata de un sistema autónomo, lo que -como dijimos- distingue su posicionamiento de las denominadas teorías del sistema unitario.

Vale la pena señalar que la formulación de Christine Delphy es previa a los análisis marxistas de Claude Meillassoux (1987 [1975]) sobre la “comunidad doméstica” y prácticamente contemporánea a los desarrollos del estadounidense Marshall Sahlins. Sin embargo, ambos antropólogos tienden a comprender el modo doméstico de producción como una forma “primitiva” o “pre-capitalista”, como un residuo premoderno que co-existe con la industrialización y proletarización creciente y que acabará por ceder a éstas (Delphy, (2013 [1983]).  

Desde la perspectiva delphiana, por el contrario, en las sociedades contemporáneas existen dos modos de producción principales: el modo de producción industrial, donde se produce la mayor parte de las mercancías; y el modo de producción doméstico, donde se produce el trabajo doméstico, crianza de niños/as, cuidado de personas inválidas (por edad, enfermedad, discapacidad) y “válidas” (la totalidad de la clase de los varones), entendidas como tareas productivas (Delphy, 2013 [1970]:33). Mientras que el primer modo produce la explotación capitalista, el segundo produce la explotación familiar o “patriarcal”. Ambas formas de explotación, si bien son concurrentes y se entrelazan, deben aislarse analíticamente para que se puedan comprender en su especificidad: “No existe ningún vínculo teórico entre ambos. Pero obviamente están unidos por vínculos concretos” (Delphy y Leger, 1976:5).

Histórica y etimológicamente, señala Delphy, la familia constituye una unidad de producción. En latín, famulus designa el conjunto de tierras, de esclavos, de hijos/as y de mujeres sometidos a la autoridad del pater familias y que, por ende, son de su propiedad. “En esa unidad domina el padre de familia, a quien pertenece el trabajo de los individuos sometidos a su autoridad, o dicho en otras palabras, la familia es el conjunto de individuos que deben aportar su trabajo para un ‘jefe’” (Delphy, 1985 [1970]:15). En su forma moderna, sostiene Delphy, el modo de producción doméstico se basa en el contrato matrimonial.[VI] Mediante este, las mujeres “ceden” su fuerza de trabajo a los esposos:

Dado que menos del 10% de las mujeres mayores de 25 años son solteras, y que toda mujer tiene muchas probabilidades de casarse en un momento u otro de su vida; puede decirse que todas las mujeres están destinadas a entrar en estas relaciones de producción (Delphy, 1985 [1970]:24).[VII]

 

Según Delphy, la característica de estas relaciones de producción domésticas o familiares es que en ellas la mujer no dispone de su fuerza de trabajo (Delphy, 2013 [1970]:43). Quien dispone de la fuerza de trabajo de la mujer es el marido, que puede intercambiar los productos del trabajo doméstico en el mercado. Delphy caracteriza este vínculo como una relación de apropiación, aunque no desarrolla este concepto, que alcanza su mayor formulación en la teoría de Colette Guillaumin sobre el sexage (Guillaumin, 2016 [1978]).[VIII]

Para comprender el carácter de la apropiación matrimonial, Delphy traza una comparación con el sistema esclavista: “La prestación gratuita de trabajo en el marco de una relación global y personal (el matrimonio) constituye, precisamente, una relación de esclavitud [un rapport d’esclavage]” (Delphy, 1985 [1970]:24). La característica distintiva de la apropiación de la fuerza de trabajo en el marco del contrato matrimonial es que no existe ninguna medida para su acaparamiento. Esto introduce una diferencia entre la situación de mujeres y de esclavos y establece rápidamente un límite a la “analogía”. Delphy sostiene que históricamente, la evolución en las formas de apropiación de los esclavos hace que se transformen en apropiación parcial durante la Edad Media. Los esclavos se convierten en siervos: trabajan la tierra para el señor tres jornadas a la semana, y el resto la trabajan para sí mismos (Delphy, 2013 [1974]:130). En el caso de las mujeres, no existe ninguna medida de tiempo (Guillaumin, 2005).

De este modo, Delphy señala la opresión intra-clase que experimentan las mujeres: “En el interior de esta clase [proletaria] ellas constituyen una ‘casta’ superexplotada” (Delphy, 1985 [1970]:24). Ello se verifica para Delphy, más allá de la posición de clase social (en sentido tradicional marxiano) de las mujeres, ya sean proletarias o burguesas, en tanto están sometidas a una opresión común y específica en el modo de producción doméstico. Se produce así una nueva torsión del marco materialista histórico: la extensión y reformulación de la categoría de “clase social” en términos de “clase social de sexo”. Es necesario destacar que se trata de una clase social, no biológica, por eso “puede incluir perfectamente ciertos hombres biológicos: los menores de edad, los viejos, los niños pertenecen a la misma clase. Las mujeres, los viejos, los niños, etc., constituyen una clase porque tienen la misma relación de producción” (Delphy y Leger, 1985 [1976]:5). El feminismo materialista se distingue así, desde su mismo surgimiento, de otras propuestas acerca de la clase de las mujeres -por caso, la teoría de Firestone (1970)- por el carácter radicalmente anti-biologicista de tal clase. Se trata de una clase social, en pleno sentido del término.

¿A quién beneficia el trabajo doméstico? (o quién le teme a su visibilización)

En primer término, la sumisión común de las mujeres en tanto que clase social, se deriva para Delphy del contrato matrimonial. Este contrato establece, como vimos, la cesión de la fuerza de trabajo de la mujer a su marido. Es por ello que, según Delphy, el principal beneficiario del trabajo no remunerado de las mujeres no es sólo el capitalismo, sino el conjunto de los varones que constituyen, entonces, el enemigo principal. Esta es una diferencia fundamental entre el feminismo materialista delphiano y los feminismos marxistas. Para sostener su argumento, Delphy afirma que existe una situación común a todas las mujeres, entendida en términos de clase social (marxiana). Desde su perspectiva, la clase de las mujeres se produce mediante la relación de explotación del trabajo gratuito, en el marco de la institución matrimonial, en el modo de producción autónomo que llama doméstico. “La apropiación y explotación de su trabajo dentro del matrimonio constituye la opresión común de todas las mujeres” (Delphy, 1985 [1970]:24).

El modo de producción doméstico se constituye a partir de dos clases antagónicas: la clase social de los varones, por un lado, y la clase social de las mujeres, por otro, donde se incluyen también varones jóvenes [les cadets], como mencionamos, individuos biológicamente asignados como varones. “El trabajo gratuito es aquel que realizan individuos/as situados/as en lugares bien precisos dentro de la producción familiar” (Delphy, 2013 [1983]:163). Para visibilizar la condición del trabajo de las mujeres, Delphy insiste en el carácter del trabajo doméstico como trabajo no-remunerado:

El “descubrimiento” del trabajo doméstico no puede estar disociado de la denuncia de su gratuidad. No podía ser descubierto primero como trabajo y después como trabajo gratuito, era necesario que fuera visto en conjunto, como trabajo y como trabajo no-remunerado, es decir, como explotación (Delphy, 2013 [1982]:154. Traducción nuestra).

 

Al analizar el trabajo doméstico en abstracto, por fuera de su rasgo central, la gratuidad, muchas feministas marxistas tendían a comprenderlo como un trabajo destinado a producir bienes de “consumo” y de uso inmediato, es decir, como una tarea simplemente reproductiva. Esta explicación supone dar por supuesta la gratuidad del mismo e, incluso, legitimarla. Para Delphy, en cambio: “las esposas realizan un trabajo netamente productivo para sus maridos, en la relación [rapport] de trabajo del matrimonio” (Delphy, 2013 [1982]:143). Este quiebre de la distinción productivo/reproductivo constituye otro rasgo característico del FMF en su conjunto, y se sistematizará posteriormente en los trabajos de otras autoras, especialmente, Danièle Kergoat, cuya propuesta examinaremos luego.

Como advierte María Luisa Femenías, “en la época en que Delphy comienza a estudiar el tema de las tareas o labores domésticas, aún se las entendía como una actividad ‘natural’ de las mujeres que no merecían la denominación de trabajo” (Femenías, 2019:56). Es, precisamente, lo que Delphy denomina la ideología naturalista (Delphy, 2013 [1970]:35) y que se identifica con el pensamiento de Engels. Recordemos que Engels había sostenido que la desvalorización de los trabajos de las mujeres se debía al hecho de que eran tareas “reproductivas”, a diferencia de los trabajos realizados por los varones, que eran verdaderamente productivos. Por el contrario:

Todos los documentos etnológicos [antropológicos] muestran que la importancia económica de las producciones realizadas por las mujeres o por los varones no tiene ninguna relación con la preeminencia social de uno u otro sexo; por el contrario, toda la evidencia etnológica y sociológica hace aparecer una relación inversa: las clases dominantes hacen realizar el trabajo productivo a las clases que mantienen bajo su dominio (Delphy, 1985 [1970]:14).[IX]

 

En sus primeros trabajos, realizados durante su investigación doctoral, Delphy observa que el trabajo no-remunerado de las mujeres agricultoras no sólo se orienta a elaborar productos que se consumen en la familia, en el hogar, sino que también elabora productos destinados al mercado. Partiendo de un análisis etnográfico sobre las condiciones de trabajo en campos y zonas rurales de Francia,[X] Delphy demuestra que el trabajo de las mujeres agricultoras permanece impago aun cuando produzcan “valores de cambio” (Delphy, 2013 [1982]:132). En efecto, las mujeres de los agricultores franceses, a pesar de trabajar en el campo junto a sus esposos y en igualdad de condiciones, no reciben ninguna parte de la paga que el esposo obtiene una vez llevados sus productos al mercado.

Ello la lleva a concluir que no son los trabajos (“reproductivos”, “privados”) que realizan las mujeres los que causan su opresión, sino el tipo particular de relaciones sociales en los que tales trabajos se realizan. La familia aparece así, en palabras de Delphy, como un espacio sociológico de relaciones de trabajo antagónicas:

Es necesario admitir que no es en la naturaleza de los bienes producidos por las mujeres donde hay que buscar la fuente de la gratuidad de su trabajo; del mismo modo que no es en la naturaleza del trabajo efectuado por un mecánico donde hay que buscar el origen de su explotación: si trabaja para otro, recibe menos por el mismo trabajo que si trabaja “por cuenta propia”, es decir, si es propietario de los medios de producción y del producto que fabrica (Delphy, 2013 [1983]:162).

 

Es decir que el trabajo de las mujeres es gratuito porque se realiza para otros y no por ninguna característica inherente a las actividades. Este argumento se refuerza dado que no existe ninguna diferencia de naturaleza entre los servicios domésticos que producen las mujeres y los bienes y servicios considerados productivos. “El mismo bien que la familia consume y que por tanto posee un valor de uso para ésta, naturalmente también tiene un valor de cambio puesto que puede llevarse al mercado” (Delphy, 1985 [1970]:16).

En suma, la apropiación y explotación de las mujeres se entrelaza con el régimen capitalista, pero no se reduce a él, lo que distingue sensiblemente la teoría de Delphy de muchas perspectivas feministas marxistas o socialistas. Desde su perspectiva, las posiciones que entienden al patriarcado como una ideología minimizan los beneficios concretos que proporciona a ciertos grupos sociales y, en última instancia, desligan a los varones -sociales- de la opresión sexista (Delphy, 2013 [1982]). Aquí se incluyen también los argumentos que aducen la baja general de los salarios como causa suficiente de la opresión doméstica.

En efecto, siguiendo a Delphy, este razonamiento -aún muy habitual- se realiza desde un punto de vista androcéntrico y familiarista, ya que supone que si un obrero no tuviera una esposa/mujer que le proporcionara los trabajos domésticos y de cuidados, debería pagar por ellos en el mercado u obtenerlos de otra forma. Ello incrementaría el valor de reproducción de la fuerza de trabajo y obligaría al Estado a invertir en equipamientos colectivos. “Este razonamiento no parece extraño porque es familiar. Sin embargo, si lo miramos sin prejuicios, podemos advertir que presupone que todos los trabajadores tienen una mujer” (Delphy, 2017:24, trad. propia). Lo que muestra Delphy es que el argumento no es válido si pensamos en la gran cantidad de obreras/os que no tienen una mujer, ya sea porque son mujeres -como ocurre con la mitad numérica de la especie-, porque son solteros, o bien porque están fuera de la heteronorma y, más exactamente, de lo que Guillaumin denominó “apropiación colectiva”. Es un razonamiento sesgado que mantiene inexplicado, en definitiva, aquello que pretende comprender, el hecho de por qué ciertos sujetos (y no otros) realizan diferencialmente (o asumen la responsabilidad) sobre los trabajos domésticos y de cuidados y, en última instancia, quiénes obtienen un beneficio con ello.

En suma, si la clase social, según Marx, se define en el análisis de la relación de las personas con la producción, Delphy muestra que es la producción ligada al modo doméstico la que resulta definitoria y constitutiva de la clase de las mujeres, y no su posición respecto del modo de producción capitalista. En la medida en que constituyen una clase social, Delphy argumenta en favor de la necesidad de una “conciencia de clase” de las mujeres. La toma de conciencia aparece como un elemento central a la hora de pensar la transformación de las relaciones de opresión. Esta redefinición de la idea marxista de la “lucha de clases” permite evitar la eternización de la estructura y el a-historicismo reproductivista. Recordemos, por supuesto, que no se trata de la supresión de “individuos” concretos (“varones”) sino de los grupos sociales o clases, más precisamente, de las relaciones sociales de opresión/explotación que los sustentan, en particular, la extracción de trabajo gratuito. Los análisis de Monique Wittig (1980), vinculada igualmente a la corriente materialista francesa, permiten precisar otro aspecto de este problema. El enemigo principal no es sólo el modo de producción doméstico sino el orden heterosexual (como suele traducirse la pensée straight) que garantiza su funcionamiento. Desde esta perspectiva, la ideología de “la diferencia sexual” funciona como piedra de toque de la desigualdad sexo-genérica y constituye, por ende, el blanco al que se orientan las críticas.

¿Uno o varios enemigos principales?

Tempranamente, la teoría de Delphy sobre el modo de producción doméstico fue objeto de diversas críticas. Algunos cuestionamientos dieron lugar a debates tan polémicos como productivos, como la discusión con las feministas británicas Barrett y McIntosh sobre la posibilidad de un feminismo materialista (Barrett y McIntosh, 1979; Delphy, 2013 [1982]). Resulta paradójico que la principal objeción fuera el “economicismo”, ya que la propia Delphy había cuestionado a las perspectivas marxistas por su “reduccionismo” y la acusación pareció funcionar como fuego cruzado. Indudablemente, el énfasis de Delphy estuvo (y está) puesto en identificar las bases económicas materiales de la opresión sexo-genérica. Ello no implica que ignore, por ejemplo, la sexualidad como sitio de opresión ni tampoco la eficacia material de la ideología. Pero su interés se concentra en la visibilización de los mecanismos sociales objetivos que aseguran la extorsión del trabajo de la clase social de las mujeres en forma gratuita:

Algunos, ávidos de explicaciones totalizantes, pueden ver esto como un defecto. Yo lo veo, por el contrario, como la capacidad de determinar exactamente los límites de una teoría, como condición de su validez; porque sólo estableciendo esos límites, una teoría se vuelve falsable: confirmable o insostenible (Delphy, 2013: 16. Trad. propia).

 

Otras investigadoras han señalado las limitaciones del concepto de “modo de producción doméstico” aduciendo que restringe la opresión de las mujeres a la esfera doméstica y no permite explicar otras formas de opresión sexista que no se basan en el contrato matrimonial (Juteau y Laurin, 1988). Estas autoras señalan que otras feministas materialistas como Colette Guillaumin proporcionan categorías que resultan más amplias y de mayor generalidad que el concepto de modo de producción doméstico, al combinar categorías originales (sexage, apropiación) con una relectura más heterodoxa del materialismo histórico.

Sin entrar en tales debates, que ya han suscitado diversas discusiones más y menos propositivas, la pregunta que nos interesa formular en este artículo es otra. Si la clase social de los varones es “el enemigo principal” de la clase social de las mujeres o personas feminizadas, en el antagonismo que estructura las relaciones sociales de sexo -materializadas en el modo de producción doméstico-, ¿se sigue de ello que es el único enemigo?  Denominamos a esto, siguiendo a Kergoat, la “objeción solipsista” (2003).

Ante todo, consideramos necesario recordar que el ensayo “El enemigo principal” constituye una intervención específica en una coyuntura donde las interpretaciones de la izquierda y del feminismo marxista francés obturaban la comprensión de las bases materiales de la opresión sexista. Al subsumir la variable “sexo” dentro de la contradicción principal Capital/Trabajo, como un problema derivado -y por ende siempre sujeto al peligro de su “aplazamiento”, al decir de Ana de Miguel-, la opresión sexo-genérica se diluía en la explotación capitalista y resultaba difícil comprender su especificidad. Los y las interlocutores polémicos/as explícitos/as del ensayo de Delphy son entonces los grupos de la izquierda tradicional; su enfoque surge, precisamente, de esta demarcación respecto al marxismo ortodoxo[XI].

No obstante, la crítica delphiana no se realiza desde un posicionamiento feminista de corte liberal o posmoderno, sino que disputa el propio alcance del método materialista histórico que, por supuesto, se transforma sensiblemente al cabo de esta operación. Ello implica, por ejemplo, una reelaboración de lo que se entiende por “materialismo”, abordando incluso la relación entre lo económico y lo ideológico, entre las relaciones materiales concretas y los discursos -con eficacia también material- que son la otra cara de dichas relaciones. Si bien Delphy no continuó este camino, otras feministas materialistas, como Nicole-Claude Mathieu (2013 [1985]), Colette Guillaumin (2016 [1978]) y Monique Wittig (1980) se dedicaron a profundizar los análisis sobre los aspectos ideológicos, discursivos y simbólicos de la opresión.

En la misma dirección de la objeción solipsista, algunas críticas recientes al feminismo materialista han argumentado que defiende una idea de “la Mujer” homogénea y que impide pensar las divisiones en el interior de esta clase. Si bien este argumento parecería a priori ser válido, a medida que nos adentramos en el desarrollo de las teorías feministas materialistas francesas podemos observar que el imperativo de romper con la ahistoricidad, la naturalización y la esencialización de las categorías de análisis impiden considerar a las mujeres como un todo homogéneo. Este análisis se desarrolla in extenso en la propuesta de las relaciones sociales estructurales de la socióloga Danièle Kergoat, que desarrolla una propuesta imbricacional.[XII]

El pasaje del concepto de división sexual a relaciones sociales

El enfoque feminista materialista, en efecto, considera la existencia de diversas relaciones sociales estructurales, siendo resaltadas como las más relevantes las de sexo, de clase y de “raza”. Por eso, el prisma de las materialistas francesas tampoco se identifica exactamente con las teorías del sistema dual, ya que consideran la existencia de relaciones sociales de raza o de racialización, por lo que podríamos denominarlas teorías de “sistemas triples” (Walby, 1989) que consideran de modo conjunto capitalismo, patriarcado y racismo. Para esta corriente, ningún campo social escapa a los procesos de categorización relacionados con éstas, que funcionan a modo de relaciones sociales estructurales (RSE) de producción (Dunezat, 2017). En este último apartado, nos detenemos a mostrar un recorrido materialista desde el concepto de “división sexual del trabajo” hacia las “relaciones sociales estructurales”. Este itinerario permite comprender por qué el patriarcado sigue constituyendo, en un sentido específico, un enemigo principal, mas no el único.

Le debemos a la socióloga Daniele Kergoat valiosas reflexiones sistemáticas sobre la división socio-sexual del trabajo -concepto formulado por Nicole-Claude Mathieu, Christine Delphy, Colette Guillaumin y Paola Tabet- que permiten, a su vez, explicar cómo se vinculan las diversas relaciones sociales que estructuran el campo social. Sobre la división sexual del trabajo, es necesario advertir que si bien es cierto que actualmente es un concepto que se utiliza en una gran cantidad de estudios económicos, sociológicos y demográficos, su contextualización en el interior de la corriente feminista materialista y su vinculación con el concepto de relaciones sociales estructurales nos permite reflexionar sobre otros usos y potencialidades del mismo, situándolo en el centro de la discusión acerca del poder que la clase de los varones ejerce sobre la clase de las mujeres.

Para Kergoat el fundamento de la opresión de las mujeres por parte de los varones y su división en clases se basa en la organización y la división del trabajo, siendo éste la piedra angular de las relaciones sociales de sexo (Kergoat, 1984, citado en Pfefferkorn 2007:61). En este sentido, la producción social de los sexos estriba, ante todo, en una base material, en la organización y la división concreta del trabajo tal como se encuentra dentro de la familia y dentro del sistema productivo, articulada, claro está, con otras relaciones sociales, en primer lugar, con las relaciones de clase.

Su propuesta metodológica parte de la premisa de la imposibilidad de separar la esfera del trabajo remunerado de la esfera doméstica, ya que esta división responde a las categorías de la dominación masculina. Para ello la autora se detiene a lo largo de su obra en discutir la importancia de pensar el trabajo desde una definición ampliada del mismo (la transformación de la sociedad y la naturaleza, y en el mismo movimiento la transformación de sí mismo/a).

Así, esta definición rompe con la operación de reducción que asociaba las palabras “trabajo” y “explotación” a la esfera salarial y que asociaba la emancipación solamente con la superación de la contradicción Capital/Trabajo. En palabras de Kergoat (2002):

la división sexual del trabajo es la forma de división del trabajo social que se desprende de las relaciones sociales de sexo, histórica y socialmente modulada. Tiene como característica la asignación prioritaria de los hombres a la esfera productiva y de las mujeres a la esfera reproductiva así como, simultáneamente, la captación por parte de los hombres de las funciones con fuerte valor social agregado (políticas, religiosas, militares, etc.) (p. 33).

 

Esta división “tiene dos principios organizadores: el principio de separación (hay trabajos de hombres y trabajos de mujeres) y el principio jerárquico (un trabajo de hombre “vale” más que un trabajo de mujer)” (Kergoat, 2002:64).

Entonces, la diferencia en la inserción de las mujeres en el mercado laboral no surge por un factor preferencial o biológico, sino que se puede explicar por una relación social de dominación donde las mujeres son asignadas a las tareas domésticas y de cuidado por fuera de la esfera de la producción asalariada, mientras que los varones son quienes captan las funciones con fuerte valor social agregado, tal como analizamos a través de la teoría de Delphy.

Desde la perspectiva de Kergoat, hablar en términos de división sexual del trabajo significa articular la descripción de los datos analizados en los casos empíricos (la contrastación de cómo se da esta división sexual del trabajo) con una reflexión sobre los procesos por los cuales la sociedad utiliza esta diferenciación para jerarquizar las actividades. Hablar en términos de división sexual del trabajo significa, entonces, reflexionar acerca de cómo se distribuye y ejerce el poder (Galerand y Kergoat, 2014).

Llegadas a este punto, podemos observar diferencias entre la postura de Kergoat y la de Delphy. Mientras que para Delphy el modo de producción doméstico y el modo de producción capitalista son dos modos autónomos, con lógicas separadas pero solidarias, para Kergoat será la misma lógica organizativa, la división sexual del trabajo, la que genere ambas formas de explotación, relacionadas e imbricadas entre sí, según desarrollaremos en los siguientes apartados.

Las relaciones sociales estructurales de sexo

El concepto francés “rapports sociaux de sexe” ha presentado problemáticas de traducción al español. Esto es así porque, como concepto, la palabra “rapport” no tiene traducción exacta, ya que no solo denota una relación (un vínculo entre dos partes) sino que también explicita la asimetría de la misma, es decir, describe una dominación (Kergoat, 2002). No es nuestro interés en este artículo discutir las mejores alternativas de traducción de este concepto, pero nos decantamos por utilizar relaciones sociales estructurales (RSE) para poder incorporar el carácter de dominación en el interior de las mismas (para ampliar, Estermann, 2021).

Hecha esta aclaración, pasamos a definir una RSE como una tensión que atraviesa el campo social y que erige ciertos fenómenos sociales en meollos (enjeux) en torno a los cuales se construyen grupos con intereses antagónicos. (Kergoat, 2017:39, citado en Bolla, 2020). La distinción entre rapport y relación permite señalar dos niveles de análisis, microsocial y macrosocial (Falquet, 2017). Por un lado, las relaciones sociales son las relaciones concretas que establecen los grupos y los individuos. Éstas están inscriptas dentro de las rapports sociaux (RSE) más generales, que son las que impactarán e influirán en las relaciones concretas que los individuos de diferentes clases establezcan entre sí, e incluso en el interior de la misma clase. Esto nos permite hablar de sujetos, que actúan y son a la vez actuados por estas relaciones sociales, construyendo sus vidas a través de las prácticas sociales (Pfefferkorn, 2007).

Las características que poseen estas RSE son las de ser dinámicas, (se modifican a lo largo del tiempo y el lugar) y consustanciales. Este concepto de consustancialidad o co-extensión significa que no son disociables unas de otras, sino que existen anudadas de modo que sólo pueden distinguirse analíticamente ya que forman -de ahí el término- una única “sustancia”. Además, esto significa que están en un estado de interpenetración constante, lo que ocasiona que la opresión de la clase de las mujeres se haga más compleja a medida que se imbrica con otras formas de opresión.

A nuestro parecer, la importancia de la conceptualización de las RSE de sexo es que permiten generar una vinculación entre las dos esferas (estructura familiar y sistema productivo), con lo que se puede comprender la totalidad de la experiencia del trabajo, reconociendo que la explotación capitalista no termina cuando la mujer ingresa al hogar, y que la explotación sexista o de género no lo hace cuando la mujer entra a la fábrica.

Ello implica, a nuestro juicio, cierta ventaja epistémica en relación con la formulación delphiana del “modo de producción doméstico” ya que este último adjetivo tiende a circunscribir, tal como anticipamos, la opresión en un espacio de “domesticidad” estrechamente vinculado con el contrato matrimonial (Juteau y Laurin, 1988). Quizás debido a esto, con los años, Delphy se refiere a su teoría como “modo de producción doméstico o patriarcal”.

Por otra parte, en la estela de las formulaciones feministas materialistas pioneras, el enfoque de Kergoat también permite romper con el biologicismo, ya que los sexos no son más categorías fijas, inmutables, ahistóricas y asociales, sino que se generan en y por el trabajo y su división sexual. La clase de las mujeres deberá ser analizada como la clase de los individuos sobre quienes recae el trabajo doméstico (en su sentido más amplio; que son “apropiadas”, por decirlo con Guillaumin) y quienes quedan por fuera de las tareas con un fuerte valor social; mientras que la clase de los varones será la de quienes se encuentran mayoritariamente en el mercado laboral pago, quienes se aprovechan de las tareas realizadas por la clase de las mujeres y, por último, quienes capturan para sí las tareas con un fuerte valor social.

En definitiva, esta conceptualización permite pensar la imbricación de las diferentes relaciones sociales estructurales de dominación de manera situada e histórica. Es decir, qué significa ser una mujer, obrera, blanca en Francia de los años ’80 (Kergoat, 1982) o que implica ser una mujer migrante empleada doméstica en la Francia de los años 2010 (Kergoat, 2016). Este análisis situado e imbricacional permite romper con el universalismo y el ahistoricismo, a la vez que incorpora un análisis en términos geopolíticos (Hirata, 1997). Cada forma de organización tiene su expresión en términos de relaciones sociales de dominación que hay que comprender y analizar. Tomar en cuenta la diferenciación entre la actividad de las mujeres y de los varones permite comprender las modificaciones y variaciones históricas de las mismas que luego se plasman y son legitimadas por las instituciones, como el Estado, el derecho, el trabajo, los sindicatos, la familia, etc. (Pfefferkorn, 2007)

De este modo, el enfoque de las RSE permite identificar más de un “enemigo”, aunque el carácter estructural de tales relaciones tampoco se deja aprehender mediante una metáfora que remite al plano individualizante (ya había advertido tempranamente el propio Marx contra la figura del burgués como un villano o un sujeto poseído por un impulso acumulador…) No se trata de individuos singulares sino, como explicita Kergoat, de tensiones que recorren lo social y que configuran grupos o colectivos con intereses antagónicos.

Hacia una teoría general de la explotación

En una dirección similar se orientan los últimos trabajos de Christine Delphy (2017) que buscan elaborar una “teoría general de la explotación”. Sus desarrollos más recientes, en efecto, critican fuertemente la idea de una contradicción principal y jerárquica que subsume o absorbe las demás tensiones. El principal problema de las derivas del marxismo tradicional ha sido, precisamente, que han hecho de una explotación específica el modelo universal de toda explotación. Esta constatación, que Delphy ya había formulado tempranamente en su ensayo de 1970, se complejiza ahora en la medida en que la explotación sexista se “imbrica” (al decir de Kergoat) con la explotación racista y clasista.

Delphy propone entonces una teoría general de la explotación que va más allá de la teoría del plusvalor, válida para el análisis de un caso específico, la explotación capitalista. Su teoría se basa en una definición ampliada de la explotación como extorsión de trabajo gratuito, una de cuyas formas puede ser la ecuación “valor producido menos salario depositado” (Delphy, 2017:104, trad. propia) pero no la única. El test de la plusvalía, sostiene Delphy, no puede ser la vara a través de la cual determinar si existe o no explotación. En particular, porque las formas de extorsión de trabajo gratuito resultan invisibles desde tal óptica. Inversamente, la extracción de plusvalor sí puede considerarse como una extorsión de trabajo gratuito ya que el valor del trabajo realizado excede al del salario del obrero u obrera; por ende, su enfoque no excluye, sino que integra la explotación capitalista dentro de un marco comprensivo más amplio. Ello no redunda en una segmentación o particularización compartimentada de las opresiones, más bien lo contrario. Para Delphy, se plantea el desafío de encontrar un lenguaje común, es decir, conceptos (como la definición ampliada de “explotación”) que permitan comparar las diferentes formas de opresión, identificar sus divergencias para así valorar con justeza los eventuales aspectos comunes.

No es casual que estas críticas feministas materialistas, elaboradas desde el horizonte francófono, resuenen en nuestras latitudes. También aquí, en América latina y el Caribe, se han analizado críticamente los sesgos del modelo marxista clásico de la “contradicción principal” que impedía comprender los mecanismos y especificidad de otras formas de explotación, en particular el racismo -como mostraron tempranamente las teorías poscoloniales en el resto del mundo y sus tempranas relecturas en nuestra región (Rivera Cusicanqui, y Barragán, 1997)[XIII], o bien las teorías de(s)coloniales- y el sexismo -como mostraron los feminismos latinoamericanos y de(s)coloniales-. Por ello, el enfoque de las RSE presenta ciertas resonancias con las teorías sobre las opresiones múltiples, como por ejemplo, las elaboraciones de la filósofa María Lugones (2012). Ambas se aproximan y se distancian del modelo de la “interseccionalidad” sistematizado por Kimberlé Crenshaw, por su énfasis en el plano estructural antes que en los clivajes identitarios o individuales, aunque reservamos este análisis comparado para futuras investigaciones[XIV].

Resulta irónico, por ende, que una teoría que tempranamente cuestionó el mito de la “Mujer” con mayúsculas -una idea universal y homogénea que arrasaría las diferencias estructurales (de clase y de raza) en favor de una “sororidad común”- se relea hoy como un enfoque ingenuo, en el mejor de los casos, o esencialista y eurocéntrico.[XV] Quizás la idea del enemigo principal (con su metáfora individualizante) favoreció ese deslizamiento; o quizás se trata de una interpretación errada de la tesis central de las feministas materialistas, que las mujeres (sociales) constituyen una clase plenamente social, ni biológica ni culturalmente determinada, sino dialéctica, lo que lejos de cualquier sustancialismo equivale a insistir en las posiciones respectivas en la división socio-sexual del trabajo.

Actualmente, tanto los organismos internacionales como las investigaciones feministas más diversas coinciden en que existe una segregación de los trabajos en función del sexo-género que hace que ciertas personas ocupen ciertos trabajos (no reconocidos, más precarios, temporarios, con peores salarios o sin salarios). La lógica que Jules Falquet (2015) denominó de “vasos comunicantes” hace que la sexualización (en el sentido de sexo-generización) y la racialización no puedan escindirse cuando pensamos el funcionamiento de la economía en su conjunto, así como tampoco las posiciones de clase socioeconómica. Consideramos que los análisis pioneros y recientes de Delphy resultan valiosos para comprender las bases materiales y económicas que sustentan, aún hoy, la explotación sexista y, sobre todo, para contribuir a su transformación, así como la de las formas de explotación capitalista y racista.

Una teoría general de la explotación, aunque parezca epistemológicamente ambiciosa, resulta políticamente necesaria para no recaer en perspectivas polarizadas o, peor aún, en la trampa que hace que la lucha contra una explotación u opresión específica refuerce otra explotación. Un ejemplo concreto analizado por Delphy fue, en su momento, el intento de prohibición del velo en las escuelas francesas. Una medida que parecía progresista en términos feministas (“liberar” a grupos de mujeres islámicas de la opresión de una religión sexista) mostraba rápidamente los sesgos eurocéntricos y reforzaba la xenofobia y el racismo, ya que no se prohibía el uso de cruces u otros símbolos. Otro tanto ocurre cuando las demandas feministas son utilizadas para reforzar la desigualdad clasista, lo que Nancy Fraser, Cinzia Arruzza y Thithi Bhattacharya (2018) cuestionaron oportunamente, aunque desde otro marco epistémico, al proponer un “feminismo para el 99%” en oposición al feminismo liberal empresarial.

La perspectiva feminista materialista que hemos analizado en este trabajo, en su vertiente francesa o francófona, nos convoca de este modo a situarnos en un lugar incómodo pero necesario, contribuyendo con análisis específicos capaces de elucidar los mecanismos propios de la explotación capitalista, sexista y racista. Lejos de la inconmensurabilidad o del relativismo epistémico, el desafío es encontrar un “lenguaje común” -al decir de Delphy- que permita un abordaje de conjunto, que no invisibilice, subsuma ni jerarquice las formas de opresión sino que pueda aportar herramientas para encarar una lucha común contra estos sistemas.

Conclusión

Revisitar la teoría de Delphy implicó indagar en, al menos, dos sentidos: por un lado, mirando hacia atrás, situamos su propia teoría en un contexto sociohistórico determinado para comprender el sentido y el alcance de la tesis sobre “el enemigo principal”. Mostramos que la discusión que inició Delphy en los años ‘70 buscó descentrar la explotación capitalista como la única protagonista de las explicaciones sobre los antagonismos sociales. Cuando atendemos a las relaciones sociales de sexo, el enemigo principal remite a un sistema específico, histórica y lógicamente independiente del capitalismo: el modo de producción doméstico, familiar o patriarcal, que asegura la extorsión de trabajo doméstico en forma gratuita. Ello no implica que la explicación de la opresión sexista agote la comprensión de una formación social; ni que el “sexo” reemplace el lugar de la “clase” en un esquema basado en contradicciones principales y secundarias. Por el contrario, según muestran el propio recorrido de la corriente feminista materialista y la formulación de Kergoat, existen diferentes relaciones sociales estructurales que coexisten sin superponerse las unas a las otras en sentido jerárquico.

Al cabo de este recorrido, examinamos la propuesta de una teoría general de la explotación, que gana consistencia en los últimos trabajos de Delphy y que formaliza aspectos que estaban implícitos, mas no desarrollados, en su obra anterior. Esta propuesta cobra particular interés en un contexto teórico-político donde la coexistencia de diversos ejes del poder (racismo, sexismo, clasismo) se vuelve evidente, tal como muestran actualmente diferentes enfoques teóricos y múltiples luchas concretas contra el reforzamiento de las opresiones múltiples. Se suscitan entonces nuevas preguntas, algunas de las cuales hemos simplemente esbozado y que serán objeto de futuras investigaciones.

Ciertamente, el compromiso por construir sociedades más justas implica comprender la simultaneidad de sistemas de explotación u opresión específicos, consustanciales y coextensivos. Avanzar en la búsqueda de sociedades verdaderamente democráticas e igualitarias implica, por tanto, asumir el desafío de evitar los universalismos y a-historicismos para identificar, en cada situación concreta, de qué forma se imbrican las relaciones sociales estructurales y, por ende, de qué modo podemos transformarlas. Como concluye Delphy, “un clavo no saca otro clavo” (2017:112), aunque haya profundos intereses implicados en que concentremos nuestra mirada sólo en una dirección. Según vimos, tanto Delphy como Kergoat permiten comprender que no existe el enemigo principal sino diferentes relaciones sociales estructurales que cruzan lo social y que coexisten de manera compleja en cada contexto. En nuestra región, esto se ha visibilizado gracias a las teorías interseccionales y a los aportes de los feminismos populares, indígenas, comunitarios, así como de los movimientos sociales. Consideramos que el enfoque feminista materialista, elaborado desde el horizonte francófono, puede resonar con otras teorías; especialmente, con aquellas que en nuestras latitudes también han denunciado y denuncian la tiranía de la “opresión principal”. Se habilita así un canal de diálogo transnacional que, aún cuando no lo emprendamos explícitamente en este artículo, nos interesa dejar señalado. En esa senda preliminar buscamos inscribirnos, y a ese recorrido intentamos sumar las líneas precedentes.

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⃰ Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género, Facultad de Humanidades y Cs. de la Educación - Universidad Nacional de La Plata / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Contacto: luisinabolla@gmail.com  

Centro de Investigaciones Socio-Históricas, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación - Universidad Nacional de La Plata. Contacto: victoria.estermann@gmail.com

 

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[I] Traducido en Delphy (1982) “El enemigo principal”. Por un feminismo materialista. El enemigo principal y otros textos. Barcelona: LaSal. El número de Partisans se publicó en el año 1972 en Buenos Aires, y en 1977 en España, por editorial Granica, incorporando ensayos de feministas hispanohablantes. Aquí citamos según la versión francesa de “L’Ennemi principal” reeditada en Delphy (2013). Para las citas directas, retomamos la traducción española (Delphy, 1982), aclarando en los casos en que realizamos alguna modificación.

[II] Para un panorama general de las teorías del sistema unitario, cf. también Ferguson y McNally, 2013.

[III] Recordemos que Althusser propone una distinción entre diversas instancias superestructurales que coexisten en una formación social: religiosa, ideológica, científica, política, entre otras. Estas instancias tienen una autonomía relativa (Althusser, [1965] 2010:91) y pueden o no ser dominantes.

[IV] Según Althusser “las contradicciones “secundarias” no son simplemente un fenómeno de la contradicción “principal” (...) las contradicciones secundarias son necesarias a la existencia misma de la contradicción principal, constituyen realmente su condición de existencia, tanto como la contradicción principal constituye a su vez la condición de existencia de las primeras” (Althusser, [1965] 2010:170).

[V] Hartmann desarrolla de manera sistemática la idea del doble sistema de opresión solidario, con dos niveles de igual importancia: patriarcado y capitalismo. Este trabajo fue objeto de fuertes críticas de parte de la filósofa estadounidense Iris Young que, desde una perspectiva unitaria, argumentó “la necesidad de crear una teoría materialista feminista que sea parte integral de un marxismo renovado, y no que esté simplemente casada con el marxismo” (Young, 1981:62. Trad. propia). Resulta curioso el hecho de que, por momentos, la posición de Young presenta ciertas afinidades con la teoría materialista francesa, especialmente cuando aborda la “división del trabajo por género” (Femenías, 2008). No obstante, se distingue por su subsunción de la opresión sexo-genérica al capitalismo y por los subtextos biologicistas que imputan a la capacidad reproductiva (gestación) la causa de la opresión (Bolla, 2020).

[VI] Para otras interpretaciones del contrato de matrimonio y sus consecuencias, Pateman (1995).

[VII] Hemos modificado ligeramente la traducción española para facilitar su comprensión.

[VIII] Según Guillaumin, la naturaleza de la opresión de las mujeres consiste precisamente en una relación social (estructural) de apropiación que se despliega a nivel individual y colectivo (Guillaumin, 2016 [1978]). Por motivos de extensión, no profundizaremos en la perspectiva guillaumiana; para ampliar, Guillaumin (2005).

[IX] Introducimos una ligera modificación respecto de la traducción castellana, que vierte la expresión “sous leur coupe” por “bajo su férula”.

[X] Como señala Delphy, en ese período el 80% de la producción agrícola en Francia es de tipo familiar.

[XI] Como advierte Falquet (2017), los diálogos entre la vertiente feminista materialista en Francia y las iniciativas feministas marxistas críticas como la Campaña por el Salario para el Trabajo doméstico fueron más bien escasos. Ello no impide que puedan trazarse puentes, aunque se trata de enfoques diferentes, tal como muestra Miramond (2017).

[XII] Si bien en nuestro medio Kergoat suele ser considerada como una feminista materialista francesa (aunque no sólo en América Latina; ver por ejemplo Bhattacharya y Arruza, 2020:64), su trayectoria la vincula inicialmente a los feminismos marxistas; es decir que no formaba parte del grupo nucleado en torno a Questions Féministes que está a la base de la propuesta feminista materialista. En los años posteriores, no obstante, se aproxima al enfoque feminista materialista con su propuesta de una “sociología de las relaciones sociales” (Hirata y Kergoat, 1997; ver también Galerand y Kergoat, 2014; Kergoat (2016 [2009]).

[XIII] Para ampliar sobre este tema, Femenías (2009).

[XIV] Como ha mostrado Jules Falquet en varios de sus trabajos, la mirada feminista materialista francófona se aproxima a enfoques como el de la Colectiva del Río Combahee, que a fines de la década de 1970 mostró la simultaneidad de opresiones racista, hetero-sexista y clasista (interlocking systems of oppression), aunque presenta particularidades. Para ampliar, Falquet (2017).

[XV] Para ampliar, ver el manifiesto de Questions Féministes (1977), Wittig (1980b), Curiel y Falquet (2005).